La aprobación de la Constitución Española en 1978 inició la etapa democrática en la que se enmarca la producción artística sobre la que se trata en este ensayo. En el ámbito escénico, el cambio de régimen tuvo consecuencias importantes. Las más visibles fueron el fin de la censura, la apertura al exterior, la creación de nuevas instituciones públicas y el notable aumento de las subvenciones públicas, que alcanzaron también al teatro y la danza de creación.
Aspectos de la transición
En un contexto cultural internacional marcado por el pensamiento postmoderno, el fin de la censura, que había condicionado el trabajo de la generación anterior, y la creciente confianza en las nuevas instituciones democráticas favorecieron una progresiva orientación de los creadores hacia motivaciones de índole estética o a un tratamiento mucho más abstracto de la cuestión política. Uno de los grandes éxitos del teatro independiente español en 1978 fue Antaviana, de Dagoll-Dagom, un espectáculo basado en cuentos de Pere Calder que fascinó por su contenido poético-mágico y la calidad estética de la escenificación. Se trataba de un nuevo modelo, que respondía a la política real con poesía e imaginación, y que proponía una alternativa a los modos de hacer del teatro independiente de la época anterior.
Entre 1978 y 1982, el teatro independiente con orígenes en los setenta desapareció. Algunos grupos trataron de reconvertirse en teatros estables. Otros se disolvieron y sus integrantes pasaron a engrosar las plantillas de los nuevos teatros públicos o bien se adaptaron al funcionamiento de un nuevo teatro comercial donde cabía un cierto rigor artístic. Ahora bien, ese teatro independiente que desapareció fue el que había trabajado con dramaturgias verbales. Otras compañías que habían apostado por las dramaturgias visuales y corporales encontraron en los años de transición una época de esplendor. Por una parte, su formación técnica era comparativamente mejor que la de la mayoría de sus colegas dramáticos, y su participación en festivales internacionales había comenzado en algunos casos ya en los sesenta. Por otra parte, ninguna nueva institución reclamaba sus servicios. Así que fue precisamente en los años críticos de la transición (1978-81) cuando Els Joglars, Comediants, La Claca y La Cuadra, con fechas de origen, trayectorias y planteamientos muy diversos, pero con una misma decisión de crear directamente sus espectáculos en escena y no sobre el papel, alcanzaron un momento de madurez creativa, con espectáculos como Mori el merma (1978), Sol Solet (1979), Andalucía amarga (1979) o Laetius (1980).
Habría que reseñar al menos una excepción, la del Teatre Lliure, fundado en 1976 tras la colaboración de Lluis Pasqual y Fabià Puigserver en La setmana trágica, escrita y dirigida por el primero. Ambos acometieron la tarea de proporcionar a los espectadores de Barcelona “un teatro de arte para todos”, siguiendo el modelo que había iniciado Strehler bastante años antes con el Piccolo de Milán, es decir, el de un teatro independiente, en el caso del Lliure con estructura de cooperativa, con vocación de servicio público.
Si en Cataluña la presencia de Els Joglars, Comediants y La Claca (además de la aportación singular de Albert Vidal) aseguró una cierta continuidad entre el teatro independiente de los setenta y las compañías profesionales que se apoderaron de los escenarios en la década de los ochenta, como Dagoll-Dagom, La Fura dels Baus, Tricicle, Zotal o Vol Ras, en Madrid, en cambio, como en el resto del estado español, habría que hablar más bien de una ruptura: el denominado teatro contemporáneo rechazó tanto los lenguajes utilizados por grupos como Tábano, Goliardos o T.E.I., como su orientación política y estética, y trató de buscar sus referentes más bien en la música o las artes plásticas, recuperando, por ejemplo, la herencia de grupos experimentales como Can-non.
A nivel institucional, la sustitución del Ministerio de Información y Turismo por el Ministerio de Cultura por parte de la UCD marcó el inicio de una fase de normalización, que llevó a la reconversión del Teatro María Guerrero (Teatro Nacional) en Centro Dramático Nacional, dirigido sucesivamente en esos años por Adolfo Marsillach (1978-79), Nuria Espert, José Luis Gómez y Jósé Tamayo (1979-80) y José Luis Alonso (1980-82). La efervescencia de aquellos años, cargados de inquietud y de esperanza, tanto a nivel político como a nivel cultural, se puede apreciar en la pluralidad de la programación del CDN, que combinaba la presentación de un repertorio de calidad (con presencia de autores internacionales y clásicos españoles a cargo de directores y escenógrafos dotados de buenos medios técnicos), el estreno de dramaturgos españoles vivos (desde Alberti hasta Sanchís Sinisterra), invitaciones a compañías extranjeras y, lo más sorprendente contemplado desde el momento actual, la presentación de espectáculos basados en dramaturgias concretas, visuales o corporales, como Wielopole, Wielopole, de Tadeusz Kantor, El sueño de una noche de verano, en versión de Lindsay Kemp, Laetius de Els Joglars, Marcel Marceau. Evolución de las “Pantomimas de estilo” o Juan sin miedo y antología, de La Claca.
En ese sentido, no deja de resultar curioso que el Centre Dramàtic de la Generaltita de Catalunya, primera réplica autonómica del CDN, abriera su programación con Nit de Sant Joan, de Dagoll Dagom en colaboración con Jaume Sisa y en los años siguientes, bajo la dirección de Hermann Bonnín (1982-1988) se mantuviera abierto a la intervención de colectivos independientes, si bien prestando cada vez mayor atención a la promoción del teatro en lengua catalana.
La permeabilidad de las relaciones entre el teatro institucional y el independiente, entre la programación de repertorio, de dramaturgos vivos y de teatro no basado en texto, entre la producción nacional y la internacional es signo de una época marcada por la voluntad de consenso y superación de los enfrentamientos civiles que la dictadura del general Franco había intentado liquidar del peor de los modos posibles. La misma permeabilidad es apreciable en los grandes festivales de aquellos años. El más importante, probablemente, el festival de Sitges, dirigido entre 1977 y 1986 por Ricard Salvat, a los que se sumaron el Festival Internacional de Vitoria (desde 1975), la Muestra Internacional de Valladolid (desde 1979), el Festival de Teatro de Calle de Madrid (a partir de 1981) o la Feria de Teatro de Calle de Tárrega (que se inauguró ese mismo año, impulsada por Eugeni Nadal, con el estreno de Dimonis, de Comediants).
El auge del teatro de calle fue otro signo claro de la recuperación del espacio público en los primeros años de la democracia. Sin embargo, también en este ámbito los espectáculos que se presentaron en los festivales que se organizaron en numeross ciudades de España, eran muy diversos. Así, cabía encontrar a seguidores de la línea popular iniciada por Comediants años atrás, herederos del tercer teatro impulsado por Eugenio Barba y el Odin, compañías formadas en las técnicas de circo y neo circo (que seguían, un género igualmente en auge en Europa y cuyos orígenes habría que buscar en el Grand Magic Circus de Jerôme Savary), espectáculos de contenido más político, al modo de los del Bread and Puppet, compañías de repertorio que incorporaban registros visuales y corporales (según el modelo de la Footsbarn Travelling Company), o actores formados en el mimo, las técnicas de clown y la acrobacia. La mayoría de estos modos de teatro se habían desarrollado en el ámbito internacional durante los años setenta y derivaban en gran parte de las motivaciones que habían coincidido en las rebeliones del 68, cuyo efecto se había ido graduando a lo largo de la siguiente década.
Se trataba, como ocurría en el marco del teatro institucional, de ponerse al día de lo que había ocurrido en los años anteriores. Aunque la explicación positiva, el entusiasmo cívico-político que daba lugar a la recuperación del espacio urbano, no es la única, y cabría también pensar que en él se encontraron también aquellos colectivos que no tuvieron acceso a otro tipo de espacios, simplemente porque no existían. Así, junto a “callejeros” convencidos, en la calle comenzaron también a trabajar artistas que intentaban desarrollar unos lenguajes radicalmente distintos de los que el teatro independiente de los años anteriores había desarrollado y no encontraban su lugar en la precaria red cultural existente. Es el caso de La Tartana, dirigida por Carlos Marquerie y Juan Muñoz, o Lejanía, dirigida por Ricardo Iniesta en Madrid, Bekereke, en Bilbao, o La Fura dels Baus en Barcelona.
La expansión del teatro de calle y la permeabilidad de festivales e instituciones públicas no se prolongaría durante mucho tiempo. A la euforia y confusión de los primeros años, en los que todo era posible, sucedió la necesidad de ordenar y profesionalizar.
Las políticas de normalización y el teatro contemporáneo
La década de los ochenta fue entendida como un proceso de normalización. La victoria por mayoría absoluta del PSOE en las elecciones de 1982 aceleró el proceso y dotó de mayores recursos a la política teatral. Al Centro Dramático Nacional (dirigido por Lluis Pasqual entre 1984 y 1989) se añadió el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas (1984), dirigido por Guillermo Heras, y la Compañía Nacional de Teatro Clásico (1986), dirigida por Adolfo Marsillach. En paralelo, se puso en marcha un plan de rehabilitación de teatros decimonónicos (una decisión problemática, que sigue condicionando el desarrollo de la creación contemporánea). La iniciativa del Ministerio de Cultura tuvo su réplica en las de los gobiernos autonómicos: al Centre Dramàtic de la Generalitat de Catalunya (1981) siguió el Centro Dramático Galego (1984), el Centro Andaluz de Teatro (1987) y el Centre Dramàtic de la Generalitat Valenciana (1988), dependiente del IVAEM.
La tarea normalizadora, entendida desde el teatro institucional consistía en ofrecer al público un repertorio nacional e internacional, en puestas en escena que pudieran competir con las realizadas por los grandes teatros públicos europeos. Pero además se trataba de recuperar con ese mismo rigor la dramaturgia española a la que no se había hecho justicia durante la dictadura. Lluis Pasqual reconocía explícitamente la “anormalidad” de la situación al verse obligado por la coyuntura histórica a montar a autores que en un contexto “normalizado” no tendría necesidad de estrenar.
La omnipresencia de Valle-Inclán y García Lorca en esos años es síntoma de una obsesión por recuperar la tradición truncada de la creación escénica de la República, que se hizo visible también en otros ámbitos de la cultura. Del mismo modo que la transición política fue posible gracias a un ejercicio de olvido colectivo (que en algún ha especto ha lastrado el funcionamiento de las instituciones democráticas), también la transición escénica llevó aparejada una particular “operación de olvido”, que dejó durante años fuera de juego a los creadores menos “normales” de la primera mitad de siglo y a la mayoría de los creadores activos durante el franquismo, no sólo a los dramaturgos, sino también a aquellos que habían apostado por una difícil experimentación que resultaba incomprensible desde la perspectiva de la España democrática y europeísta de los ochenta.
Progresivamente, la oferta cultural se fue ordenando: el Teatro María Guerrero se dedicó al gran repertorio, mayoritariamente de producción propia; la Compañía Nacional de Teatro Clásico buscó el modo de representar a los autores del siglo de Oro; el Centro de Nuevas Tendencias Escénicas estrenó a autores jóvenes y acogió producciones independientes de danza y teatro contemporáneo; los Centros Dramáticos autonómicos de las nacionalidades históricas se aplicaron a la defensa de sus autores (supeditando en muchos casos la calidad escénica a la defensa y promoción de la lengua), y los gobiernos autonómicos intentaron defender a algunas de sus compañías estables con políticas muy dispares. La oferta internacional se fue concentrando en los festivales, que también fueron ordenados: el Estado asumió los dos clásicos (el de Mérida y el de Almagro) y apoyó iniciativas autonómicas o municipales de tipo generalista (como los Festivales de Otoño de Madrid y Barcelona) o con algún grado de especialización.
La “normalización” de la información dio lugar a la creación de la revista El público, editada desde 1984 por el Centro de Documentación Teatral y dirigida por Moisés Pérez Coterillo, hasta entonces director de Pipirijaina. Fue el vehículo que sirvió para que circulara la información en todo el Estado, dio cobertura crítica (con ciertas limitaciones, pues se trataba de una publicación institucional) a la producción escénica de estos años e informó, cada vez con mayor profundidad, de las principales novedades que se producían en el contexto internacional. De las distintas infraestructuras estatales fue la que probablemente mantuvo un grado de pluralidad más constante a lo largo de sus ocho años de vida y en ella se pueden hallar algunos textos de calidad sobre el teatro y la danza contemporánea a cargo de críticos como Joan Abellán, Marysé Badiou, Pedro Barea, Xavier Fàbregas, Antonio Fernández Lera o el propio Pérez Coterillo.
En cuanto al teatro no institucional, la “normalización” fue interpretada como “profesionalización” de los grupos y compañías y su conversión en empresas. En ese proceso fue decisiva la creación en 1985 del INAEM y la publicación de la normativa de ayudas al teatro. El Estado impulso la profesionalización del sector mediante la “concertación”, una fórmula que se aplicó también a nivel autonómico (con especial incidencia en Cataluña) y que permitió una estabilidad hasta entonces impensable y la planificación de la producción a medio plazo. Esta fórmula, que a la larga beneficiaría a las productoras comerciales en detrimento de los grupos de creación, permitió durante los años ochenta que algunas compañías de teatro y danza contemporánea pudieran producir sin excesiva angustia a pesar del escaso circuito interno. Este fue el marco en que iniciaron una nueva fase de producción Els Joglars, Comediants, La Cuadra, Albert Vidal y Carles Santos y comenzaron a trabajar Gelabert y Azzopardi, Mudances, La Fura dels Baus, La Cubana, Zotal, Danat Danza, La Tartana, Bekereke, Cambaleo, Teatro del Norte, La Zaranda, Atalaya, Arena Teatro o Mal Pelo.
La consolidación democrática provocó que la urgencia política que afectó al teatro independiente y la alegría y responsabilidad ciudadana que compartió el teatro de la transición desaparecieran de los escenarios. Tras el fracaso del golpe de estado de 1981 (al que pusieron rostro el teniente coronel Tejero y el general Milán del Bosch) y la llegada al gobierno de la izquierda moderada después de casi cincuenta años, lo político se interiorizó en la forma, se difuminó en lo privado o se trasladó a la reflexión sobre los medios. La estetización (que no tiene por qué ser sinónimo de pérdida de conciencia política de los creadores) afectó tanto al teatro institucional como al independiente. Y al mismo tiempo que Lluis Pasqual mostraba versiones esteticistas del marxista Brecht en el Teatro María Guerrero y Flotats, con todo el apoyo de la Generalitat, daba nueva vida a Cyrano de Bergerac en el Poliorama (convertido en teatro público), la Fura dels Baus centraba sus intereses en una experimentación sensorial, al mismo tiempo que compañías como Zotal, Brau Teatre o La Tartana exploraban un teatro del cuerpo, de la voz y de la imagen, o Mudances y Danat Danza se sumaban a las nuevas tendencias de la danza contemporánea, en su versión minimalista o en su versión dramática.
En la conformación de los nuevos lenguajes escénicos en España fue decisivo el acceso a la producción contemporánea internacional que brindaron a espectadores y profesionales del medio diversos festivales, entre los que habría que citar el Festival Internacional de Vitoria (dirigido por la cooperativa DENOK en las ediciones de 1982 y 1983), la Muestra Internacional de Valladolid (dirigida por Juan González-Posada a partir de 1983), el Festival Internacional de Granada (que tuvo su primera edición en 1983 y fue desde el principio programado por Manuel Llanes) y el Festival Internacional de Sitges (dirigido por Ricard Salvat hasta 1986 y por Toni Cots entre 1987 y 1990).
El CNNTE, con sede en la Sala Olimpia, cuyo objetivo político era la producción propia de textos de jóvenes dramaturgos, dio, no obstante, gracias a la voluntad de Guillermo Heras, cobertura y apoyo institucional a gran parte de las compañías que surgieron en estos años. En Barcelona, fue el Mercat de les Flors, un teatro municipal con programación propia desde 1986 y dirigido por Andreu Morte, el espacio de referencia de la creación contemporánea, al que se añadió durante unos años, el Teatre Obert, dirigido por Toni Cots, un “teatro sin teatro”.
La ordenación de la oferta afectó también al teatro de calle. Aunque siguieron existiendo grupos especializados, como Xarxa Teatre (que inició su actividad en 1983) y festivales que les dieron cobertura (sobre todo en Cataluña), la calle dejó de ser un lugar de experimentación artística. La experiencia de calle había servido, no obstante, a muchos colectivos, al igual que para otros su inmersión en el teatro-circo, para apropiarse de una serie de técnicas físicas y espectaculares, desconocidas por la institución teatral del momento, que más adelante serían productivas en la elaboración de sus propios lenguajes. Pero había servido, sobre todo, para abrir una reflexión sobre el espacio teatral, de modo que cuando el teatro de calle o el circo perdieron su motivación rupturista, debido a su asimilación como “espectáculos de animación”, y se volvió al interior de las salas, ya se había desarrollado una concepción diversa del espacio escénico.
El problema es que durante los ochenta, la política de construcción de espacios se había centrado en la rehabilitación de teatros decimonónicos, con estructuras rígidas, y muy pocos de ellos, debido a sus dimensiones, permitían otra disposición que no fuera la convencional, a la italiana. Para paliar este problema, el Ministerio de Cultura diseñó un segundo plan de rehabilitación de antiguos mercados o naves industriales con el fin de crear un circuito de espacios no convencionales. Pero este plan no llegó a ejecutarse y durante muchos años sólo existieron dos teatros polivalentes con ciertas dimensiones y dotación técnica y presupuestaria: la Sala Olimpia de Madrid y el Mercat de les Flors de Barcelona (además del Teatre Lliure).
La falta de espacios suficientes de exhibición y la evolución estética de las compañías dio lugar a una descontextualización de la producción escénica independiente de los ochenta. Por una parte, se producían espectáculos dominados por lo visual y lo rítmico, donde la palabra cumplía por lo general una función secundaria. Para seguir funcionando, las compañías necesitaban entrar en los circuitos internacionales, y al mismo tiempo aspiraban a ello, porque también formaba parte de la voluntad de “normalización” la presencia del teatro y la danza contemporánea más allá de las fronteras nacionales. La necesidad y el deseo de “europeización” de los creadores contemporáneos provocó otro “olvido”: se borraron los lazos con laslos referentes de la experimentación española de las décadas anteriores y se siguieron modelos internacionales, lo cual agrandó aún más el vacío entre los creadores y el contexto cultural español.
El incipiente éxito del teatro contemporáneo español fuera de nuestras fronteras y la consolidación de algunas compañías surgidas a principios y mediados de los ochenta, animaron a cuatro de ellas, Zotal, Bekereke, Arena y La Tartana a organizar los Encuentros de Teatro Contemporáneo en Murcia. Se pretendía, por una parte, abrir nuevos mercados internacionales y, al mismo tiempo, reflexionar sobre la creación escénica, para lo que se invitó a directore/as, coreógrafo/as, dramaturgo/as y gestore/as de diferentes centros de producción europeos y americanos. En las sucesivas ediciones presentaron sus trabajos, además de las compañías promotoras, Albert Vidal, Atalaya, Cambaleo, CNNTE, Danat Danza, Konik, John Jesurun, La Fura dels Baus, Mal Pelo, Mickery Theatre y Mudances y más de cuarenta artistas y gestores de fuera y dentro de España participaron en los debates.
En paralelo a esta iniciativa, en Madrid, La Tartana fundó su propio teatro, el Teatro Pradillo, que abrió sus puertas en 1990 con la voluntad de servir de espacio para una creación interdisciplinar, favoreciendo los cruces con las artes plásticas y la música, pero especialmente los encuentros entre el teatro y la danza, y con la intención de establecer relaciones de intercambio con los teatros europeos de pequeño formato y de diálogo con los artistas escénicos de riesgo.[vi] Su fundación podría ser entendida también como una respuesta a esa creciente “descontextualización” de la creación contemporánea a la que más arriba se ha aludido.
Este proceso de expansión del teatro y la danza contemporáneas llegó hasta 1992, año de celebración de las Olimpiadas, la Exposición Internacional de Sevilla y, con menor importancia, la capitalidad cultural de Madrid (ya entonces gobernada por un alcalde nefasto). Numerosos colectivos en los años previos vieron aumentar sus expectativas de estabilidad y se arriesgaron en la producción de espectáculos de formato medio que podrían girar en festivales internacionales, organizaron encuentros y foros de debate e incluso se lanzaron a la puesta en marcha de algunas salas con el fin de albergar producciones distintas a las que podían acoger espacios como la Sala Olimpia (sede del CNNTE) o el Mercat de las Flors, ya dedicados a la creación contemporánea.
A principios de los noventa, la situación del teatro y la danza contemporáneas era esperanzadora. Sin embargo, lo que parecía el punto de partida para una presencia normalizada de la creación escénica en España, con la presentación de algunas compañías españolas compartiendo cartel con los más prestigiosos nombres de la escena contemporánea en el Teatro Central de la Expo (dirigido por Manuel Llanes) y en los diversos eventos del 92, resultó ser más bien un punto y final para un sueño que se desmoronó sin que se hubieran conseguido crear ni las infraestructuras de producción y exhibición, ni las vías de información y documentación, ni los centros de formación adecuados. Fuera de Cataluña (incluso fuera de Barcelona), las consecuencias del ’92 fueron desastrosas.
De la normalización a la vulgarización
La época de normalización había concluido y ello se celebró con un despliegue de fuegos artificiales que, al apagarse, dejó a la luz las carencias. No obstante, como siguiendo un guión preestablecido, se entendió que, creadas las infraestructuras y el ordenamiento, era el momento de abandonar el mercado a su suerte. La creación contemporánea fue desatendida, y no sólo la creación contemporánea, sino la producción escénica con voluntad “artística” y el mercado (es decir, el mercado de las subvenciones y los contratos públicos) fue poco a poco devorado por iniciativas comerciales, entre ellas las de empresas como Anexa, Focus, Pentación o Calendas.
En este nuevo contexto, se desató una hostilidad manifiesta hacia el teatro y la danza contemporánea. En 1993 se intentó desde el Ministerio de Cultura organizar una gira de compañías de teatro y danza contemporáneo en la recién constituida Red Nacional de Teatros y Auditorios, que acabó en fracaso, por la inadecuación de las infraestructuras a las propuestas (la mayoría eran teatros decimonónicos), la falta de contextualización de las mismas y el desinterés de los gestores locales. Al año siguiente, el CNNTE fue desmantelado y la creación contemporánea quedó sin lugar de anclaje en la institución.
En esos años, por diversas razones, desaparecieron o entraron en crisis muchas compañías que habían gozado de fuertes apoyos institucionales en los años anteriores: Atalaya, La Tartana, Bekereke, Arena… Albert Vidal se autoexilió (entre su Masía de la Plana y Mongolia) y La Fura dels Baus cambió su rumbo, después de la marcha de Antúnez Roca (Andreu Morte había salido antes), para adaptarse a las nuevas condiciones de producción. Sólo las compañías de danza contemporánea catalanas sobrevivieron a la crisis gracias al mantenimiento de la doble concertación (con el Ministerio y la Generalitat): así, Gelabert y Azzopardi, Mudances, Lanónima Imperial, Danat Danza o Mal Pelo pudieron mantener su ritmo de producción, a pesar de que su circuito de exhibición se fue reduciendo progresivamente, tanto en España como en Europa.
El empobrecimiento no sólo afectó a la creación independiente, también a la institucional. El paso de Lluis Pasqual del CDN al Odeón de París marcó el fin del período “excepcional” y abrió una nueva etapa en la que el Teatro María Guerrero se fue convirtiendo, con los sucesivos directores, en un teatro de repertorio de ámbito provincial. Poco aportaron los nuevos teatros públicos de las autonomías en ese período.
Fue precisamente la madurez del desarrollo autonómico una de las causas de esta nueva situación. La mayoría relativa obtenida por el PSOE en las elecciones de 1993 obligó a un pacto con los nacionalistas catalanes, que forzaron un debilitamiento del Ministerio de Cultura, con consecuencias evidentes en la política teatral. Sólo Cataluña mantuvo entonces una actividad escénica importante. En el resto de España, incluido Madrid, la creación contemporánea (tanto la producción como la exhibición) se empobreció. La descentralización autonómica produjo una desestructuración del sistema, que condujo al aislamiento. La red de teatros públicos favoreció, desde su creación en 1992, la circulación de grandes producciones o espectáculos con proyección comercial, pero dejó fuera, como no podía ser de otro modo, las producciones más arriesgadas.
Por otra parte, la multiplicación de infraestructuras locales y autonómicas dio lugar al ascenso de gestores, en muchos casos sin experiencia y sin suficiente formación, más preocupados por las cifras que por las estéticas y más por el entretenimiento que por el discurso. También a este nivel se extendió el desinterés e incluso la hostilidad hacia el arte contemporáneo en su versión escénica. La insuficiente formación no afectaba sólo a los gestores. Y es que la pretendida profesionalización del sector, fuera de Madrid y Barcelona, había sido escasa: los niveles técnicos de muchos pretendidos profesionales seguían siendo bajos y el discurso de los creadores y los críticos, precario.
El desinterés por el discurso se concretó en la desaparición en 1993 de la revista que había servido de referencia durante la década anterior: El público. Ninguna otra la sustituyó. Primer Acto, que se seguía publicando sin interrupción desde los años sesenta, carecía de recursos para cumplir la tarea abandonada por la revista pública. Lo mismo cabría decir de la revista de la ADE. Y la aportación de material crítico e historiográfico en ocasiones de gran interés sucesivas iniciativas periféricas, en ningún caso sirvió para que la información y la crítica circularan a nivel estatal. La desinformación afectó, claro está, de forma especial a la creación contemporánea, y a ello se añadió la desaparición de festivales como el de Granada o el de Valladolid, y la reducción de la presencia de compañías internacionales en la programación de temporada, con dos excepciones: Barcelona y Sevilla. En Barcelona, gracias a la programación del Mercat de les Flors, primero, y de la sala Tallers del Teatro Nacional después. En Sevilla, gracias a la labor de Manuel Llanes como director del Teatro Central, si bien con notable irregularidad.
El aislamiento internacional no sólo dificultó el intercambio de información, también la promoción de los nuevos creadores fuera de las fronteras estatales y su participación en circuitos internacionales. En general, a mediados de los noventa, muchos de quienes habían sido protagonistas de la eclosión del teatro contemporáneo hubieron de volver a la marginalidad o inventar fórmulas de supervivencia. Etelvino Vázquez y Ricardo Iniesta recurrieron a la combinación de docencia y creación, el segundo de ellos con una iniciativa exitosa TNT, que le permitiría seguir produciendo a nivel profesional, eso sí, reduciendo el riesgo de su repertorio. La fórmula no era muy distinta a la que José Luis Gómez (uno de los pocos protagonistas de la “normalización” que no sucumbió a la “vulgarización”) eligió para poner en marcha su pequeño teatro de arte, el teatro de la Abadía, reactivando una fórmula de cien años de antigüedad.
Quienes fuera de Cataluña se empeñaron en arriesgar más en sus discursos hubieron de asumir la necesidad de trabajar con esquemas de producción propios de un teatro pobre y afrontar las grandes dificultades para la presentación y distribución de los espectáculos, especialmente fuera de los límites de la propia comunidad autónoma. La escasez de recursos dio lugar a producciones de pequeño formato. Y la imposibilidad de mantener compañías profesionales dio lugar a asociaciones inestables y sin espacios propios de ensayo.
En estas condiciones continuaron su trabajo Carlos Marquerie (compañía Lucas Cranach), Sara Molina (Q Teatro), Rodrigo García (La Carnicería), Óskar Gómez (Legaleón T. y L’Alakran), Ana Vallés (Matarile Teatro), así como Olga Mesa, Blanca Calvo, Mónica Valenciano o La Ribot. Perdida la institución y prácticamente cerrado el acceso a la Red de Teatros Públicos, estos creadores encontraron apoyo en iniciativas puntuales de gobiernos locales o aulas de teatro y danza de universidades, entre las que habría que citar las de Salamanca (dirigida por Alberto Martín, uno de los primeros en descubrir el talento de las nuevas coreógrafas madrileñas), la de Cantabria (que dirigida por Francisco Valcarce organizó una Muestra de Teatro Contemporáneo) o la de Málaga (dirigida por Francisco Corpas, que ha mantenido un espacio constante de debate desde 1994).
Sin embargo, el principal refugio de estos creadores lo constituyeron las salas alternativas. Algunas había comenzado a funcionar a mediados de los ochenta, como la Triángulo de Madrid (1983) o La Fundición de Bilbao (1985), otras fueron creadas a finales de los ochenta o primeros noventa, como la sala Beckett de Barcelona (1988), la Galán de Santiago o la Cuarta Pared de Madrid (creada en 1986, y trasladada a la calle Ercilla en 1992). Todas tenían en común el haber surgido como expansión de la actividad de una compañía y, con excepciones (como la Pradillo o la Beckett), habían acogido en sus inicios el trabajo de aquellas compañías que encontraban dificultades para acceder a concertaciones y circuitos internacionales. Cuando esas dificultades afectaron a la creación contemporánea de calidad, las salas alternativas, cuyo número creció notablemente durante los primeros noventa, acogieron en igualdad de condiciones a la alternativa real y a la alternativa por defecto. Obviamente, la precariedad de las condiciones técnicas, la escasa incidencia social y los mínimos o nulos beneficios económicos, lastraron la aparición de una nueva generación de creadores.
Discursos alternativos
Las nuevas condiciones de producción tuvieron consecuencias en la definición de los formatos, las estéticas y los discursos. La Ribot se encontró cómoda en el pequeño formato: lo minimizó al máximo y así surgieron las “piezas distinguidas” (1993). Mónica Valenciano hizo productiva su experiencia de la marginalidad y la explotó creativamente en sus solos y danzas de pequeño formato, algunas en espacios insólitos, como los chiqueros de la Plaza de Toros de Madrid (Miniaturas, 1994). Olga Mesa abandonó su intento de crear una compañía y compuso uno de sus mejores espectáculos de la época de la crueldad, Esto no es mi cuerpo (1995). También Óskar Gómez, después de unos primeros espectáculos más en la línea de lo que había sido el denominado teatro contemporáneo español de los ochenta, un teatro rítmico y de imágenes, decidió plantear un espectáculo para bares. Así surgió El silencio de las Xygulas (1994), al que siguió Mujeres al rojo vivo, de Edurne Rodríguez (1995). Y ese mismo año, Rodrigo García, después de diversas tentativas, compuso uno de sus clásicos, Notas de cocina (1995), estrenado en el Teatro Pradillo de Madrid.
Este teatro, dirigido por Carlos Marquerie, fue el lugar de referencia de la creación contemporánea entre 1992 y 1996. Casi todos los artistas nombrados estrenaron o pasaron por allí. En algunos casos la necesidad dio lugar a unos modos de comunicación caracterizados por el humor y la urgencia y una estética de la mezcla, de la contaminación. En otros, se radicalizó el discurso poético o expresivo, asumida la imposibilidad de acceder al gran público. Se trataba siempre de trabajos fronterizos, como si quisieran escapar de un espacio, el teatro, que en España les estaba vedado. Unos en dirección a la acción y las artes visuales. Otros, en dirección al cabaret, a la calle… El cuerpo salía reforzado. Y es que la escasez de medios obligaba a trabajar con lo mínimo, una vuelta a lo esencial que favoreció el encuentro del teatro con la danza y de de la danza con el arte corporal. El pequeño formato hizo más fluida la comunicación entre los medios y, de la disciplina, se pasó a la transdiscina o incluso a la indisciplina.
La evoluciòn fue diferente en Barcelona, donde los teatros públicos no se cerraron a la creación contemporánea, y los apoyos de la Generalitat a las compañías seguían siendo más generosos que los de otros gobiernos autonómicos. Ello hizo posible que algunos creadores con trayectorias consolidadas pudieran mantener su línea de producciones de formato medio y grande. No sólo los ya comerciales Els Joglars (por la aceptación del público), Comediants o la Fura dels Baus (estos dos también por la renuncia al discurso), sino también creadores más radicales, como Carles Santos, Ángels Margarit, María Muñoz y Pep Ramis, que en los noventa produjeron sus espectáculos de mayor formato (si bien el gran formato no siempre benefició a estos creadores y sólo Carles Santos fue capaz de crecer en todos los sentidos sin que por el momento se aprecie límite aparente a ese crecimiento).
Ello no impidió que hubiera en Barcelona una escena alternativa. El abandono, al parecer forzado por sus compañeros, de La Fura dels Baus por parte de Marcel.lí Antúnez tendría que ver con su desacuerdo con la deriva de esta compañía y su necesidad de continuar una investigación de carácter más radical y formato interdisciplinar. De ahí surgió una pieza de pequeño formato, sin duda su mejor trabajo, llamada Epizoo (1994), coincidiendo en fechas con la apuesta de los creadores madrileños por los discursos del cuerpo. En esos mismos años, y con el mismo interés por la contaminación y la exploración de un discursos de los márgenes, Txiki Berraondo y Magda Puyo dirigieron las producciones de Metadones: La Bernarda es calva (1997) y Medea Mix (1997). Al tiempo que Simona Levi abría una sala clandestina en el barrio del Raval denominada Conservas (1993) (si bien su incidencia tardará unos años en hacerse sentir).
Lo singular del contexto catalán deriva de que el crecimiento excesivo de las infraestucturas públicas (especialmente en los últimos años, con la inauguración de las tres nuevas salas del Teatro Nacional y las que alberga la denominada Ciudad del Teatre, donde se ha instalado, junto al Mercat de les Flors y el Institut del Teatre, el nuevo Teatre Lliure) ha posibilitado que algunas de las producciones más alternativas hayan podido ser presentadas por alguno de los teatros públicos o semipúblicos e incluso producidas por ellos, o bien que algunos directores hayan podido trabajar alternativamente en la institución y en la independencia.
Entre tanto, la creciente pauperización de los circuitos y los centros de producción obligó a directores y coreógrafos a buscar nuevas formas de organización. Por una parte, las salas alternativas aumentaron su coordinación y consiguieron una mayor presencia a nivel estatal, lo cual se hizo visible en el aumento de calidad y público que alcanzó la Muestra Internacional de Teatro La Alternativa de Madrid (dirigida en su edición de 2000 por Javier Yagüe, antes de cambiar su nombre por el de Escena Contemporánea) y en la presencia de algunas de las producciones surgidas de esas salas en los circuitos nacionales e internacionales. No obstante, las salas seguían lastradas por sus escasos recursos, la imposibilidad de pagar caché a las compañías fuera de festivales, la limitación de los espacios y la mínima dotación técnica.
Se hacían necesarias otras formas de organización. En Madrid, Blanca Calvo, La Ribot, Mónica Valenciano, Olga Mesa, Ana Buitrago y Elena Córdoba constituyeron un taller de investigación denominado U.V.I. (Urgente Vinculación de Iniciativas), al que tenían acceso bailarines, actores y artistas de otras disciplinas, y que ofrecía una vez al mes sesiones de improvisación abiertas al público. Unía a todas ellas un mismo compromiso con la búsqueda de lenguajes radicalmente adecuados a las necesidades expresivas y comunicativas de nuestro tiempo y la resistencia a plegarse a los códigos ya muy establecidos de la denominada danza contemporánea. Con menos radicalidad estética, pero con preocupaciones similares sobre el creciente aislamiento de la creación coreográfica y la necesidad de fortalecer la comunicación con el exterior y las nuevas generaciones, siete compañías de la segunda generación de danza catalana se unieron para alquilar un local que habría de convertirse en centro de investigación y exhibición: La Caldera.
En 1996 Carlos Marquerie abandonó la dirección del Teatro Pradillo y el grupo que había fundado la sala, La Tartana, para fundar una compañía nueva: Lucas Cranach, con la que profundizó en sus intereses plásticos y dramatúrgicos, además de trabajar con una mayor proximidad a lo corporal. En poco tiempo, el Teatro Pradillo dejó de ser referencia de la creación contemporánea madrileña, que encontró un nuevo lugar: la sala Cuarta Pared, surgida (como su nombre indica) de intereses muy distintos a los que guiaban a los directores y coreógrafas que allí acudieron (Rodrigo García, La Ribot, Blanca Calvo, Olga Mesa, Carlos Marquerie, Antonio Fernández Lera, Mónica Valenciano), pero que consiguió un público fiel gracias en parte a la pluralidad de su programación.
La consolidación de unos nuevos discursos estéticos gestados en los teatros alternativos exigía la conquista de espacios culturales con mayor incidencia social y con mayor presencia en el contexto de la creación internacional. Fue en 1997 cuando Blanca Calvo y La Ribot, cansadas de aislamiento e incomprensión y agotada la experiencia de la UVI, decidieron poner en marcha Desviaciones, un ciclo concebido para contextualizar sus propias creaciones, tanto mediante la programación de artistas internacionales como mediante la organización de conferencias y debates, cuya función consistía no tanto en explicar los espectáculos, sino en defender que aquello no era una oferta de ocio más, sino un espacio para la experiencia artística, el debate creativo… Desviaciones comenzó a funcionar gracias a la colaboración de los servicios culturales de las embajadas y un tímido apoyo institucional, que no fue suficiente para garantizar su continuidad después de cinco años.
En Cataluña, con cierto retraso con respecto a Madrid, se produjeron a partir de 1999 reacciones interesantes, paralelas a las de Desviaciones, como el proyecto de General Eléctrica o el festival In motion, organizado por Simona Levi, que daba continuidad a la programación de Conservas, un proyecto con el que Levi había intentado responder a la falsa incorporación de la contemporaneidad a las estructuras públicas. También en 1999, se puso en marcha en Cuenca Situaciones, un festival multidisciplinar generado desde la Universidad de Castilla-La Mancha, que durante tres años acogió algunas de las producciones más interesantes de estos últimos años y que en su segunda edición (2001) organizó un Foro Internacional de Artes Escénicas, del que emanó un documento titulado “Declaración de Cuenca”.
Pese a éstas y otras iniciativas, han sido excepción los creadores que (fuera de Barcelona) han conseguido mantener una producción de calidad sin renunciar a sus intereses estéticos y discursivos. Óskar Gómez y La Ribot fueron los primeros en marcharse (a Ginebra y a Suiza, respectivamente). Rodrigo García y Olga Mesa han producido sus espectáculos del siglo XXI con apoyos internacionales y su circuito es de ámbito europeo, con una escasa presencia en España. María Muñoz y Pep Ramis, junto a Toni Cots, han optado por un exilio interior, creando un centro de investigación en un pequeño pueblo próximo a Gerona, L’Animal a l’esquena, una isla de diálogo interdisciplinar e internacional en medio del autismo nacionalista. En tanto Marta Oliveres, una de las escasas agentes de distribución y producción que aúnan profesionalidad y compromiso estético, ha mantenido su apuesta por mantener en el circuito internacional a creadores como Carles Santos, Marcel.lí Antúnez o Roger Bernat y garantizar su crecimiento, pese a la precariedad de los circuitos internos.
Todo ello ha dificultado enormemente la generación de modelos y el relevo generacional. La generación siguiente a la de los creadores citados ha gozado de pocas oportunidades ya no de éxito, sino meramente de alcanzar una presencia pública. Quienes centran su trabajo en el cuerpo y en la imagen (Cuqui Jerez, Ion Munduate, Juan Domínguez…) han tenido más facilidad para trabajar o con apoyos externos, pero quienes insisten en recurrir a la palabra (Angélica Liddell, Marta Galán…) siguen experimentando la ausencia de contextos y referencias adecuadas para la presentación de sus trabajos. Algunos indicios de cambio se han apuntado, no obstante, en los dos últimos años: el nuevo impulso dado por Magda Puyo y Mateo Feijoo a los festivales de Sitges y Escena Contemporánea (Madrid), la reincorporación de Andreu Morte al Mercat de les Flors, la creación de nuevas infraestructuras culturales, como la Casa Encendida (Madrid) o nuevos festivales como Escena Abierta en Burgos, Valencia Escena Oberta o Panorama en Olot, el estímulo aportado por el Festival Mira! La otra España en Toulouse, y la labor de fondo de profesionales como Laura Etxebarria (La Fundición, Bilbao) o Manuel Llanes (Teatro Central de Sevilla). A todo ello habría que añadir la implementación de nuevas políticas culturales como consecuencia de las últimas elecciones autonómicas y generales, con cambios importantes especialmente en Cataluña y en el gobierno central. No podemos ser demasiado optimistas, pero sí confiar en una mínima articulación en red de todas estas iniciativas, que, junto a las cada vez mayores facilidades para la movilidad europea, contribuya al enriquecimiento de la creación escénica en España.