“Sólo los cuerpos de los muertos pueden localizarse sin ambigüedad” Peter Sloterdijk, Esferas I: Burbujas
Para poder afirmar la existencia del espacio-platea en los términos que se van a presentar aquí hemos de partir de la idea de que el espacio intersubjetivo no es ni abstracto ni inmaterial sino que es un campo activo de energías que conforma, precisamente, la noción misma de espacio. Es decir, el sujeto no es autónomo, la mirada siempre es devuelta y la escucha siempre tiene una doble dirección. CONCLUSION – Platea agujero negro: entramos a una sala teatral, no sin antes desempeñar todas las tareas actorales y protocolarias que, como actor-público, se nos permiten, el saludo a los conocidos, la observación a hurtadillas de todo lo que nos rodea, el disimulo por la expectación, el sabernos bien recibidos e incluso elegidos, orgullosos de participar en un rito para iniciados o el intercambio de gestos y ademanes codificados. A continuación tomamos asiento, sea en una cómoda butaca, en el suelo o en el lugar que se nos ha destinado, que posiblemente incluso, sea móvil porque vamos a “participar” en una acción teatral “contemporánea”, por lo tanto estaremos mezclados, compartiendo espacio con los ejecutantes. Una vez que los murmullos y sonidos ambientales se van reduciendo, una persona o una voz nos indica: “por favor, mantengan encendidos sus teléfonos móviles y si les llaman, contesten y mantengan la conversación que surja con total naturalidad”. En un escenario casi desnudo uniformemente iluminado aparece una actriz que no hace nada en escena más que mostrar su “presencia”, como un animal. La actriz saca un teléfono móvil de su bolsillo, marca un número, pasan unos instantes y suena nuestro teléfono móvil.
Fig. 1: publicidad de IBM, 1992
Es decir, se produce un agujero negro o una prótesis espacial del espectador en tanto que el sujeto se convierte en un agujero negro de su exterior. El agujero negro se produce porque en la platea se da con la llamada telefónica activa un túnel de espacio intersubjetivo con la escena. El límite salta temporalmente en la mirada y la escucha de los otros hacia los hablantes. En ese agujero negro se encuentra la mejor forma posible de espacio del espectador, una forma de platea ancestral, móvil y escurridiza, espontánea pero programable o propicia-a-ser desde la producción del hecho teatral, que hace a la arquitectura absolutamente subsidiaria y en última instancia prescindible. O quizás la arquitectura deba confundirse con ese espacio negro, y sea, entonces, una platea. Acaso no sea sino una forma tecnificada del viejo espacio telepático o mesmérico de los hipnotizadores y los pseudocientíficos, en el que la sociedad era descrita como un campo continuo de nodos y redes magnéticas muy similar al campo relacional de los animales o incluso de las plantas. Podría decirse que, en cierta continuidad con la subcultura pop de los 60, la cultura actual de la tecnología, la electrónica, Internet, el sexo y las drogas, abunda en la posibilidad de restitución de estos espacios premodernos, y que opera, a un nivel cotidiano, contrarrestando la abstracción que inevitablemente producen esas mismas tecnologías de la observación y el comportamiento alienados.
Fig. 2: MicrosoftPhoneTV, 2006. Procedencia www.trivialtv.com
Los dispositivos telemáticos generan espacio interpersonal, producen teatros espontáneos y plateas móviles. Se crean en su uso cordones umbilicales acústicos y visuales, es decir, formas espaciales intersubjetivas generadas desde el individuo híper-expuesto a la alienación tecnológica. El individualismo, el encierro en el ego y el hogar, es algo que podemos calificar como un necesario “invento” moderno. En realidad somos protésicos, tendemos a las extensiones sensoriales porque el cerebro humano funciona como los genitales, es decir, es social, parte de (al menos) el par, no del funcionamiento onanista sino de la cópula casi permanente y a ser posible orgiástica. Nuestro comportamiento, corporeidad y realidad material no imita la híper-fluidez de la información, sino, podría defenderse, más bien al contrario. El espacio de la híper-fluidez es, por tanto y al mismo tiempo, un agente conformador de la forma y un campo de posibilidades para eludirla en un ejercicio de autoafirmación: spectacula es el espacio (negro) propio del espectador. Aceptando el ser reduccionista e incluso banal, se propone la siguiente cadena de afirmaciones. Si el ilustrado XVIII fue el siglo que anduvo a vueltas con el paradigma de “lo natural” como tropo de la comunidad social civilizada y perfecta, el revolucionario XIX lo traicionó al ahondar en la subjetividad del individuo gracias a la indagación sobre “lo doméstico”, y el trágico XX se ha definido por “lo metropolitano” como figura definitoria principal. Entonces, ¿qué paradigma trópico sería el adecuado para la actualidad? ¿Acaso la espuma, tal y como propone Peter Sloterdijk? ¿Foam city y espuma social tras las eras de las burbujas y los globos? Espuma es una forma que hace alusión a cierta disolución, pero no a una disolución completa, sino parcial, mutable pero a la vez semi-estable, es decir, forma reconocible, aunque sea con dificultad. Debido a la ausencia de escala, o a su escala múltiple más bien, la espuma, como figura, puede llegar a niveles de configuración formal casi moleculares o burbujeantes en su escala micro, que superan con mucho las disoluciones burguesas o domésticas románticas decimonónicas, con las que guarda cierta familiaridad. En su escala macro, sin embargo, se acerca al organismo híperdesarrollado, al globo como forma única y total, de la que no se puede escapar, lo cual, a su vez, comparte ciertos rasgos de familia con las globalizaciones previas al dominio mundial del euro-dólar-yen como espacio único.
Fig. 4: Cibersexo con webcam, 2008
Platea estable
Manfredo Tafuri realizó una fascinante lectura de la historia de la escena en dos textos de importancia capital. El primero es Il Luogo Teatrale dall’Umanesimo a Oggi, el segundo Le avventure dell’avanguardia: dal cabaret ala metrópoli, La Scena come cittá Virtuale. En el primero, centrado sobre todo en el contexto italiano, describe la consolidación del edificio teatral (burgués) como “máquina de la visión” selectiva, enfrentada claramente a la escena medieval dispersa. En el teatro medieval la escena y la calle se identificaban como espacio único, el lugar teatral era una galaxia dispersa y apenas se diferenciaba el espacio del espectador de su espacio cotidiano, fuera casa o calle. Por tanto, no existía una gran distancia entre teatro y ciudad, o dicho de otro modo, arte y vida. El arte y el teatro se producían por intensificación momentánea de la vida o de la ciudad y la experiencia urbana. Con los primeros teatros de corte italianos, localizados en los patios principescos, el público es, por primera vez, “seleccionado”, con lo que se abre la cesura que la vanguardia siempre tenderá a recoser. Nótese que por tanto la primera operación es ya una interiorización, en este caso física y material, el encierro del hecho escénico en un recinto acotado. No hace falta decir que se prescinde de una realidad algo contradictoria: que, con anterioridad a todo ello, y ya en el teatro griego, se produjo ese fenómeno de la selección del público y el encierro virtual. En el teatro griego el público estaba clasificado por clanes y sexos. Tafuri prescinde de este dato para situar su inicio en los “luoghi deputati”, y poder validar mejor su tesis.
Fig. 5: Jacques Callot, serie de grabados La Guerra y la Belleza 1616, la Plaza de Santa Croce, Florencia
La culminación del teatro burgués con la popularización de la ópera italiana viene a coincidir con los primeros síntomas de agotamiento del modelo: la vanguardia postromántica condena el edificio teatral y retorna a la calle, a la ciudad. La Modernidad teatral arrancaría con la Annunziata de Brunelleschi de 1435, y equivaldría a un proceso de distanciamiento de la escena múltiple, es decir, a una reunificación del espacio del espectáculo y, con ello, a la formulación de un lugar fijo del espectador, la platea estable. En esta pieza teatral religiosa se unifican, por primera vez, todas las escenas en un único espacio arquitectónico, el interior de la iglesia decorado a tal efecto. La escena múltiple estaba asociada a la calle y la ciudad, a lo efímero y por todo ello, a la ausencia de platea, o mejor dicho, a la platea espontánea móvil. Teatro y ciudad aparecen atados, siendo el primero el laboratorio de pruebas de la segunda. La unificación del espacio del espectáculo implica la necesidad de creación de espacios propios, de teatros, con lo que se opera un aislamiento y encierro del hecho teatral en espacios separados de los de uso cotidiano, y especializados como máquinas de ensayo social. Así, primero se celebran espectáculos en los patios de los palacios y en edificios religiosos, y después comienzan a construirse edificios teatrales siguiendo los modelos de la Antigüedad, que además, se usaron como laboratorios urbanos para ensayar formas de ciudad que evocaban la civitas antigua y sus modos de vida en un proceso de aumento de control del espacio público por parte del poder económico y político. Más allá de las pugnas entre vitrubianos y antivitrubianos, entre defensores del punto de vista democrático los primeros y el privilegiado los segundos, las ciudades mostradas en perspectiva en las escenografías, fijas o efímeras, de estos nuevos espacios, tenían como misión el establecimiento de una continuidad total entre público y ciudad. Continuidad visiva garantizada por la perspectiva, continuidad emotiva garantizada por la recuperación del drama antiguo y finalmente continuidad ideal y política garantizada por los mecanismos ilusorios, cada vez más perfeccionados.
Fig. 6: Escenario múltiple en St Bartholomew Fair, Londres inicios del siglo XIX
De aquí hasta el telón cortafuegos del Schauspielhaus de Berlín de Schinkel de 1822, en el que una panorámica del Gendarmenmarkt mostrada en el telón tenía la clara misión política de construir la identidad germánica, en ese momento en proceso de consolidación en Europa, a través del tropo urbano de construcción de la capital imperial. Sin embargo, dicha continuidad ideal quedó encerrada entre paredes, contenida por las arquitecturas probatorias de los teatros y convertida en ilusoria. En su segundo texto teatral, Tafuri profundiza en este proceso, barriendo extensivamente casi todas las experiencias de la vanguardia escénica europea del cambio del siglo XIX al XX, y poniendo de manifiesto los intentos de gran parte de la vanguardia por “recuperar” ese lugar de síntesis perdida que ella misma se había encargado de poner de manifiesto, la calle, convertida ahora en metrópolis. La paradoja se produce porque mientras el teatro se encerraba en los nuevos edificios, y se codificaba como práctica estética y social, la calle dejaba de ser el lugar de la viscosidad y pasaba a ser el lugar de la ausencia de rozamiento. Lo uno se aleja de lo otro. Si los futuristas, tanto italianos como rusos, y los dadaístas, salen del edificio teatral ampliando sus barreras y volcándose literalmente a la calle, otros, como Gropius, Schlemmer y Piscator proponen el viaje inverso: el llevar la ciudad al teatro, recodificando los códigos teatrales recién destruidos para un fin ideológico que, por otra parte, Tafuri lee finalmente perfeccionado en la industria del cine de Hollywood y sus musicales, en total armonía con las lecturas de la Escuela de Frankfurt. Este texto de Tafuri describe, en suma, el proceso de “teatralización” del fenómeno metropolitano de la Modernidad (entendida como crisis permanente o como tragedia), concluyendo con unas visiones del Pabellón Barcelona de Mies van der Rohe como teatro metafísico, lugar de repliegue de la metrópolis, laberinto que impide el acceso al espectador: “lugar que rechaza ofrecerse como espacio”. Laberinto de imágenes y reflejos, por tanto vacío.
Fig. 7: El Cosaco Rojo, tren agit prop, 1920
Tafuri identifica el teatro en clave aristotélica como el lugar del alivio o erradicación del nerviosismo metropolitano una vez aceptado, es decir, como fenómeno meramente terapéutico o reactivo. Sin embargo, su cierre imposible en el que el espectador no encuentra “vacuna” propone una incógnita fascinante, a partir de la cual nada estaría ya claramente definido, dejando la puerta abierta a una forma de teatro proactiva. La pregunta es ¿existe un lugar del espectador después del pabellón Barcelona? Solo se puede decir que sí. Pero habrá que descubrir dónde, y qué forma tiene. La horma del zapato adquiría forma históricamente de dos maneras, una visual y la otra acústica. En algunas ocasiones pesaba más una, en otras la contraria, y en otras, incluso, se perseguía un equilibrio. Hay plateas como máquinas de ver, como prismáticos, lentes o mirillas secretas. Hay plateas como resonadores, vibradores sonoros o auriculares individuales.
Platea calle
En The Fall of Public Man, Richard Sennett nos ofrece un instrumental de trabajo enorme para intentar determinar la posible forma de la platea contemporánea. La identificación que establece Sennett entre ciudadano y actor en la gran ciudad europea del siglo XVIII es de vital importancia. Esa identificación supone un antes y un después en la concepción del público y por tanto, de la platea, de la forma que el público adquiere como organización de observadores que se atienen a unos códigos determinados. Ciertos usos urbanos produjeron ciertos cambios morfológicos en la ciudad moderna. Del mismo modo, esos mismos usos urbanos determinaron una idea de público para el espectáculo, así como una idea de espectáculo mismo.
Para nombrar los usos urbanos también podemos emplear la palabra rol. Los roles implican códigos de creencia, en la medida en que el que los desempeña los toma seriamente. En la gran ciudad, que aparece a mediados del XVIII, es donde con más intensidad se produjo la identificación del actor con el ciudadano, y de la experiencia urbana con la experiencia teatral, pudiendo llegar a decirse que ambos eran medios equivalentes. Entre otras posibles fuentes, Sennett se centra en el vestido y los códigos del ropaje. Hacia 1750 el cuerpo es tratado como un maniquí, y apenas existe diferencia entre el vestido empleado en el teatro y el empleado en la vida pública cotidiana, lo cual es un síntoma de continuidad calle-platea. El vestido es un disfraz, el cuerpo un soporte o juguete sobre el que se inscriben narraciones parciales y festivas breves, fugaces, que no tienen en absoluto el objetivo de transparentar la personalidad del portador, puesto que, como disfraz, el vestido nunca es igual a sí mismo. La personalidad o el yo trascendían las apariencias por completo. Cien años más tarde el código de vestuario se ha invertido, y en 1850 el vestido empleado en la calle sirve como vehículo de comunicación lingüística, codificada, y no como juego o forma de arte, libre de código. El vestido comienza a mostrar nuestra personalidad real, estable, auténtica. El problema radica en que lo que se opera sobre el vestuario es una represión expresiva, porque lo que se persigue es la discontinuidad entre lo público y lo privado, de modo que la personalidad pública se convierte en personaje, mientras que en la esfera íntima se encuentra la persona. En la calle, como en la platea, las conductas, como el vestuario, se reprimen y normalizan, en paralelo al proceso de interiorización del espíritu trágico canónico y de la idea de catarsis y descarga emotiva. Este proceso, lógicamente, afecta profundamente a la formalización del espacio de platea de los teatros. La máquina de coser aparece en 1825, y hacia 1840 se inicia el proceso de normalización del vestir público urbano, el camino hacia la neutralidad expresiva. Por tanto, en cien años se ha pasado del vestido disfraz al vestido máscara, dos conceptos de hombre-actor muy diferentes, el primero libre en su juego, el segundo subsumido en un marasmo de reglas.
Fig. 9: Diseño de abanico de mediados del siglo XVIII
Del hombre natural al hombre social, o lo que es lo mismo, del hombre al actor. La consolidación del fenómeno metropolitano, desde mediados del XVIII en adelante, produjo algo esencial para el teatro: la oposición entre vida pública y vida privada. El comportamiento del ciudadano en público comienza a equivaler, a todos los efectos, a una representación teatral. De ahí la obsesión decimonónica por lo doméstico, por generar códigos sobre lo doméstico que pudieran adquirir el mismo peso que los códigos de lo aparencial o metropolitano-callejero, de ahí el repliegue del ego hacia los interiores, con el objetivo de contrarrestar el malestar que experimenta el hombre-actor, el ciudadano moderno que ha dejado ya de ser “natural” y de expresar sus emociones de modo orgánico en la esfera pública. A mediados del XVIII se empieza a codificar el público y la platea como algo formalizado y nítidamente separado de la escena, exactamente en 1759. Se trata por tanto de un proceso de aislamiento de la obra de arte en sí misma y de separación que culmina con Wagner y su máximo logro: la oscuridad, la desaparición del público, de su presencia y corporeidad. El hecho teatral se temporiza, hay momentos de protagonismo del público, la entrada a la sala, los intermedios y la salida, y hay momentos de protagonismo de los actores, la obra misma. Antes de esa fecha el concepto mismo de lo teatral era, por descontado, mucho más difuso, y carente de esa alta codificación temporal y comportamental. En 1759 se eliminaron los asientos para público del escenario. Antes de esa fecha, la escena era, en ocasiones, un lugar compartido por actores y público, un público que se sabía observado, y ante lo cual mostraba todo menos incomodidad. El público sentado en el escenario mostraba abiertamente las emociones suscitadas por los acontecimientos de la obra, ante la visión del “otro” público del patio o de los palcos.
Fig. 10: Derecha Morris Kowalski, New York 1910, resto de modelos y fotógrafo desconocidos
Ni la oscuridad ni la visibilidad perfecta parecían ser necesarios para la creación de verosimilitud. Por lo tanto, el hecho teatral, antes de codificarse como hecho estético autónomo, no suponía ningún retiro perceptivo, ningún apartarse de la vida real para sumergirse en una vida ficcional, interior, sugerida por la acción teatral. Es decir, ilusión y realidad no eran contradictorios, porque el teatro no suponía una “suspensión de la percepción” en modo alguno. Primer paso por tanto, separación de público y actor en el espacio. En 1781 la Comédie Française se muda a una nueva sala en la que, en el patio, se instalan sillas sobre un plano inclinado, generando un sistema llamado progresivo, de bancos corridos para el público. Con ello se produce una importantísima novedad, el silencio, que es el segundo paso hacia la eliminación de cualquier obstáculo entre espectador y espectáculo, otro síntoma de autonomía de la escena y por tanto, la primera definición del público como algo separado de los actores por completo. El obstáculo acústico, como en igual medida antes lo fue el visual, tiene el riesgo de producir cortocircuitos espaciales entre los espacios del espectador y del actor, es decir, agujeros negros. Antes de la introducción del sistema progresivo, el patio era un hervidero de actividad, tanto social como corporal y acústica. Segundo paso pues, silenciamiento del público, negación de su presencia sonora. Esta imposición de la disciplina del silencio queda ligada también a la democratización del espectáculo teatral y al aumento de aforo, que dificulta la gestión de las emociones en el espacio platea. Se hace necesario, precisamente, ejercer una gestión emocional del público, que lleva a su exclusión paulatina del espectáculo. Tal y como escribe Sennett: “el público nunca era libre de abandonar la música porque la música nunca acababa”. Los pasos sucesivos son obvios. Primero, aumento de la visibilidad con la equiparación absoluta de los puntos de vista, eliminando el punto de vista privilegiado o perspéctico. Segundo, mejora de la acústica, produciendo un único espaciocampana de resonancia en consonancia acústica con la igualdad de puntos de vista, es decir un equivalente del abanico visual democrático en su vertiente sonora. Tercero, ocultación del mecanismo emisor de sonido, la orquesta. Cuarto, oscuridad total de la sala. Y así, en unos cien años de recorrido por los diferentes y sutiles, aunque unidireccionales cambios, llegamos a Bayreuth, donde el divorcio físico entre público y escena es pleno para perseguir precisamente lo opuesto, una fusión profunda, a nivel subjetivo, individual y psíquico, del espectador y del actor, hacia la domesticación absoluta.
Platea doméstica
El nivel de privatización o interiorización del fenómeno espectacular adquirido en Bayreuth es algo que hemos asumido con absoluta naturalidad desde entonces. Para nosotros, sujetos contemporáneos, la oscuridad, real o virtual, el silencio y el aislamiento son indisolubles y equivalentes del concepto teatro. El nivel de atención o de escucha interior que se nos demanda como público desde el teatro ha sido, desde Wagner, cada vez mayor. John Cage incluso nos exigió que escucháramos el silencio, en un más difícil todavía al que sólo parece poder accederse desde el zen y el tiro con arco (de nuevo a través de disciplinas), haciendo de la escucha un acto filosófico, nada más alejado de la realidad y del disfrute de la escucha natural. Con ello, al público se nos ha asignado un rol determinado en la ceremonia teatral de obediencia creciente. Al mismo tiempo, y divorciado de todo ello, se ha venido desarrollando un concepto paralelo, el de platea doméstica. Sennett lamenta, con razón, que la vida pública y la vida privada se hayan separado como síntoma inequívoco de la Modernidad, sin caer por ello en las lamentaciones de Rousseau, que detestaba la vida metropolitana por considerarla alejada del paradigma natural hombre-junto-a-otrohombre. Si la Modernidad ha explorado, desde diversos puntos de vista morales, el fenómeno metropolitano, insistiendo en que lo político pasa necesariamente por lo público, ha olvidado, con ello, otra noción de lo político, lo político privado, doméstico, íntimo. Al desarrollo e híper-desarrollo de lo metropolitano le ha seguido y en paralelo, un híper-desarrollo de lo doméstico, de retiro a lo íntimo, como contrafigura del proceso de despersonalización. El teatro se ha supuesto como un lugar posible de síntesis ilusoria de esos dos territorios o espacios divorciados entre sí, de esas dos facetas del hombre social, el hombre público y el privado. Como tal y posible lugar de síntesis el teatro (como forma artística convencionalmente aceptada) ha fracasado estrepitosamente, porque no ha hecho sino agudizar la cesura, mientras que el concepto de espectáculo (como forma banal espontánea) ha vencido, absorbiendo en sí al consumo y con él, estableciéndose como único espacio “real”.
Fig. 11:John Cage, David Tudor, Gordon Mumma, Merce Cunningham y Barbara Dilley, Variations V 1965. Foto Herve Gloaguen. John Cage Trust.
El fracaso se ha debido a que la cultura teatral burguesa, desde su nacimiento, se ha ocupado más por perfeccionar los mecanismos ilusorios, es decir de construcción de verosimilitud, que por cuestionar la idea misma de síntesis y de ilusión, que únicamente las vanguardias (a-históricas) han atendido como tema principal e incluso único a lo largo de toda la historia del teatro. ¿Podría recuperarse el espectáculo desde lo híper-doméstico, a través de la utilización de las plateas dispersas, íntimas e individuales que conforman espumas de afinidad? Estas “formas” de agrupación se manifiestan en la creación semi-espontánea de nuevos espacios de asociación humana no necesariamente ligados al par producción-consumo, el lugar en el que la cultura teatral tiene que insertarse como espacio privilegiado de asociación espontánea. Peter Sloterdijk plantea algo interesante en su trilogía de las esferas, una vuelta al origen mismo, a la esfera elemental o microsfera, el espacio de la pareja, para intentar salvaguardar la idea misma del agrupamiento de humanos con humanos. Se propone aquí operar una posible simetría, en el espacio y en el tiempo del teatro, buscar el equivalente a la microsfera en la platea íntima, la platea butaca, la platea puesto informático y tantas y tantas otras formas platea que nos brinda nuestra contemporaneidad. Nuestra cultura actual ha asimilado ya y por completo la telerrealidad. Con ello y hoy más que nunca, el sujeto contemporáneo es actor desde que su nacimiento es filmado, su vida es toda espectáculo y con ello, toda pública. Los tiempos de protagonismo son móviles, solapados o basculantes, de modo que los roles de observador y observado oscilan constantemente entre sí, haciéndose intercambiables y con ello idénticos o indiferenciados. La profecía de Beuys se ha realizado, todo ser humano es un artista (social, teatral). Más que aislarnos progresivamente, las tecnologías y los nuevos espacios ficcionales nos han arrebatado lo privado lanzándonos por completo a la esfera pública, tanto real como virtual, y hoy nadie soporta estar solo con su propio yo.
Fig. 12: Fotograma de The Truman Show, Peter Weir 1998, Paramount Pictures.
Platea móvil
El Palais Garnier demostró algo importante, que los comportamientos del público que acudía a sus funciones habían cambiado notablemente respecto al pasado. El público había aumentado notoriamente la propia conciencia de su presencia, y el impacto que ésta ejercía en los demás. El público se definía, tal y como recoge el propio Garnier en su libro Le Théâtre, como “la foule”, muchedumbre en movimiento, de modo que parecía perfectamente natural y orgánico que mimetizara los protocolos de comportamiento metropolitanos. El público perdía la conciencia de estar pasando un umbral al atravesar las puertas del foyer, porque ese límite psicológico ya había dejado de existir. De hecho la arquitectura del teatro puede leerse en ese sentido, una máquina que minimiza la conciencia del límite, que facilita la entrada y salida, el desplazamiento, el movimiento calculado y más o menos dirigido, aunque siempre dando lugar a la aparición de lo inesperado. Con ello, Charles Garnier elimina la platea al inaugurar su teatro en 1875. “En el siglo XVIII, cuando las gentes hablaban del mundo como un teatro, comenzaron a imaginar un nuevo auditorio para sus actitudes: unos a otros. (…) Y en tiempos más recientes esta identificación de teatro y sociedad ha sido continuada en la Comedia Humana de Balzac, en Baudelaire, Mann y, curiosamente, en Freud”. Richard Sennett, The Fall of Public Man.
Fig. 13: Foyer del Palais Garnier (1872), grabado de Le Monde Illustré, enero de 1875
Más adelante se cita a Goethe describiendo su experiencia corporal cruzando las calles de Nápoles: “Abrirse camino a través de una muchedumbre inmensa y en constante movimiento es una experiencia peculiar y saludable. Todos se funden en una gran corriente, pero cada uno logra encontrar el camino hacia su propio objetivo. En medio de tanta gente y de toda su agitación, me siento en paz y solo por primera vez. Cuanto mayor es el clamor de las calles, más tranquilo me siento”. Para los observadores de la vida moderna en la gran ciudad, la masa unida al movimiento produce un fenómeno claro: la apatía del cuerpo, su pérdida de sensibilidad táctil podría decirse. Es un clásico y un lugar común que se ha venido observando desde mediados del XVIII en adelante. En un contexto metropolitano, sólo entre la muchedumbre se encuentra el yo, aún más que entre las paredes del hogar. Sin embargo, la estrategia para lograr ese distanciamiento de la masa y negarse a ser subsumido en ella es únicamente posible, y paradójicamente, proyectando ciertas características de lo doméstico sobre lo público. Sentirse en casa en medio de la hostilidad se logra aplicando valores domésticos y privados al dominio espacial público. En Carne y Pierda leemos: “La comodidad es un estado que asociamos con el descanso y la pasividad. La tecnología del siglo XIX fue extendiendo esta clase de experiencia corporal pasiva. Cuanto más cómodo se encontraba el cuerpo en movimiento, tanto más se aislaba socialmente, viajando solo y en silencio”. Aquí Sennett advierte algo importante, que el aumento de la comodidad en el transporte avecina progresivamente el espacio público móvil al agradable espacio doméstico en cuanto a su grado de confort, pero también que al aumentar la sensación de estar cómodo, el ciudadano no siente ya la necesidad de sociabilidad típica del espacio urbano, pudiendo decirse que el espacio móvil del transporte se domestica en ese sentido.
Fig. 14: Juan Carlos Robles, Cebra 2001, c-print sobre metacrilato. Galería Oliva Arauna, Madrid.
Comodidad unida a silencio y a mirada desinteresada o fuera de foco, el viajero, cómodo en su sillón, no hablaba con nadie, no establecía comunicación verbal e incluso, evitaba la comunicación visual desviando su mirada del resto de miradas, es decir, negaba su pertenencia a la esfera pública, su condición de actor: “El vagón de ferrocarril, lleno de cuerpos apretados que leían o miraban en silencio por la ventana, marcó un gran cambio social que se produjo durante el siglo XIX: el del silencio utilizado como una protección de la intimidad individual”. Esta descripción del individualismo metropolitano, del aislamiento sonoro del yo, sigue siendo dominante hoy día. Sin embargo, la manera de sentarse americana, en silencio, en soledad, y visualmente esquiva, ¿acaso no ha cambiado radicalmente hoy día? Soffia Coppola lo retrata en Lost in Translation, donde los dos turistas americanos se encuentran perdidos en el laberinto de la extranjería cultural, generando entre ellos, y de nuevo, un espacio negro bipolar ajeno al espacio sígnico del Japón contemporáneo pero producido precisamente por ese laberinto y su poder excluyente. En la actualidad nuestros trayectos en platea móvil se han visto enriquecidos, una vez más, gracias a la tecnología. El desarrollo de dispositivos de escucha y visualización, reproductores DVD, reproductores MP3, teléfono móvil y conexión a Internet sin cable, han propiciado que la escena del transporte no pueda describirse en los mismos términos que emplea Sennett en su historiografía social. En un vagón de tren en la actualidad o en una cabina de avión hay de todo menos silencio, aislamiento y miradas esquivas. Hay conversaciones o monólogos constantes, melodías tarareadas, silbadas o incluso coreografías instantáneas y sonrisas cómplices o llantos solitarios. En Sociedades movedizas: pasos hacia una antropología de las calles, Manuel Delgado habla de dos tipos de ciudad, la una de las implantaciones y la otra de los desplazamientos, que se superponen en una estructura de bolsas y redes.
Fig. 15: Un viaje en tren 2008
La ciudad de las implantaciones sigue una “lógica de territorios”, mientras que la de los desplazamientos sigue una “lógica de superficies”. Quizás se pueda afinar aún más esa distinción espacial hablando de recinto en el primer caso, y de platea en el segundo. En este sentido sería posible establecer una “dramaturgia de la vida pública”, en la que falta un guión puesto que los avatares y las situaciones se están escribiendo a medida que se suceden en su propio movimiento. La mirada o la escucha en estos espacios es una mirada-escucha necesariamente móvil, esquiva y múltiple, porque “sentir y moverse resultan sinónimos”, justo lo contrario de la mirada-escucha sostenida, concentrada e inmóvil de la butaca del teatro o de cualquier recinto. La mirada-escucha de la platea móvil es un campo visual-acústico-sensorial casi puro y total, donde la realidad se construye, exclusivamente, a partir de su apariencia, de modo muy similar a la calle-teatro que describe Sennett en el París de 1750. Una posible hipótesis es que esa dualidad dentro-fuera, privado-público, hombre-actor, ha vuelto a romperse, y que la situación del cuerpo como maniquí que describe Sennett está de nuevo ahí con toda su fuerza. En este caso, habría sucedido una operación en reverso a la de la domesticación del espacio característica de los procesos metropolitanos de la Modernidad: su apertura pública a través de la invasión de lo público en el hogar, es decir, un derrame de la esfera pública en el hogar que ha llegado a producir la casi anulación de lo íntimo y su volcarse a la calle. La invasión de la platea en el hogar, en nuestra esfera íntima, se ha producido a través de la tecnología y, con su uso sistemático, se ha operado un antes previsible y ya visible cambio de comportamiento social de las personas, que vuelven a ignorar, hasta cierto punto, el límite que separa la esfera íntima de la pública, extendiéndose así la capacidad exhibicionista de todos los ciudadanos que acceden a las tecnologías avanzadas de comunicación.
Platea espuma
Podríamos proponer, con Sloterdijk, “invernáculos sin paredes”. La cohesión entre humanos, la generación de platea como forma primigenia de asamblea, no necesita paredes, o mejor dicho, se produce a pesar de la existencia de paredes. Con el aislamiento material no se fomenta la asamblea. Pueden darrse entonces nichos ecológicos como espacios de cohesión interpersonal sin paredes. Reyner Banham, en A Home is Not a House, propuso en 1965 junto a Francoise Dallegret su casa burbuja como materialización tecnológica del espacio térmico, el que genera el campamento alrededor del fuego, donde el cercado es estrictamente ambiental, atmosférico, híper tecnificando así el propio cercado térmico ancestral. De ese proyecto Sloterdijk bien podría decir que “en sus módulos más simples los grupos sociales son comunas amnióticas”. Sin embargo la tecnología es material, y los espacios que produce son de carácter estrictamente teatral: lábiles, efímeros, necesariamente corpóreos y por todo ello, tangibles, manipulables, proclives a ser proyectados, compuestos y experimentados de igual modo como lo ha sido el espacio arquitectónico. El teléfono móvil ha cambiado progresivamente las conductas urbanas, desparramando porciones de privacidad en la calle y en cualquier lugar donde se emplea, generando asamblea con un invisible-audible y estableciendo platea a su alrededor. La facialidad es una forma primigenia de comunicación, la mímica, y todo aquello contrario al silencio la produce, y produce así espacio interfacial. El peep-show cibernético ha convertido en actores a los usuarios. El mostrarse no puede leerse en la única dirección del narcisismo. “En la espuma rige el principio de co-aislamiento, según el cual una y la misma pared de separación sirve de límite en cada caso para dos o más esferas”. Peter Sloterdijk, Esferas III, Espumas. Esto implica que una burbuja siempre comparte “pared” con, al menos, otras dos, pero manteniendo su capacidad de aislamiento. Las tecnologías de la comunicación se basan en el establecimiento de canales de espacio con caducidad. La burbuja tecnológicamente asistida comparte pared permanentemente, pero pared que se hace y deshace constantemente. La platea estable, encerrada y suspendida, tan ferozmente defendida por Diderot bajo la advocación de un posible “Gran Animal político” referencial (el estado democrático moderno), realizaría operaciones que traicionan las “originarias especialidades propias de la convivencia”, porque se persigue la generación de un supercuerpo social, total, que comprime en estructura analógica algo que, paradójicamente, debiera crecer de modo natural, una forma de tejido socio-cultural no acotado espacialmente, sino espacializante en su existir y darse en el mundo.
Fig. 16: Reyner Banham, Casa Burbuja 1965
Dando la vuelta a Kant, el espacio no es lo que permite a los humanos estar juntos, sino que es la posibilidad de estar juntos, y el hacerse hecho, lo que crea y define espacio, porque el espacio nunca puede ser a priori, y por tanto, solo puede ser definido una vez que se genera y experimenta, ya que con anterioridad no existe, tal y como defiende Sloterdijk: “Sólo porque hay una conformación psíquica de espacio, alias comunicación, antes de la asociación social, es posible la participación en reuniones ulteriores”. Sin embargo la sociedad urbana espumificada no se identifica con las múltiples e-topías que, sistemáticamente, pasan por alto la materialidad del espacio-e. Se elude algo que es tan característico de la contemporaneidad como pueda serlo la absolutamente falsa inmaterialidad de la red: la tendencia asamblearia, así como se elude también la ecuación entre trabajo y espacio, llamando eufóricamente a una forma de trabajo y de producción que parece no necesitar el espacio físico, ni tan siquiera para almacenar bienes o productos, cuando está demostrado que esos espacios aparecen masivamente en las sociedades más avanzadas, quedando en muchos casos fuera de los discursos sobre el espacio urbano, como si no formaran parte de nuestro medio construido. Para Diderot el público no existe, a pesar de que su espacio, la platea, esté perfectamente materializado, porque propone al actor que imagine un muro como si el telón no se levantase. Si esto es posible, y siglos de tradición teatral lo prueban y avalan, se propone justamente lo contrario: es el actor el que no existe, y el espacio del espectador no está perfectamente materializado. Sloterdijk habla de la “isla absoluta” como un espacio nautilus, móvil, una especie de estación espacial o “receptáculo autógeno”, que suena a priori a wagneriano customizado o a medida. Lo que no dice es que a este espacio, que es el único, al parecer, construible, la única arquitectura posible, hay que practicarle agujeros negros, dando así lugar al teatro. El teatro como isla absoluta es el lugar donde se generan prótesis o implantes de la vida en lo inerte. En ese sentido, el consumidor de telerrealidad o de cibersexo produce platea-arquitectura y hace teatro.
Fig. 17: Donald goes to the Movies. Disney Channel 2008.
Si no se observa el muro que proponía Diderot, entonces con cada mirada se produce un túnel de espacio intersubjetivo entre humanos de tipo teatral: la observación, en este caso mutua, aunque furtiva, que genera espacio-platea. La platea, bajo cualquiera de las formas que se han descrito aquí, aparece allí donde se dé cualquier forma de espacio intersubjetivo, es cualquier forma de estar juntos en el espacio, desde el mínimo espacio interfacial (la mirada tangente o el guiño disimulado) hasta el máximo espacio de comunión colectiva, el rito, incluyendo el rito del teatro, que a su vez incluye al anterior-mínimo cuando se desliza la mirada desde la escena a la butaca de al lado y se deja ahí posada por despertar súbitamente nuestro interés. Por eso, porque nos miran en lugar de darnos la espalda, y no por otra cosa, Las Meninas producen platea.
Bibliografía
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Reyner Banham, «A Home is Not a House», en la revista Art in America 1965