¿Qué nos hace confiar en que el repliegue interior del artista merece la pena que sea expuesto ante el espectador?
Hace poco leía que un criterio generalizado entre los arqueólogos y antropólogos, ante la dificultad de establecer criterios más científicos vinculados a la evolución de la anatomía y fisiología humana, para determinar desde cuándo en la cadena de homínidos el hombre es hombre es recurrir a un criterio en cierta medida extracientífico: se considera que el hombre es hombre desde que se encuentran enterramientos con indicios de ser enterramientos rituales, es decir, cuando los cuerpos aparecen acomodados de un modo pretendido o acompañados de objetos a los que se les supone una función trascendente. Es decir, cuando se documenta en el hombre su inquietud por la trascendencia. Y esta inquietud ha quedado para nosotros manifiesta en formas (las de las posturas de los cadáveres, las de los objetos y, más adelante, las de las inscripciones y dibujos en ellos) que delatan una preocupación o una creencia. Esos hombres primitivos confiaban intuitivamente, y se esmerarían en el esbozo de esas formas, como modo de rebeldía ante la finitud y el dolor. Y, a través de ellas, intentaba mediar con lo más ininteligible. Con sus instalaciones instauraban un espacio sagrado, diferente, en rebeldía con el tiempo que les era dado. Sin saberlo o quererlo, inauguraban tal vez esa curiosa relación del hombre con la representación. En ese vago y a la vez claro principio hay ya una íntima disidencia, una rebeldía, una lucha con los tiempos y los espacios dados, y un uso de las formas, de los objetos, que se convierten en lenguaje y que revelan su propia carencia y apelan a la intimidad compartida de la certeza de esa carencia, y a ella misma como lugar de resonancia de una explosión de cuyos mecanismos y límites no se tiene el control. Más que decir lo que dicen, generan otro espacio de relación y sustentan otro tiempo. Un espacio que es otro, y un tiempo que es otro. Un espacio que se rebela contra el espacio y un tiempo que se rebela contra el tiempo, así como el lenguaje se revuelve contra sí mismo intentando salvar y al tiempo delatando su implícita carencia para expresar lo inexpresable. Y sospecho que estos otros tiempos y espacios han sido siempre necesarios para el hombre, acompañando la conciencia de su finitud y la inconformidad de su estar. Hay experiencias y visiones que pueden modificar la íntima percepción de todos los tiempos y de todos los espacios. ¿No supone el instante poético, por ejemplo, y la contemplación, a su modo, un repliegue de la conciencia, una especie de exilio, de suspensión del tiempo y del espacio, donde ambos se densifican, y al tiempo pierden sus contornos? Si miramos, por ejemplo, el cuadro de Friedrich Monje frente al mar, y nos preguntamos hasta dónde abarca el paisaje que contempla el monje, o cómo es el paisaje que tiene a sus espaldas, o desde cuándo lo contempla, o cuánto tiempo permanecerá ahí el monje, nos damos cuenta de que estas preguntas son irrelevantes a pesar de que el cuadro transmite una sensación nítida de espacio-temporalidad, un aquí y ahora, que se reproduce en el acto contemplativo del espectador. El tiempo y el espacio del monje cobran sentido en el presente del espectador, que a su vez abre una fisura, un paréntesis, una herida dentro de su propio presente. Y lo importante en ese nuevo presente no es lo que ve el monje, sino lo que yo veo a través de su mirada, que ya no es lo que él ve. Lo importante es el espacio abierto entre nuestras dos presencias (la del cuadro, la mía) y el tiempo que entre los dos consigamos sustentar, abierto a nuevos acontecimientos. Y pienso en esto en relación con mi quehacer: ¿qué tiempos sustentar, qué espacios generar y cómo relacionarse en ellos, desde dónde proponer?, ¿qué lugares defender?, ¿qué valor reclamar ahí para las imágenes, las palabras y los cuerpos? ¿Cómo ser ahí consecuente con esa íntima disidencia que me mueve hacia el trabajo y me coloca en ese paradójico lugar que genera ese doble movimiento de repliegue interior, refugio, exilio y vocación de comunicación y apertura pública? ¿Cómo asumir y defender la pequeñez, inutilidad o fragilidad de lo que soy capaz de generar? ¿Cómo puede mi íntima disidencia resonar en los otros y cómo ser fiel a ella? Una práctica artística supone de algún modo una convocación, un llamado, y me pregunto cómo pensar la responsabilidad del que hace el llamado, y cómo pensar sus propias limitaciones. Qué se puede ofrecer ahí, qué se puede esperar, qué se puede demandar, anclado en la evidencia de lo cotidiano y en compromiso con el presente. Es evidente que en la vida actual el exceso de imágenes, de ruido, de información, de normas ha pervertido nuestra mirada y ensombrecido nuestra responsabilidad. Como es claro que las manifestaciones artísticas tienden a ser absorbidas por ese todo totalizador que llamamos cultura, en el que son fácilmente neutralizadas, tergiversadas o rentabilizadas por los mecanismos del mercado, la industria o la política. Buscar los intersticios de esta gran maraña supone una atención y una negociación constante y es para mí un móvil para el trabajo. Si nuestra mirada está enormemente condicionada, y ha perdido toda ingenuidad y muchas veces su profundidad, podríamos pensar en qué lugares y de qué manera esa mirada puede volver a ser íntima y cómo puede restablecer la dignidad de lo que se mira. Y cómo, en ese mismo ejercicio, reencontrarnos de otra manera. En los últimos años he ido entendiendo mi quehacer como la posibilidad de generar y sustentar otros tiempos, otros espacios y otras miradas para ser compartidos. La desconfianza de los grandes lugares y de los grandes discursos me ha llevado a intentar explorar los pliegues sutiles de la relación con el espectador. Mi propia sensación de tiempos y espacios invadidos, en donde acabo por no reconocerme, me ha sugerido la exploración del silencio, así como la lucha contra la inercia y la avidez del tiempo de la representación. Los excesos de lo que se me ofrece me han hecho preguntarme sobre la construcción y el metalenguaje de la mirada. Y muchas veces me han llevado a trabajar a partir de la ausencia, ausencia de imágenes, de palabra, de posibilidad de comprensión lineal. Ante lo desaprendido, se da entonces una tensión inevitable con la mirada del otro, al tiempo que se deposita en él una confianza imprescindible que abre la posibilidad de un pequeño lugar donde compartir responsabilidad y cruzar intimidades. Trabajar desde la confianza en el espectador quiere decir saberlo capaz de gestionar su propio tiempo de expectación, de cuestionar su propia mirada y de convivir con su propio ruido o su propio silencio. Cuestionar el lenguaje quiere decir renunciar muchas veces a sus posibilidades más evidentes y a su valor primigenio. Entiendo lo poético, por ejemplo, como una disidencia con el lenguaje, que se declara insuficiente. Creo que esta lucha con el lenguaje es la que permite otros modos de relación entre el espectador y la obra. Pienso que hoy lo escénico, por ejemplo, con la libertad que le da el haber perdido sus normas, y por tanto su previsibilidad, tiene precisamente la posibilidad y la capacidad de cuestionar cuál es –y en cada momento– el valor del cuerpo, de la palabra y de las imágenes. Con el tiempo, he ido depositando cada vez mayor confianza en los lugares más pequeños, los más silenciosos, los más invisibles, los aparentemente más insignificantes e inofensivos. Tal vez sean esos los lugares menos mediatizados, precisamente por su supuesta inutilidad. Allí donde la intimidad compartida, llena de anomalías, se hace irreductible a otros intereses y mediaciones. En un mundo que prima lo cuantitativo y lo productivo, tal vez esté bien volver la mirada a –y ocupar– los espacios aparentemente más inútiles, más improductivos, más inofensivos. Y volver a pensar, por evidente que parezca, en el tiempo como tiempo de vida y no solo de productividad y consumo, y en el espacio como espacio de convivencia y no solo de representación y dominio. Tal vez sea allí más posible vivir desde nuestra propia singularidad irreductible y salir al encuentro de la singularidad irreductible de los demás. ¿No es lo poético, por ejemplo, a pesar de su desproporcionada debilidad, una íntima disidencia, un desplazamiento, un espacio sin territorio en el que se pueden producir nuevos acontecimientos y desde donde se pueden releer los relatos de los ya sucedidos? Pienso que estos pequeños lugares son tal vez los más reacios a la complicidad de los lenguajes con el orden social, y que contienen implícita una resistencia a las prácticas uniformizantes del mundo actual y a la tendencia a la apropiación de los tiempos y los espacios por parte de los poderes y sensibilidades dominantes. Y quizá sea esa desproporcionada debilidad la que haga de ellos un territorio moral que no se mide por su fuerza aparente.