La pasión nutre al mono. Es el mono que aprie­ta nuestros genitales. La pasión estalló en el estó­mago del mono de Pasolini. El mono que apretaba los genitales de Pasolini llegó al punto máximo de fuerza justo cuando Pasolini concibió Saló. Cuanto más dolor hay sobre la tierra, cuanto más decepcionados nos sentimos, más aprieta el mono. Nuestros dientes rechinan en la medida en que se tensan los tendones de la mano del animal. Las venas de sus dedos están cargadas con la nitrogli­cerina del resentimiento y del asco. El mono sien­te asco por todos nosotros. El mono siente asco por la sociedad. El mono es el origen del dolor humano. El mono tiene que enfrentarse a su pro­pia evolución degenerada, es decir, a los hombres. Soporta las celdas más pestíferas que un ser vivo puede soportar, circos, zoológicos y laboratorios como en una parodia bizarra y cruel de lo que un hombre es capaz de hacer contra otro hombre. La fuerza del mono proviene de su sufrimiento. El mono insiste en el sufrimiento para intentar com­prender el disparate de su metamorfosis.

Mi punto de vista incluye al mono enfermo que aprieta mis genitales. Mi punto de vista incluye a Pasolini. Mi punto de vista, como el del mono, es totalmente antisocial, pasional. Mi punto de vista incluye las definiciones de pasión: “acción de pa­decer; cualquier perturbación o afecto desordena­do del ánimo; en medicina, afecto o dolor sensible de alguna de las partes del cuerpo enfermo; incli­nación o afición vehemente a una cosa”. Contra una sociedad ruin que aspira a cualquier tipo de poder, que consume poder compulsivamente, me declaro apasionada. Mi obra, que es una acción más de mi vida, sobrevive apasionada. He nacido demasiado. El cuerpo enfermo se hace verbo. Mi obra acaba siendo una oveja rabiosa y epiléptica, inevitablemente oveja de la manada, pero al me­nos oveja rabiosa.

Si el arte pudiera ser meningítico y contagiar. Pero el arte es simplemente el ansia de lo realiza­ble, como el suicida que ama demasiado la vida, como el suicida que vive suicidado, como el suici­da que nunca muere. El arte es el ansia de lo reali­zable, porque quisiera crear una conciencia trágica del fracaso humano, pero nunca llega a conseguir­lo. La sociedad impone su maldad y su ignorancia una y otra vez. La ignorancia pequeño-burguesa no integra el arte como epifanía reveladora ni como alianza con el alma humana. No integran el arte como revolución ni como ratificación de la in­dividualidad. La sociedad, despegada por comple­to del arte, es fea y dañina. No soporta la coheren­cia artística, siempre brutal. La bondad, la belleza y la verdad son demasiado peligrosas. Ya lo avisa Hölderlin, “La poesía es un juego peligroso”. Es natural que los mezquinos de la tierra huyan des­pavoridos ante la poesía. Corren a refugiarse en sus raquíticas convenciones y compromisos. Está claro que el pacto social es hipócrita, necesaria­mente hipócrita, pero el arte no puede ser social, el arte debe romper ese pacto, el arte debe ser anti­social para no ser hipócrita.

Me incorporo a la reflexión de Musset, “Hay un predominio del sufrimiento en lo moder­no”. La silla eléctrica de Warhol es modernísi­ma. Modernísima la virgen muerta y podrida de Caravaggio. Modernísimo el autorretrato que Miguel Ángel realizó en el repugnante pe­llejo de San Bartolomé. Moderno el suicidio de Madame Bovary y La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne. Entiendo lo moderno desde la pers­pectiva del mono iracundo que hubiera deseado convertirse en algo no humano. Lo moderno es la desesperación del mono que jamás deseó llegar a ser hombre. De igual modo que el mono prehistó­rico es el origen del dolor, lo moderno es el origen de la violencia poética.

Pero la sociedad pequeño-burguesa, bienpen­sante, correcta, es falsamente moderna, y por esa razón es también falsamente tolerante, falsamen­te comprometida, falsamente culta. Cuando se intenta comprender el origen del dolor humano, cuando se intenta comprender el sentido de la vida mediante la violencia poética la sociedad se vuelve intolerante. Si formulamos las grandes preguntas del hombre mediante actos de violencia poética la sociedad se acobarda, se agusana y se vuelve injus­ta, sorda y ciega.

Esta abstracción nauseabunda que es la socie­dad, tan ávida de violencia televisiva, coprófaga, bulímica de violencia informativa, es la misma so­ciedad que escupe contra la violencia poética, es la misma sociedad que se siente amenazada por la violencia poética. Vomitan la violencia poética mientras devoran la televisiva. Degluten guerras, hambrunas, crímenes, degluten todo aquello que es televisado sin que nada, incluso lo más horren­do, les agreda. Pero si concentráramos las mismas guerras, hambrunas y miserias en un escenario, esos burguesotes en vez de deglutirlo lo vomita­rían, porque en sus míseras vidas vomitan todo aquello que no tiene que ver con el poder y con sus repugnantes ambiciones. La violencia poética les mancha. La violencia televisiva deja intactas sus ambiciones. La violencia televisiva nunca ata­ca. Sin embargo la misión de la violencia poética es atacar, atacar sin descanso. A la violencia te­levisiva nos enfrentamos con la mezquindad del que elude responsabilidades. Frente a la violen­cia poética no podemos eludir responsabilidades porque como espectadores formamos parte del acontecimiento violento. La violencia real viene provocada por una imbecilidad atroz. La violencia poética por una lucidez atroz. Es triste, realmente triste, que la una no exista sin la otra.

La violencia poética es como el hambre. Dice Artaud, “No me parece que lo más urgente sea de­fender una cultura cuya existencia nunca ha libe­rado a un hombre de la preocupación de vivir me­jor y de tener hambre, sino extraer aquellas ideas cuya fuerza viviente sea idéntica a la del hambre”. La violencia poética consiste en escapar de los tó­picos, en escapar de la opinión general, es inten­tar que el pensamiento llegue hasta donde llega la emoción, es despiojarse de una vida de compromi­sos y medianías, es no mentir, es ver un poco más allá, es el ansia de lo realizable, es el hambre.

La violencia poética es necesaria para que lo violento se revuelva contra los depredadores de violencia televisiva y los depredadores de infor­mación. Es necesaria para que lo violento se re­vuelva contra los violentos. La violencia poética es por tanto un acto de resistencia contra la violen­cia real. Es decir, la violencia poética es necesaria para combatir la violencia real. Pero por encima de todas las cosas la violencia poética pone a prueba la conducta moral de la sociedad. Es preciso ha­cer obras inaceptables, siempre inaceptables para los bienpensantes oficiales. La violencia poética es la única revolución posible. No se pueden hacer las paces con los burgueses. Ser imbécil, dañino e ignorante tiene un precio y alguna vez tienen que pagarlo. Pero la violencia poética fracasa al certifi­car que nada transforma a los idiotas. Los idiotas ni siquiera pisan el teatro. Y entonces uno se cubre con los relámpagos de la impotencia.

La sociedad quiere encerrarnos en el vientre de un burro muerto. Allí quiere que terminemos nuestros días.

Así que me parece que mañana degollemos a este asno, y sacadas del todo las entrañas, por medio de la barriga, cosámosle dentro esta don­cella y solamente tenga la cara de fuera, todo el cuerpo de la moza se encierre en el cuero del asno; y después me parece que se debe poner este asno así relleno y cosido encima de un ris­co de estos, adonde le dé el ardor del sol. Y de esta manera sufrirán ambos todas las penas que vosotros derechamente hayáis sentenciado. Porque este asno recibirá la muerte que días ha merecido, y ella sufrirá los bocados de las bes­tias fieras cuando sus miembros serán roídos de los gusanos; y también pasará pena de fuego cuando el sol encenderá el vientre del asno, con sus grandes ardores, y asimismo sufrirá pena de la horca cuando los perros y bueyes lleva­rán sus carnes y entrañas a pedazos; además de esto, debéis pensar muchos tormentos y penas que pasará ella; siendo viva morirá en el vientre de la bestia muerta, y del gran hedor sus nari­ces penarán, y de no comer se secará de hambre mortal, y como estará cosida, no tendrá libres las manos para poderse matar.

Este fragmento de El Asno de oro de Apuleyo es un buen ejemplo de violencia poética. La socie­dad que nos describe Apuleyo no es muy distin­ta a la española que nos describe Cervantes en El Quijote, un pueblo zafio, necio, sucio, capaz de moler a palos a un pobre loco. El Quijote, otro ejemplo imprescindible de violencia poética.

No debemos permitir que la represión triun­fe sobre la expresión. Nuestras

democracias son cada vez más turbias y represivas bajo la máscara de una

tolerancia infantil. ¿Qué podemos hacer en este momento de fracaso de los

sistemas tradi­cionales? ¿Qué podemos hacer en esta época de infantilismo

monstruoso? No me reconozco en un uso normativo del arte político. Sería terrible

caer en la demagogia o en el mesianismo, en el tópi­co humanitario o en la denuncia

baba, sería as­queroso tomar la palabra por otros, yo no hablo por boca de los

desgraciados, sería un ultraje a su dignidad. No soy una portavoz. Los portavoces

están instrumentalizados. Simplemente me entre­go a actos pasionales, acción de padecer a causa de una inclinación vehemente, los desgraciados causan una afección en mi cuerpo. Todo tiene que ver con la pasión, actúo como un Cristo falso y hambriento, soy una figurante sin importancia, apenas sin papel, como el figurante que hace de Cristo en La Ricotta de Pasolini, un Cristo de bulto, un Cristo no milagroso, desclavado, miran­do los agujeros de sus manos y sus pies sin saber muy bien hacia donde se dirige, seguramente en busca de un trozo de queso para saciar el hambre. El Cristo de La Ricotta tiene tanta hambre que cuando encuentra el queso lo devora y revienta clavado en la cruz.

Solo quiero convertir la información en horror. Solo quiero concentrar el horror en un escenario para que el horror sea real, no informativo sino real. Aquí nos enfrentamos a una gran paradoja. Está claro que la violencia poética es lo que se opo­ne a la violencia real, sin embargo el sufrimiento televisivo acaba siendo irreal porque no nos afecta, no nos hiere (al fin y al cabo la información es una estrategia más del poder), de tal modo que el su­frimiento estético y poético acaba convirtiéndose en el sufrimiento real porque es el que verdadera­mente nos afecta, es el único sufrimiento capaz de conmovernos o al menos de hacernos comprender un atisbo de verdad. Así llegamos a la conclusión de que hay que poner el sufrimiento humano en un escenario para que el sufrimiento sea real.

Pero a la sociedad no le interesa el arte sino la información. Y lo cierto es que esta sociedad fría, ignorante y malvada, orgullosa de su falta de cul­tura, prepotente, alienada por el consumo y sus aspiraciones mezquinas, caníbal de desgracias hu­manas como de spots publicitarios, se ha acabado adaptando a la información del mismo modo que las ratas a la mugre. Este es el gran triunfo del po­der, haber conseguido adaptar a la sociedad a la información, a la violencia informativa. De esta forma la realidad queda totalmente desdramati­zada. Hay que convertir al espectador en un in­adaptado. Hay que convertir a los seres sociales en asociales. Intentar que el mono iracundo apriete sus genitales. Solo con el arte puede llegar a alcan­zarse una comprensión del mundo, una compren­sión no televisada.

Sin embargo es tan insalvable el vacío entre el propósito del arte y su

consecuencia, un barran­co hasta el centro de la tierra, un barranco sin Mazinguer Z al fondo y sin Coyote, el arte es el ansia de lo realizable, no lo realizable, sino el an­sia. Es tanta el hambre de ideas del creador y tan poca su influencia en la comprensión del mundo, en el cambio del mundo. El arte no pasa de ser un esguince sentimental privado sobre el que la socie­dad siempre triunfa. La ignorancia siempre triun­fa. Siempre electrocutan al mono. El mono muere entre espasmos dentro de una jaula en la que ni siquiera puede revolverse.

Por otra parte, no hay que identificar al creador con un mártir ni con un héroe doliente, más bien el creador se avergüenza de sí mismo y trabaja bajo la presión de esa vergüenza, con el mono prehistó­rico al lado. El creador se identifica con la ira y la frustración del mono. El creador se siente mono en celdas pestíferas, mono de circo, de zoológico, de laboratorio, mono ingenuo con violencia poética a cuestas, mono inútil, frecuentemente apaleado sin motivo, fagocitado en muchas ocasiones por los cultísimos necios y los modernísimos necios, esos que devoran la violencia poética con el mismo estómago que la violencia televisiva sin entender nada. Esos que no tienen más que un estómago ocioso. Son algunas de la miserias de la violencia poética, caer en la concesión a un público carroñe­ro, caer en lo gratuito, caer en lo pretencioso, caer en un parque de atracciones del horror, otro tipo de Disney.

Para concluir, el creador vive en una paradoja sin solución: Comparte la acción rabiosa con un sentimiento infinito de inferioridad. Al fin y al cabo sabemos que el arte nunca nos convertirá en mejores personas. Según Steiner este es uno de los mayores escándalos de la humanidad. Son innume­rables los genocidas que disfrutan con Schubert.