La década de los ochenta asistió al nacimiento de la danza contemporánea en España, pero no sólo a su nacimiento, sino a un proceso de maduración y transformación rapidísimo. La necesidad de recorrer en pocos años el camino andado por otras culturas a lo largo de varias décadas generó numerosas confusiones, siendo la principal la consideración bajo la misma categoría de la danza contemporánea como tal, es decir, aquella que desde hace años podemos ver canonizada en la compañía nacional de danza o en el trabajo de compañías muy consolidadas, y de la danza que persiste en la búsqueda de nuevos modos y nuevas formas de afrontar la experiencia de lo contemporáneo. En Madrid, algunas coreógrafas situadas en esta última línea han preferido romper el equívoco asumiendo la nomenclatura de ‘nueva danza’.

En 1995, seis coreógrafas, Blanca Calvo, La Ribot, Olga Mesa, Elena Córdoba, Ana Buitrago y Mónica Valenciano, formaron el colectivo U.V.I., al que luego se añadió el sobrenombre de «La Inesperada». Blanca Calvo y La Ribot habían dirigido entre 1985 y 1988 la primera compañía de danza contemporánea en Madrid, Bocanada, a la que también pertenecía desde su fundación Olga Mesa y con la que colaboró en cierto modo Mónica Valenciano. Una década más tarde, la nueva asociación se planteó otros objetivos: durante dos años invitaron a jóvenes bailarines y artistas de diversas disciplinas a trabajar conjuntamente en talleres de creación, cuyos resultados eran presentados periódicamente a modo de trabajos en proceso en diferentes espacios, entre ellos el Teatro Pradillo. U.V.I.-La Inesperada surgió, pues, como una asociación informal con la intención de intercambiar ideas, buscar cómplices y transmitir a las nuevas generaciones de bailarines los nuevos lenguajes elaborados en los años previos: a falta de escuelas para la nueva danza, las propias creadoras asumieron la tarea al margen de cualquier planteamiento institucional. Destaca en la propuesta de U.V.I.-La Inesperada la voluntad de profundizar en los procesos creativos también de forma colectiva y la atención a la investigación pura que no se resuelve en espectáculos acabados, sino en presentaciones concebidas en muchos casos como sesiones de improvisación (algo que conecta con la idea que Carlos Marquerie, como director artístico del Teatro Pradillo, había puesto en práctica invitando a algunas de las coreógrafas aludidas y a otras y otros, como Ángels Margarit, María Muñoz, Pep Ramis, Francisco Camacho, Ruy Nunes y Paco Maciá, para que se lanzaran a una sesión de improvisación abierta al público).

En 1997, U.V.I.-La Inesperada (de la que se había desmarcado Elena Córdoba) dio prioridad a un proyecto de programación denominado Desviaciones, elaborado con el propósito de cubrir el vacío de presentación de espectáculos de nueva danza existente en Madrid y al mismo tiempo de seguir buscando cómplices, en este caso internacionales, a la vista de la escasa sensibilización de las instituciones competentes ante estos modos de creación escénica. El éxito de Desviaciones en sus dos ediciones ha permitido no sólo la proyección interior y exterior del colectivo, sino la consolidación de la asociación, apoyada ya no meramente por afinidades personales y de gusto, sino por la conciencia de una coincidencia de intereses concretos y  planteamientos creativos y estéticos que poco a poco se va formalizando.

En la última edición de Desviaciones, la preocupación por encontrar una ubicación más precisa y al mismo tiempo establecer las bases para una reflexión teórica sobre el propio trabajo animó a la organización a proponer una serie de coloquios y mesas redondas en que desde muy diversos puntos de vista (la crítica de danza, el performance art, la historia del arte, la programación…) se abordó la problemática profesional y estética que afecta a la nueva danza. El resultado es que hoy podemos empezar a tratar de la nueva danza con una mayor claridad de ideas y atrevernos a esbozar una especie de diagrama en el que situar el trabajo de estas coreógrafas.

Pensando con el cuerpo

Podría parecer redundante intentar definir la especificidad de la nueva danza aludiendo al cuerpo, instrumento básico de la danza en sí. Sin embargo, hay algo en el tratamiento del cuerpo que distancia la propuesta de estas coreógrafas de otras muchas propuestas de danza contemporánea. Salta a la vista, en primer lugar, el formato de las piezas: el hecho de que casi todas trabajen en solitario o en compañía de muy pocos intérpretes puede sin duda explicarse atendiendo a causas de tipo económico, pero al mismo tiempo contribuye a acentuar la identidad entre creadora y cuerpo ejecutor; la consciencia de tal identidad propicia una focalización sobre el propio cuerpo, sobre su movimiento, sobre su pensamiento, que supera a cualquier otro interés, estético, rítmico o conceptual. Se diría que la nueva danza se constituye ante todo como un pensamiento del cuerpo, como una tentativa de indagar sobre esa forma en que el cuerpo piensa que escapa a nuestra consciencia habitual.

El cruce de la danza y el teatro con el performance ha posibilitado un tipo de discursos escénicos situados en una zona transdisciplinar, donde los intérpretes han dejado de ser meros ejecutores para convertirse en personas que piensan con su cuerpo. Fascinados por la posibilidad de trabajar ya no con instrumentos de reproducción y ejecución, sino con instrumentos que amplían su propio pensamiento más allá de la individualidad, los creadores escénicos se han lanzado apasionadamente a un trabajo que transciende las fronteras de los géneros y rehúye la identificación de lo escénico con el mero divertimento.

Quienes asistieron en 1968 a la primera versión de Trío A. La mente es un músculo, de Yvonne Rainer, no pudieron dejar de advertir que a partir de entonces la danza habría de convertirse también en un modo de pensamiento. La indiferenciación de intérprete y coreógrafo en la danza de los sesenta alteró la concepción del bailarín como mero cuerpo ejecutor para aproximarla a la de cuerpo creador. No es de extrañar que fuera la generación de Yvonne Rainer la que, siguiendo el magisterio de John Cage y Ann Halprim iniciara ese fascinante mestizaje de danza y ‘happening’, en primer lugar, y danza y performance o danza y teatro algo más tarde.

Desde entonces, los caminos de la danza han sido muy diversos: algunos han recuperado la técnica, otros la emoción, la teatralidad e incluso el histrionismo. Pero lo que en todos estos años no ha desaparecido es la idea de que la danza puede ser algo más que una composición armónica de movimientos destinada a ilustrar la música, agradar a la vista o sorprender con sus retos a las limitaciones físicas del común de los mortales.

La concepción de la mente como músculo y del pensamiento como algo que circula por el cuerpo ha vuelto a funcionar de manera productiva en los últimos años tanto en el ámbito de la danza como del teatro. Los integrantes del grupo Legaleón teatro redactaron en 1994 un manifiesto en el que apropiándose de la «Receta para un libro», de Henrique Monteagudo, hablaban, entre otras cosas de «la sintaxis del cerebro magullado». En el espectáculo que presentaron ese mismo año, El silencio de las Xigulas, basado en textos del músico, poeta y vídeo artista Antón Reixa, otra frase era pronunciada recurrentemente por los actores: «¡Eusebio!, ¡Eusebio!, el pensamiento ¿va por dentro de las carnes?». Y a juzgar por el tipo de partituras gestuales y propuestas visuales de esos mismos actores, la respuesta de Eusebio, si es que hubiera existido o hubiera estado allí, habría debido ser positiva.

Que existe un hueco entre la emoción y el pensamiento donde se produce algo que no es posible transmitir ni con el mero movimiento ni con la palabra sola es algo sobre lo que ya llamaron la atención algunos creadores de la vanguardia histórica; entre ellos los expresionistas, cuando al intentar decir con el cuerpo aquello que no podían decir con la boca, inventaron el ‘patetismo’, un modo de interpretación basado en la tensión física y el extatismo anímico que contagió sin duda las danzas de Mary Wygman e incluso de Marta Graham.

Más adelante los surrealistas buscaron en los procesos descontrolados del cerebro dormido o el instinto desbocado la materia prima para su creación. De todos ellos, fue sin duda Antonin Artaud quien más lejos llegó al proponer para el teatro la búsqueda «de una especie de lenguaje único a medio camino entre el gesto y el pensamiento», y esto mucho antes de su internamiento en Rodez, donde definió la palabra como el músculo de la lengua, la respiración y el movimiento de las mandíbulas, al tiempo que proclamaba: una vez aceptado que «entre mi cuerpo y yo no hay nadie / y mi único signo es que soy mi cuerpo y nada más, sin alma ni pro-creación, IDEA, / no, / pero / en mi estómago / porque / él es toda mi voluntad sin interrogación interior.» La palabra es el músculo de la lengua, la respiración y el movimiento de las mandíbulas.

No es de extrañar que el crítico D.-A. Guéniot calificara Esto no es mi cuerpo, de Olga Mesa, como «danza de la crueldad»,  fascinado por el modo en que la coreógrafa arrancaba de lo más profundo de su carne el sentimiento y la memoria que afloraban en escena. La propia Olga Mesa manifestaba en su presentación del espectáculo su interés por aproximarse «a lo que piensa el cuerpo y lo que siente el pensamiento» y confesaba: «Me ha interesado mucho investigar sobre la frontera que separa a nuestro cuerpo entre el consciente y el inconsciente y en cómo se comporta el ser humano cuando duerme». En el espectáculo podíamos asistir alternativamente a la proyección de una filmación acelerada de la propia Olga durmiendo en su cama y a la violencia implícita en el sometimiento del cuerpo a posiciones forzadas o ejercicios que ponen de manifiesto la propia limitación física o en la negación del mismo a base de presiones sobre mejillas, caderas, vientre o culo.

Qué lejos quedan estos procedimientos de los imaginados en los años veinte por Bertolt Brecht para convertir la escena en un lugar de reflexión. El vitalista Brecht, enfurecido detractor de las prácticas expresionistas, había recurrido al humor y a la distancia como medios para conseguir que tanto intérpretes como espectadores mantuvieran una actitud serena y reflexiva frente a los acontecimientos que se representaban en el teatro. Imaginaba el dramaturgo que el intérprete sería capaz de separar claramente su acción de su pensamiento del mismo modo que cualquier ser humano dejar a un lado el sentimiento para aceptar lo racional.

Algunas décadas más tarde Heiner Müller demostraría dramáticamente que las pretendidas separaciones del joven Brecht no resultaban viables y que en cambio el ser humano, su historia y su arte, aparece más bien como un conglomerado de dimensiones incoherentes cuyos límites no pueden ser certeramente trazados. En esos años en que Heiner Müller escribía Mauser, Julian Beck y Judith Malina ponían en práctica (escénica) una síntesis peculiar de irracionalismo y constructivismo, gracias a la cual el pensamiento (también del cuerpo) pudo penetrar en zonas de la experiencia no exploradas por el viejo Brecht.

En esos mismos años la-os jóvenes Yvonne Rainer, Simone Forti, Steve Paxton, Simone Forti, Trisha  Brown y Carolee Schneeman entre otra-os, se lanzaban a la aventura de la danza postmoderna. Como Brecht, confiaban en la posibilidad de introducir el pensamiento en la acción escénica, pero, como Müller, Beck y Malina, sabían que ese pensamiento no podía ser idéntico al del hombre o la mujer sentado-as ante a una máquina de escribir o en pie frente a un cuadro. El cuerpo no puede imitar los procedimientos reflexivos de la mente, debe encontrar su propio mecanismo desde el cual llegar a contemplar la mente no como el albergue del espíritu sino como un músculo entre otros músculos.

Al «motion from emotion» de Martha Graham no se opuso un «movimiento del pensamiento»: no se trata de pensar un movimiento, ni de moverse para pensar, sino, en palabras de Mónica Valenciano, «poner los pensamientos en movimiento». El movimiento ya no resulta, pues, de la partitura rítmica, ni de la composición visual, ni de la estructura dramatúrgica, y mucho menos de la emoción, el movimiento es en sí mismo un proceso de reflexión diverso al proceso de reflexión intelectual y sereno. Las viejas categorías dialécticas, en sus sucesivas reinterpretaciones a lo largo de la historia del pensamiento, son entonces sustituidas por otras categorías igualmente viejas en la historia del movimiento, pero a las que por primera vez se otorga valor reflexivo.

La concepción del cuerpo no como instrumento de expresión, sino como instrumento de pensamiento altera la relación, cuando se da, con los intérpretes, a quienes se concede un nivel de autoría muy superior al habitual en una compañía de danza. Pero, al mismo tiempo, favorece los trabajos en solitario o en dúo. En caso de espectáculos con  grupos más amplios, como Adivina en plata o Disparate nº 1 de Mónica Valenciano con El Bailadero o Desórdenes para un cuarteto de Olga Mesa, es evidente el interés de las coreógrafas por otorgar a los intérpretes una presencia personal más allá de su presencia como personaje o intérprete, presencia personal que es ante todo presencia corporal.

En esto, como en otros aspectos, la nueva danza se aproxima al arte de acción o ‘performance art’ y se aleja al mismo tiempo del teatro o de la danza contemporánea entendida como espectáculo articulado desde una imaginación rítmica y plástica que se distancia del cuerpo en el momento de la ejecución. La identidad con el cuerpo puede manifestarse en términos de ausencia, como en Solo para una mujer deshabitada, de Ana Buitrago, en términos de incapacidad, como en el en el reciente trabajo de Ion Munduate Lucía con zeta (su primer trabajo en solitario después de una larga colaboración con Blanca Calvo) o en términos de auténtica violencia sobre sí mismo, como resulta evidente en Esto no es mi cuerpo, de Olga Mesa.

Inestabilidad

Siendo la presencia corporal el principal asidero de la nueva danza a la escena, el resto de los elementos están marcados por la inestabilidad. La práctica de la desestabilización, del desequilibrio, la insistencia en las desviaciones dan lugar a una concepción de la danza más como espacio de encuentro y descubrimiento que como espacio de realización. Y en muchas ocasiones lo que se encuentra es lo sorprendente, lo inevitable, lo incontrolado, el accidente… la propia identidad.

La danza de Mónica Valenciano es una danza fragmentada, compuesta a partir de impulsos, de pasos truncados, de gestos retorcidos o contorsionados, de «pequeñas explosiones inesperadas». En sus coreografías de los primeros años, da la impresión de que Mónica estuviera constantemente afirmándose a sí misma y al tiempo dudando de tal afirmación. De ahí el «¡Aúpa!» que se dedica antes de salir a escena y convierte en título de la pieza, de ahí también las palabras que se le escapan en esos arrebatos de energía que tensan y destensan constantemente el movimiento y el tiempo escénico.

Lo aleatorio y lo lúdico añaden al desequilibrio físico un factor de desestabilización. Recurriendo a ello Mónica construye estructuras inestables, en las que puede pasar, con sólo cruzar una línea, de un estado a otro completamente diverso. Entronca así con una tradición que, procedente del ‘happening’ y de las teorías sobre la indeterminación de John Cage, ha ido golpeando una y otra vez las estructuras lineales o dramáticas del teatro y de la danza y proponiendo nuevas formas acordes a la experiencia de la dispersión de la mirada en la cultura contemporánea.

La idea de inestabilidad ha sido concretada por Mónica mediante una imagen plástica: «Las ventanas son para mí como una expresión de lo esencial y de lo absoluto, es aquello que resume mi coreografía. Hablo de lo que todos sentimos. Hay momentos que ejecuto físicamente en constelaciones y soy un bebe, y soy una Lolita, y soy un torero, y soy un payaso…» Aunque esta imagen podría dar pie a una interpretación de su trabajo en el contexto de la transformación de la mirada como consecuencia de la incidencia en lo cotidiano de los nuevos medios de comunicación, atendiendo a la intención de la coreógrafa habría que decir que su lenguaje, lejos de ser síntoma de la experiencia más evolucionada de la civilización postindustrial, tiene mucho más que ver con la experiencia más primaria desde el punto de vista perceptivo: es el asombro del animal, pero sobre todo del niño, cuando descubre una multiplicidad de estímulos sensoriales y afectivos diversos a su alrededor que aún es incapaz de ordenar: «Asomada de un empujón al espacio exterior a ese tiempo que se abre paso en la conciencia sorprendida con la boca abierta. La mirada perdida entre las líneas de las manos.»  (Recién Peiná, 1995)

En sus últimas propuestas, sin embargo, esa inestabilidad se ha trasladado del movimiento a la estructura del propio espectáculo, donde apenas encontramos ya secuencias coreográficas propiamente dichas y donde Mónica va asumiendo una función catalizadora, en segundo plano, observadora, quieta y tensa, dejando que por ella fluya toda la alegría y todo el dolor del movimiento de sus intérpretes. Éstos se desenvuelven en el marco de una estructura construida sobre los conceptos de azar y juego, que permiten las transiciones bruscas, el contraste, el grotesco.

Inestables son las imágenes propuestas por Blanca Calvo y Ion Munduate en Sangre Grande, como no podía ser menos tomando como punto de partida la dualidad y el «matrimonio de opuestos»; inestables por su brevedad las ocurrencias de La Ribot, que en algunos casos nos asaltan como extrañas piruetas que no se pueden sostener más tiempo del que la física permite; inestables los equilibrios forzados de Olga Mesa, que dan lugar continuamente a caídas, a descompensaciones bruscas del cuerpo; inestables en fin los discursos de Mónica Valenciano, hasta el punto de mezclarse, interrumpirse, confundirse, disolverse unos en otros.

En contraste con la inestabilidad y con la fragmentación de las piezas, encontramos una preferencia por el ‘tempo’ lento: secuencias de inmovilidad tensa, de silencio, de fijación de la imagen, espacios abiertos para la contemplación o para la reflexión, que llegan en algunos casos a anular no sólo el movimiento sino la acción misma, forzando al espectador a adaptar su percepción y enfrentarse a una propuesta plástica o visual (MMMM de Blanca Calvo o Más distinguidas 97), a sumergirse en un espacio acústico (Adivina en plata, de Mónica Valenciano), a introducirse en la conciencia de la propia carne con sus afectos y sus pasiones (Desórdenes para un cuarteto o Solo para mujer deshabitada), o en el interior de una entidad abstracta, pensante y sensible (Oh, Sole, de La Ribot).