Las dos últimas décadas han confirmado el lu­gar dominante que ha venido ocupando el teatro de grupo en el panorama del teatro brasileño. De modo especial en São Paulo, el teatro colectivo constituye un porcentaje significativo de la pro­ducción, así como representa también uno de los segmentos más estimulantes de la creación escé­nica.

Lo que hoy se llama teatro de grupo está só­lidamente afincado en una tradición que, en los años 60-70, consagró un nuevo modo de producir y crear, un modelo que no se confundía con el tea­tro de aficionados ni con las compañías de molde europeo, encabezadas por actores consagrados. Tanto el Teatro de Arena como el Teatro Oficina, a pesar de las evidentes diferencias entre sí, traje­ron a la experiencia teatral un sentido de asocia­ción cómplice, ideológica y artística, representado por elencos jóvenes movilizados por la decisión de abrir nuevos caminos y conquistar nuevos públi­cos. El Arena y el Oficina, cada cual a su modo, acuñaron el sentido de un teatro militante, com­prometido con el momento político y con un tea­tro a contramano del divertissement.

En la década de 1970, instalados plenamente la dictadura y sus esquemas represivos, hubo todavía quien procurase resistir en la intención militante desplazándose de los centros a los barrios periféri­cos en busca de temas y públicos más populares.

La nueva generación de colectivos que viniera en la década siguiente, manteniendo la lógica con­traventora, invirtió su energía creativa en la ver­tiente de la contracultura. Fue un momento que valorizó el experimentalismo formal y temático, y amplió, consecuentemente, el repertorio de proce­dimientos de creación y producción. Aquello que en esa época se llamó genéricamente “creación colectiva” adquirió multiplicidad de modos, aun­que haya quedado registrado, de un modo general, como ejemplo de un democratismo casi sin riendas, forjado en la ruptura de las jerarquías y en la con­vicción, en algunos de base grotowskiana, acerca del potencial creador de los actores. En ese período, muchos grupos definieron y marcaron el gusto estético de los espectadores, como ocurriera con el grupo carioca Asdrubal Trouxe o Trombone, comparable en cuanto a irreverencia con sus her­manos paulistas del Pod Minoga y del Teatro do Ornitorrinco. E incluso con el Mambembe, el Vento Forte o el Pessoal do Vitor.

Este rápido panorama, necesariamente reduc­tor, nos sirve aquí tan solo para demarcar los te­rritorios de la experiencia histórica en que hunden sus raíces los grupos que comienzan a surgir du­rante el renacer de la democracia brasileña, en la segunda mitad de los años ochenta.

En el contexto de un teatro animado, en aquel momento de su mejor performance, por una gene­ración de directores notables, como Antunes Filho y Gerald Thomas, y por el florecer todavía tímido de una nueva generación de autores, comenzaron a aparecer los grupos de teatro de la post-apertura política. Uno de los primeros en destacarse en esa década fue el Teatro Galpão, de Belo Horizonte (capital del Estado de Minas Gerais, al sudeste de Brasil), creado en 1982, y hasta hoy uno de los colectivos más consagrados del panorama teatral brasileño por su admirable trayectoria artística. Nació como teatro de calle, componiendo su re­pertorio con una combinación de elementos de la cultura popular y con técnicas circenses.

La gran concentración de nuevos grupos, sin embargo, se dio recién con la llegada de la década de 1990. En Río de Janeiro y en São Paulo prin­cipalmente, pero también en otros estados como Paraíba y Río Grande do Sul, comenzaron a ganar notoriedad, por su osadía y pretensión artísticas, grupos de jóvenes actores y directores, muchos de ellos recién egresados de las universidades y escuelas de teatro. De esa generación de los años noventa, emergieron los grupos que constituyen hasta el presente la vanguardia de la produc­ción del llamado “teatro de grupo”: la Cia. Dos Atores, el Parlapatões, el Patifes y el Paspalhões, la Fraternal Companhia de Artes e Mala-Artes, el Folias d’Arte, el Piolim y el Ói Nói Aqui Traveiz, se encuentran entre los más significativos. Se trata de grupos que al momento de nacer ya tenían pro­yectos artísticos delineados, comprometidos con la cultura popular, con las problemáticas sociales, con la investigación de lenguajes, a veces hacien­do énfasis en uno u otro de esos compromisos, a veces mezclándolos en una misma intención. El Teatro da Vertigem, objeto de este ensayo, forma parte de este contexto productivo.

La génesis del Vertigem

Creado en 1992, el Teatro da Vertigem es un grupo que ganó su espacio, también internacional­mente, por la osadía de sus emprendimientos tea­trales y por el ejemplar proceso de construcción de sus espectáculos. No es un grupo de producción abundante: se destacan, desde sus inicios hasta el presente, la creación de la renombrada “trilo­gía bíblica”, compuesta por los espectáculos O Paraíso Perdido (1992), O Livro de Jó (1995) y Apocalipse 1,11 (2000), y, más recientemente, el polémico BR-3 (2005).

El grupo se inició con la asociación de jóvenes egresados de universidad, unidos por la inquietud de hacer del teatro un emprendimiento serio. No nació como compañía, sino como un grupo de es­tudios determinado a transponer las enseñanzas de las ciencias —como la mecánica y la física clá­sicas— al aprendizaje del actor y a la comprensión del fenómeno teatral. Los integrantes del grupo, liderados por el joven director Antônio Araújo, se dedicaron con disciplina a un vasto programa de estudio y entrenamiento, incorporando técnicas que permitiesen tender puentes entre los presu­puestos científicos y el trabajo expresivo[1].

Paralelamente, se entregaron también a la bús­queda de temas que pudieran dar cuerpo a las in­vestigaciones en marcha. La elección recayó sobre lo sagrado: “Era preciso encontrar un asunto que provocase en nosotros una fuerte reverberación y que dialogase con nuestras angustias y preocupa­ciones” (Araújo, 2003: 100). Entonces el grupo se entregó a la investigación de las “mitologías del Paraíso”.

En la evolución de ese proceso de investiga­ción, que duró cerca de un año, el grupo acabó asimilando al trabajo de improvisaciones frag­mentos del poema de John Milton, El paraíso perdido, y del Génesis bíblico[2], y configuró así la dramaturgia de su primer espectáculo, estructu­rada por Sérgio de Carvalho. Nacía el Teatro da Vertigem.

O Paraíso Perdido se estrenó en noviembre de 1992, en una iglesia católica tradicional del centro de São Paulo. La temporada, de poco más de seis meses, estuvo marcada por presiones y amenazas, incluso de muerte, de parte de exaltados devotos que consideraban una ofensa grave la presencia de un grupo de teatro en el interior del templo. Fue una larga y ardua batalla que no se habría ganado si no hubiera sido por el apoyo persistente de la cúpula más progresista de la Iglesia, que no vio en el espectáculo esas provocaciones profanas de que alardeaban los fanáticos, sino, por el contrario, reconoció en él afinidades con los preceptos cris­tianos. En sintonía con el pensamiento de la curia, la crítica salió en defensa de la pieza: “O Paraíso Perdido es una oda al ser humano y al deseo de trascendencia que está en la raíz de todo senti­miento religioso”, afirmó el crítico Alberto Gusik (2002: 287).

Construida como espectáculo procesional, O Paraíso Perdido narraba la pérdida del pla­no celeste y la condenación al exilio en la tierra. La narración estaba conducida por la figura del Ángel Caído. En total, once actores presentaban un guión de treinta y cuatro episodios, económi­co en diálogos, pero intenso en la expresión de imágenes. Personajes designados por descripción —Mujer en el Confesionario, Hijo Castigado, Hombre con Globo, Hombre Detrás de los Tubos del Órgano, y así sucesivamente— generaban el carácter abstracto, altamente metafórico, del len­guaje del espectáculo.

Cuando yo caí, las alas no derramaron agua ni sangre. Yo me derramé de mí por el corte. Por la hendidura me escurrí hacia la tierra, pe­sado, ausente. Descubrí el cuerpo demasiado tarde. Conocí el dolor sin el miedo o la risa de los débiles. La tierra muere en el agua, el aire muere en el fuego. Ya no cargo la espada por el jardín. Ya no soy pájaro, ya no sé volar. (Primer parlamento del espectáculo, pronun­ciado por el Ángel Caído, a quien el público encuentra colgado de un pórtico apenas entra en el templo.)

Los actores utilizaban todo el espacio del tem­plo, desplazando el mobiliario, abriendo o cerran­do áreas de juego y conduciendo con sus cantos al público en torno de altares y confesionarios. También se utilizaba la estructura aérea del coro y de los púlpitos.

La investigación como instrumento de construcción del espectáculo

El proceso de construcción de O Paraíso Perdido, con sus extravíos y principalmente con sus aciertos, definió consistentemente el proyecto artístico del Vertigem. Su primera marca fue la comprensión del lugar que ocupa la investigación en el desempeño del grupo. Esto implicó, además, una comprensión de lo que define la investigación en arte. Frente a la falta de referencias sobre meto­dología que pudieran usar en su práctica teatral, el grupo acabó zambulléndose en el estudio de libros sobre metodología científica y haciendo, a partir de allí, adaptaciones para su trabajo cotidiano. Antônio Araújo llamó a eso una etapa de “meta­investigación”, una investigación sobre el modo de investigar, en la cual cada uno presentaba, en la práctica, su manera de enfrentar los temas y estí­mulos propuestos para el trabajo: “Reuniendo eso con los elementos de metodología científica, llega­mos a la observación activa: dudar de los hechos, utilizar los cinco sentidos, estar presente en aque­llo que usted está haciendo, evitar pre-juicios” (Araújo, 2004: 81).

Por la vía empírica, al buscar asimilar una porción generosa de conocimientos, el grupo fue creando su propia metodología, en una “lectura y una apropiación muy personales de esos elemen­tos” (Araújo, 2004: 82).

Con el pasar del tiempo, y a medida que reali­zaron nuevos espectáculos, la investigación como actividad independiente, en tanto antecede a la creación, cedió el lugar a la investigación como etapa constitutiva del espectáculo. Para la drama­turgista Silvia Fernandes, que acompañó al grupo en la creación de BR-3, “la marca más radical” de la propuesta del Teatro da Vertigem “es la concep­ción del teatro como investigación colectiva de ac­tores, dramaturgo y director, en busca de respues­tas a cuestiones urgentes del país…” (Fernandes, 2002: 35).

La construcción de BR-3, hasta el momento el modelo mejor acabado del Vertigem, se definió a lo largo de dos años de trabajo, incluyendo un viaje de algunas centenas de kilómetros desde la ciudad de São Paulo a la ciudad de Brasileia, en el límite de Brasil con Bolivia, pasando por la capi­tal del país, Brasilia. En ese trayecto, realizado en poco más de un mes, el grupo recolectó informa­ ciones, convivió con las poblaciones locales, tra­bajó con ellas en workshops y registró cuidadosa­mente la experiencia, de la cual resultó el material que alimentaría el trabajo hasta el estreno, en el año 2005.

El elemento propulsor de esa larga trayectoria fue la investigación de una posible identidad bra­sileña, que debía ser indagada en esos tres puntos geográficos, muy distantes entre sí, y no solo geo­gráficamente. Después de ese periplo, la cuestión de la identidad adquirió un nuevo sesgo: desde el presupuesto sentido de unidad, se avanzó hacia la noción de una identidad fluctuante, en tránsito. Algo que obtendría dimensión metafórica al esco­gerse un río como espacio de la escenificación. No un río cualquiera, sino el principal río que atravie­sa la ciudad de São Paulo, célebre por su papel en la historia de la colonización —por ser una impor­tante vía de transporte para los exploradores[3]— y notable hoy en día porque es una cloaca a cielo abierto, uno de los cauces más contaminados de la red fluvial brasileña.

La dramaturgia desarrollada por Bernardo Carvalho dispone a lo largo de las márgenes del río, entre el flujo del agua y las movidas avenidas marginales que corren en paralelo, los escenarios (creados por Márcio Medina), que aluden a aque­llas ciudades visitadas, las tres BRs —el título BR-3 hace alusión a las designaciones de las carreteras federales y también a la dupla de consonantes BR, de Brasil, que se repite en los nombres de las ciu­dades—.

No están allí sus marcos urbanos ni cualquier otro elemento que nos remita a la apariencia de las ciudades en sus existencias concretas: son más bien reconstrucciones imaginarias de las impre­siones que marcaran la vista y la memoria de los viajeros:

Es preciso decir que el proyecto nunca preten­dió la reproducción fotográfica o documental de esos tres sitios. Siempre fue más que nada la manera en que nuestra sensibilidad y nues­tra imaginación fueron provocadas por los espacios. En ese sentido, es nuestra experien­cia de pasaje por esos tres lugares lo que va a parar al espectáculo, y no el compromiso con una fidelidad mimética. BR-3 es el modo en que esos lugares nos atravesaron (Araújo, 2006: 17).

Las referencias a “viaje”, “río”, “flujo”, “fluc­tuante”, “móvil” —términos que adjetivan el re­corrido del Vertigem en la construcción de BR-3— se suman a otros elementos como la fuerte presencia de la religiosidad, factor común a las tres localidades visitadas, a pesar de que se mani­fiesta de manera diferente en cada una de ellas. En Brasilandia, barrio de la periferia de São Paulo, predominan los evangélicos; en Brasilia, donde se decide la política nacional, lugar del poder, sen­sible a la corrupción y a los abusos, se destacan las sectas; en Brasileia, ciudad perdida en la fron­tera, lugar de doble identidad, de tránsito entre nacionalidades, predomina el ritual sustentado en la ingestión de plantas psico-activas, como la ayahuasca o santo daime. Esas religiones de base popular nada tienen que ver con la presencia de lo sagrado que marcó la trilogía bíblica, y suponen una aguda crítica del Vertigem, del mismo modo que traen al universo de la trama las demandas económicas que van devastando rápidamente la Amazonia, el tráfico de drogas y el poder corrup­to, ya sea como parte de la fábula ya sea como comentarios narrativos.

La intriga de BR-3, a la manera de un folletín con matices trágicos, tiene por hilo conductor la historia de una familia, encabezada por una mujer humilde que ha emigrado de su lugar de origen en busca de su marido, desaparecido en las canteras de las obras de la capital en construcción (Brasilia se inauguró en 1960). De inmigrante del Noreste a jefa del tráfico de drogas, y de allí al exterminio de su prole, la saga de esa mujer, de sus hijos y nietos, se desarrolla en localidades a lo largo de las márgenes del río según una topografía preci­sa: la Brasilia imaginaria, por ejemplo, se levanta sobre los viaductos y sobre los cruces monumenta­les de las carreteras que atraviesan el río, en tanto que Brasileia se erige en los trechos abiertos. Los espectadores acompañan los episodios desde el interior de una barcaza que hace un recorrido de algunos kilómetros. Además, sobre el caudal del río se desplazan las voadeiras (embarcaciones) que transportan velozmente a los actores a los lugares de la representación, y los detritos que boyan y dan al río una siniestra imponencia.

En BR-3, el río asume un papel preponderante. Si es, por un lado, el lugar de la metáfora de la ciudad degradada, del Brasil múltiple y despeda­zado, por otro lado, la materialidad de las aguas contaminadas es una realidad ineludible, presen­cia concreta que se percibe todo el tiempo en ten­sión con la ficción implantada en sus márgenes. El río es al mismo tiempo testigo y protagonista de la historia.

La elección de un espacio semánticamen­te fuerte

La elección del río Tietê como lugar de la cons­trucción de BR-3 corresponde perfectamente a uno de los principios del proyecto escénico del Vertigem. Cada una de las piezas de la trilogía bíblica se constituyó en el encuentro de esas dos acciones: la investigación y la elección de un lu­gar semánticamente fuerte que otorgó cuerpo y estructura a la dramaturgia escénica.

Después de la iglesia de O Paraíso Perdido, el Vertigem ocupó un hospital fuera de servicio para instalar en él el drama del hombre devoto en con­flicto con Dios: O Livro de Jó. A los tormentos de Job se sobrepusieron algunas alusiones al SIDA, que en aquel momento asustaba a todos con la vi­rulencia de su expansión. El ambiente frío y asép­tico del hospital, con su mobiliario blanco —único elemento escenográfico—, realzaba el contenido de dolor y desamparo sugerido en el relato bíblico. Conservada la forma procesional del espectáculo anterior, el público, nuevamente no más de sesenta personas, acompañaba la vacilante figura de Job, desnudo y ensangrentado, recorriendo con él sa­las, escaleras y corredores del hospital, en una tra­yectoria ascensional que terminaba en una sala de cirugía del piso superior. Allí, en el centro de una pequeña platea que formaba un círculo, Job, pos­trado en una camilla, bajo una luz enceguecedora, consumaba su camino de dolor en dirección a la redención. El final era una hierofanía:

 

Su cara es aguas,

Y su furia ahora duerme,

Y Él se derrama sobre mí.

(Parte del último parlamento de Job).

 

En contraste con la economía verbal de O Paraíso Perdido, en O Livro de Jó, la palabra, en la elaboración dramatúrgica final de Luis Alberto de Abreu, sustenta la trama de ese hombre aban­donado por Dios y en busca de respuestas. conduce el texto con fuerza poética basándose en el lenguaje mítico. Los diálogos y los personajes se suceden dando cuerpo a un debate que ocurre en diversos niveles: el del hombre creyente que bus­ca a Dios en lo más profundo del sufrimiento hu­mano, el de la dimensión trágica del hombre que quiere saber —lo que remite a la dimensión mítica de un Fausto o un Edipo—, y el del dolor de la ex­clusión y de la impotencia frente al SIDA.

La tercera pieza de la trilogía hace sentir sus resonancias semánticas ya desde el título: Apocalipse 1,11 se refiere al texto bíblico y a los ciento once presos que murieron en manos de la policía durante el episodio de una rebelión en el presidio de Carandiru, São Paulo, en 1992. En el proyecto original, el espectáculo ocurriría en las dependencias del propio presidio y contaría con la participación de algunos internos. La burocra­cia y las contraórdenes impidieron que fuera así. Finalmente, Apocalipse se estrenó en 1995 en una unidad presidiaria desocupada y solamente con los actores del grupo[4].

Una vez más, un personaje conduce a los espec­tadores por las salas y corredores húmedos y ma­lolientes de la prisión. En este caso es João, un in­migrante del Noreste, maleta de cuero curtido en la mano. El nombre João remite además al apóstol Juan, autor del escrito apocalíptico más importan­te y principal fuente del relato.

João viene en busca de una idílica nueva Jerusalén: “He aquí la tienda de Dios con los hombres. En ella no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni dolor volverá a haber”, dice João en el Prólogo. Una vez más, hay un personaje en busca de algo; como en las otras piezas, es en primera instancia una búsqueda de sí mismo. En la cons­trucción metafórica del espectáculo, este João también cumple el mandato del Apocalipsis 1:11: “Lo que veas, escríbelo en un libro y mándalo a las siete Iglesias”. Quien le encomienda esa mi­sión, después de torturarlo y drogarlo, es el Ángel Poderoso, acompañado de su séquito de Ángeles Rebeldes, personajes que parecen una feroz tropa de choque nazi. En el transcurso de la pieza, todos serán testigos y deberán, entonces, así como João, declarar sobre lo visto. Y son muchas las abomi­naciones que se ven en Apocalipse 1,11.

La dramaturgia de Fernando Bonassi fragmen­ta las etapas de la peregrinación de João en dos actos, más un prólogo y un epílogo. En el meollo de la pieza, en el primer acto, que lleva el título de “Ascenso y caída de la Bestia”, la acción se concen­tra en el Club Bailable Nueva Jerusalén —la única Jerusalén a la que João consigue llegar—, donde un Anticristo, encarnado por un travesti obsceno y provocador, actúa como maestro de ceremonia de un show de variedades plagado de escenas cho­cantes y poblado de personajes grotescos. En el se­gundo acto, los espectadores se concentran en un patio interno cercado de celdas. Allí se realiza el “Juicio final”, sesión de enjuiciamiento y castigo de los personajes que atraviesan la trama apoca­líptica.

Durante el trayecto que va del lugar de degra­dación (el Club Bailable) al escenario del juicio final, la dramaturgia de Apocalipse 1,11 repasa paulatinamente todos los sentidos contenidos en el edificio carcelario —lugar de exclusión, punición, pérdida, humillación—, condiciones personifi­cadas en las figuras grotescas que desfilan por el espectáculo. Está la libertina Babilonia, coadyu­vante de la Bestia, que exhibe el sexo impudorosa­mente entre una aspirada de cocaína y otra. Está el negro que baila samba y hace las delicias de la platea para ser acusado luego de robo y ver recaer sobre sí todos los desafueros que constituyen el repertorio de clichés de la intolerancia y del pre­juicio. Está además la pareja en trajes indígenas, que protagoniza un patético número de sexo ex­plícito y remite, obviamente, al largo proceso de degradación al que han estado sometidos los in­dios en nuestro país. Y está todavía la Talidomida del Brasil, una corpulenta adolescente retardada y paralítica que, presa de una silla de ruedas, recita con esfuerzo las primeras líneas de la Constitución Brasileña para recibir en seguida el estupro de la Bestia al son del “Parabéns a você” (“Cumpleaños feliz”) —con derecho a torta y velitas— cantado por Babilonia en conmemoración de los quinien­tos años del descubrimiento del Brasil.

Entre el primero y el segundo acto, los especta­dores son confinados contra las paredes de un lar­go y estrecho corredor, y presienten, más de lo que presencian, en ese ambiente casi a oscuras, una procesión de cuerpos inertes, desnudos y con mar­cas de tortura, transportados ágil y agresivamente por los Ángeles. Esta escena es la resolución del primer acto, que termina con una “invasión po­licial” del Club Bailable Nueva Jerusalén. Su sen­tido, sin embargo, es inequívoco: se trata de una referencia directa a la masacre de Carandiru, pero puede también remitir a muchas otras masacres, que son cotidianas para los brasileños, e incluso a las perpetradas por la dictadura militar de los años 60-70.

En la escena siguiente, la del juicio final, todas las abominaciones que pueblan ese apocalipsis brasileño se juzgan allí y tienen su ejecución suma­ria, de modo humillante y sin contemplación. En el último momento, hasta el mismo Juez, acorra­lado por la conciencia de que no hay salvación, se suicida por ahorcamiento. Quedan João y el Señor Muerto, un Cristo mudo y apático vestido con una inevitable túnica blanca, con quien el protagonis­ta comparte un cigarro, displicentemente sentados sobre el suelo del patio.

La figura del Señor Muerto pertenece solo al Prólogo y al Epílogo. João lo encuentra luego en el inicio del espectáculo; lo descubre bajo una cama, como si estuviera sepultado. Es a él al que João dirige toda su angustia:

Escucha, ¿por qué sucede que yo corro, co­rro, corro… y no llego a ninguna parte? ¿Por qué sucede que yo rezo, rezo, rezo… y no soy atendido? ¿Por qué sucede que yo amo, amo, amo… y no soy amado? ¿Por qué sucede que yo trabajo, trabajo, trabajo… y no consigo tener nada? ¿Por qué sucede que yo respiro, respiro, respiro… y siempre me falta el aire? ¿Por qué? ¿Por qué? (Parlamento de João hacia el Señor Muerto, Prólogo).

El desenlace de Apocalipse presenta un João que, aparentemente apaciguado, supuestamente no más rehén del miedo, dispensa al Señor Muerto, empuña de nuevo su vieja maleta y sale por la gran puerta de hierro que da a la calle. Como en to­dos los espectáculos de la trilogía, los portones se abren en el momento final, y por ellos, siguiendo al protagonista por última vez, sale el público, también “liberado”. Es un público inquieto el que sale de Apocalipse.

Teatralidad y política

De O Paraíso Perdido a Apocalipse, el Vertigem desarrolla una trayectoria que gana paulatinamen­te una tonalidad política más intensa. La primera instancia de esa dimensión política deriva de la propia presencia del grupo en los lugares escogi­dos para las representaciones. La rehabilitación de espacios públicos deshabitados, el desvío de la función usual —en el caso del templo—, exige un ajuste del foco sobre esos espacios, como si repen­tinamente fuera posible verles las entrañas. Pasear por un hospital vacío, lleno de ecos y residuos de existencias pasadas, ya nos impone otro modo de andar y mirar, más lento, más reflexivo. Ese efecto se amplifica cuando, a los contenidos que sobrepo­nemos a los espacios, se suman aquellos evocados por el espectáculo, de los cuales no tenemos cómo protegernos.

Son espacios, a su vez, revigorizados en su fun­ción pública en tanto el teatro renueva su función de lugar de congregación en el sentido en que lo em­plea Denis Guénoun: el teatro es un acto político en la medida en que toda convocatoria y toda reunión ejecutadas públicamente son actos políticos.

Lo político pertenece a la esfera de la propia naturaleza del consorcio y no es materia de la fi­nalidad ni un excedente temático. Para Guénoun, el teatro es una reunión política que acontece en un espacio políticamente determinado, pero con el objetivo de producir allí una actividad que di­fiere de lo político propiamente dicho: “En prin­cipio, lo que es político del teatro no es lo repre­sentado, sino la representación: su existencia, su constitución física, por así decirlo, en tanto asam­blea, reunión pública, congregación” (Guénoun, 2003: 14-15).

En un sentido convergente, Silvia Fernandes re­flexiona sobre el lugar del Vertigem:

En la economía simbólica de una ciudad vio­lenta como la nuestra, discontinua, sin cohe­rencia estructural ni marcos efectivos de loca­lización, la trayectoria del grupo es casi una inversión de la geografía urbana, en la medida en que invade espacios colectivos para reacti­varlos por medio del trabajo de teatro. La igle­sia tradicional, casi al lado de la catedral de Sé, el hospital fuera de servicio en el vecindario de la Avenida Paulista, el presidio en un barrio apartado, fuera del circuito teatral previsible, son espacios reales, concretos, con memoria e historia, que preservan los vestigios del uso pú­blico y, por eso mismo, colocan al espectador en una zona fronteriza entre la ciudad y el tea­tro (Fernandes, 2002: 40). En confrontación con los espectáculos ante­riores, Apocalipse, con la dramaturgia ácida de Bonassi, gana aún más contundencia política por las remisiones al contexto brasileño. En todo el espectáculo, en sus personajes y sus citas, se reco­nocen aspectos difundidos del Brasil de violencia, de prejuicio, de corrupción, expuestos de modo inclemente. Bonassi y el Vertigem construyen la metáfora más aguda del apocalipsis aquí y ahora, del apocalipsis brasileño.

El lenguaje de la pieza es irónico, paródico, farsesco, pero se combina con humor, cinismo, poesía y crueldad. La yuxtaposición de elementos contrastantes es fuente de resoluciones de intenso tenor grotesco, lo que obliga al espectador a un constante movimiento de ajuste de su discerni­miento.

No hay confortación; en ese espectáculo no hay risa que serene. Hay, antes, una recusación de las conciliaciones. El mundo que se configura antes y después de este apocalipsis es un mundo en con­vulsión, ambiguo, caótico, dolorosamente frag­mentado.

Tampoco hay solución en el plano mítico-re­ligioso; este “fin de los tiempos” confina al es­pectador a un eterno presente de iniquidades. Le quedan la indignación o la impotencia. O ambas, combinadas. No hay cómo solucionar ese males­tar en el plano de la ficción. No hay en ella ejem­plaridad posible.

Por todo esto, Apocalipse es un espectáculo de alta teatralidad e impacto ideológico. Y esta es la segunda dimensión política de la obra, que Jorge Dubatti formula de modo inequívoco:

La mayor fuerza política del teatro está en su capacidad metafórica. Alcanza entonces con que el teatro sea bueno artísticamente para que se genere una ilimitada producción de pensa­miento político. Allí donde surja una metáfora artística intensa, una condensación feliz de tea­tralidad, ineludiblemente habrá acontecimiento político. Porque es políticamente que el hombre habita el mundo y la metáfora artística uno de los catalizadores más potentes de la dimensión política de la vida (Dubatti, 2007: 197-98).

Por último, debe destacarse el hecho de que los espectáculos de la compañía nos instigan a pensar en el lugar del Teatro, su inserción en la topogra­fía —real y simbólica— de la ciudad, y en el lugar que ocupamos nosotros en ella. En ese sentido, cobra fuerza retórica el mandato del capítulo 1, versículo 11, del Apocalipsis, una directiva que, metafóricamente, define un papel para el artista y constituye, al mismo tiempo, una declaración de fe en el poder del arte.

Dramaturgia y proceso colaborativo

Las piezas de la trilogía y BR-3 mantienen dife­rencias y similitudes entre sí, definidas por la ma­duración artística del grupo, por el sentido de con­tinuidad que hace de sostén a sus investigaciones y por los colaboradores invitados que contribuyen en las creaciones del grupo.

En cuanto a este último aspecto, el Vertigem consagró una práctica que predomina en São Paulo, pero que también se difunde por todo Brasil y se afirma como modelo de trabajo colecti­vo. A ese modelo se lo llama proceso colaborativo. En la sucinta definición de Antônio Araújo, este se constituye “en una metodología de creación en que todos los integrantes, a partir de sus funcio­nes artísticas específicas, tienen el mismo espacio de propuesta, sin ningún tipo de jerarquía, lo que produce una obra cuya autoría es compartida por todos” (Araújo, 2003: 122).

Como principal diferencia respecto del modo de creación colectiva practicado en los años 70-80, el proceso colaborativo presupone el empeño de todos, el proceso de creación —desde el pro­yecto artístico hasta el producto final— se divide entre todos, pero sin que haya trueque de papeles o anulación de las especialidades: la responsabili­dad final es asumida por cada uno en su especifi­cidad.

Eso permite, por ejemplo, que el Vertigem invi­te a dramaturgos diferentes para cada uno de sus procesos. Sin embargo, la preparación del guión o texto de la pieza por parte del dramaturgo implica un vínculo estrecho con el proceso de improvisa­ciones de los actores y presupone la adhesión a la idea de dramaturgia como una construcción co­lectiva que, incluso así, ostenta una autoría.

Antônio Araújo hace una defensa del modelo en los siguientes términos:

Creemos en un dramaturgo presente en el cuer­po a cuerpo de la sala de ensayo, e interveni­mos no solo en el andamiaje estructural o en la elección de las palabras, sino también en la estructuración escénica de aquel material. En ese sentido, pensamos en la dramaturgia como una escritura de la escena y no como una escri­tura literaria, aproximándola a la precariedad y fugacidad del lenguaje teatral, a pesar del so­porte en papel en el cual ella se inscribe. Lo que significa romper con su recurrente aura de eter­nidad para que ella se evapore en el sudor de la escena, en el hic et nunc del fenómeno teatral. En lugar de un escritor de gabinete, exiliado de la acción y del cuerpo del actor, queremos un dramaturgo de sala de ensayo, compañero vivo y presente de los intérpretes y del director (Araújo, 2003: 124-25).

La difusión de este modelo entre los grupos durante la última década ha revelado resultados contradictorios: por un lado, empujó a los co­lectivos a la discusión de los procesos creativos; introdujo la idea de un actor-creador, capaz de responsabilizarse, aunque parcialmente, de la construcción de la escritura dramatúrgica y escé­nica; y deshizo los riesgos de desorden producidos por el democratismo de la creación colectiva ge­neralizada. Por otro lado, reveló inequívocamente la deficiencia de muchos grupos que, al intentar adoptar esos procedimientos, se enfrentaron con grandes dificultades.

En el trayecto entre la intención y el gesto, se hace evidente que muchos grupos no están en condiciones de practicar esos procedimientos por­que se trata de un modelo que requiere discipli­na, metodología, claridad de proyecto artístico y, principalmente, habilidades extraordinarias para el trabajo de improvisación, dominio verbal y ca­pacidad de costura de los constituyentes creativos. Además, el proceso colaborativo exige una postu­ra efectiva de desprendimiento y humildad en el acto de compartir ideas y en la renuncia a la au­toría individual de los segmentos de la creación. En palabras de la investigadora y actriz de grupo Miriam Rinaldi, “la obra es un renucia colectiva que surge de la fusión de muchas renuncias perso­nales” (Rinaldi, 2005: 20).

Por otro lado, la afinación del proceso pue­de obtenerse únicamente con tiempo, no solo el tiempo elástico que dura la creación, ya que la duración extendida del proceso es de naturaleza metodológica, sino también el tiempo de madura­ción del grupo, ya que es un trabajo en el cual la armonía y la conciliación son blancos por los que se lucha cotidianamente.

La nueva generación

El Teatro da Vertigem, a pesar de que sus proce­dimientos se han difundido entre muchos grupos, no establece propiamente un modelo, porque su condición de existencia constituye el propio pro­yecto artístico del grupo y viceversa. Los soportes sobre los cuales el Vertigem sustenta sus creaciones escénicas —investigación, largos procesos de pre­paración y de creación, interacción con un espacio semánticamente fuerte, proceso colaborativo, sen­tido de work in progress— son constituyentes que pocos grupos están en situación de mantener.

Incluso así, hay, sin embargo, unos pocos gru­pos de calidad que también desarrollan una bús­queda de nuevas relaciones de espacialidad en las venas intestinas de la ciudad, que definen modos colectivistas propios para la construcción de sus espectáculos y que, a partir de sus arrojos, han conseguido algunos buenos espectáculos.

Podemos citar, entre ellos, el trabajo del grupo Teatro dos XIX. Coordinado por Luiz Fernando Marques, el grupo se formó en la Universidade de São Paulo bajo la orientación de Antônio Araújo, que es también profesor del curso de dirección. El nombre del grupo remite a la primera inves­tigación que realizaron, posteriormente transfor­mada en espectáculo, y que tenía por objeto la situación de las mujeres que sufrían de histeria en el siglo XIX. En el año 2001, el grupo se instaló en un antiguo barrio obrero, construido en 1917, y allí realizó Higyene. El espectáculo era proce­sional, se desarrollaba en la calle y en el interior de caserones en ruina, y se exhibía a la luz del día. Su tema principal, basado en una cuidadosa investigación, se refería al proceso de higieniza­ción urbana en el Brasil de fines del siglo XIX. En el centro de la ficción histórica, el principal blan­co de las autoritarias campañas higienizadoras del gobierno de la época era la figura del cortiço (colmena), especie de conventillo que constituía un lugar de configuración híbrida, multirracial y en cierto modo promiscua, en el cual convivían los diferentes grupos de inmigrantes que llega­ban a Brasil, en particular italianos, españoles y portugueses. En el armazón de la trama, confor­mada por los cruces entre las historias que viven esos inmigrantes bajo la acción saneadora de las autoridades, subyacen cuestiones como la cons­trucción de una nacionalidad sobre la base de la mezcla de culturas, alimentada por la índole luchadora, y conocedora de injusticias, de los in­migrantes. La presencia del espectáculo en el es­pacio de la villa sobrepone a ella el lugar ficcional donde habitan los fantasmas del pasado —“lugar de convergencia de la experiencia y de la memo­ria”—, y actualiza de ese modo sus ruinas.

Otro espectáculo que incluye elementos de es­pacialidad fuerte fue Bastianas, realizado por la Companhia São Jorge de Variedades, grupo for­mado también por jóvenes egresados de universi­dad. Sobre texto de Gero Camilo (extraído de su libro de cuentos A Macaúba da Terra), y bajo la dirección de Luís Mármora. El grupo se alojó du­rante el proceso de creación en un albergue muni­cipal, lugar de recogimiento nocturno de familias sin techo y juntadores de papel.

Espectáculo procesional también, y cons­truido como work in progress (2001-2003), Bastianas se presentaba al aire libre ocupando las áreas comunes del conjunto de edificaciones que componía el albergue. En el plano de la fic­ción, se ambientaba en la vida cotidiana de una aldea del Noreste y hablaba “de la creación, de la lucha por la tierra y de la voluntad humana de amor, sabiduría y sosiego” por medio de una combinación de historias y canciones con raíces en la cultura popular y en la tradición religiosa de la región del Noreste.

Muchos albergados, en especial niños, termi­naron integrándose a la rutina de los ensayos y a las presentaciones de la pieza, participando en diversos casos en los momentos colectivos del es­pectáculo. No obstante, la inclusión de este en el medio del albergue y la interferencia de sus resi­dentes no constituyó siempre una relación dócil. Por el contrario, muchas veces los habitantes del albergue, en ocasiones bajo los efectos del alco­hol, reaccionaron de manera agresiva. Esa fue la marca tanto de la construcción del espectáculo cuanto de la temporada de presentaciones públi­cas: el contagio por contacto. Bastianas era un espectáculo diferente cada día por la interacción entre el elenco y los habitantes del lugar. Por último, vale la pena mencionar un tercer trabajo, realizado en este caso por la Companhia Bartolomeu de Depoimentos. Su espectáculo Acordei que sonhava, estrenado en el año 2003, implica una variación sobre la propuesta de espa­cio fuerte: no ya la arquitectura urbana, sino el espacio sonoro de la urbe, la vocería de las ca­lles, el hip-hop, el habla de la marginalidad, el dialecto africano (iorubá) de los oprimidos, la retórica de las tribunas y el palabrerío televisivo de los dominantes. Acordei que sonhava se cons­truye con el entrelazado de todas esas voces para hablar del poder y de la opresión, temas que ex­trae de la obra en que se inspira, La vida es sue­ño. Escénicamente, se construye por medio de un juego permanente de contrastes e inversiones, ya en el plano lingüístico, ya en otras esferas como la intencional ambigüedad que se establece entre los sexos (Basilio, Segismundo y Clarín, por ejemplo, eran representados por mujeres).

El lenguaje propuesto por Bartolomeu de Depoimentos, asentado sobre la cultura del hip-hop, se abre a una comunicación simple y directa con públicos no convencionales. Frecuentemente, el grupo ha llevado a las calles sus músicas y sus momentos corales, y ha constituido así un segun­do espacio para su trabajo, el de las intervencio­nes en escenarios públicos. Ese proyecto recibe el nombre de “Urgência nas Ruas” e incluye activi­dades de grafiti, presentaciones de rap, danza de calle (break) y otras manifestaciones derivadas del hip-hop.

Bibliografía

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*Título original: “Os assentamentos urbanos do Teatro da Vertigem”. Traducción de Luis Emilio Abraham.

Silvana García es Dramaturgista, investigadora y profesora de la Escola de Arte Dramática de la Universidade de São Paulo. Es autora del libro Teatro Da Militancia: A Intencao Do Popular No Engajamento Politico.

Notas

[1] En esta etapa trabajaron con contact impro­visation, prácticas acrobáticas y ejercicios ex­traídos de las técnicas de Feldenkrais, Laban y Tai Chi Chuan.

[2] Existen otras referencias incorporadas a la dramaturgia del espectáculo, residuos de lectu­ras realizadas en el transcurso del proceso de construcción del espectáculo. Entre ellas: Rilke, T. S. Eliot, Jorge Luis Borges y Shakespeare.

[3] Llamados “bandeirantes” en Brasil, pues “bandeiras” era el nombre dado a las expedi­ciones que realizaran los colonizadores para la exploración de la tierra. Estas continuaron has­ta el siglo XVIII y los principales blancos de los “bandeirantes” eran las piedras y metales pre­ciosos, así como la captura de indios para que trabajaran como esclavos en las labranzas.

[4] La participación de reclusos en el espec­táculo se produciría en una temporada que la pieza realizaría en Polonia, en el Festival Internacional de Teatro de Wroclaw, en 2003.