La imagen nunca es una realidad simple. Las imágenes del cine son en primer lugar operaciones, relaciones entre lo visible y lo decible, maneras de jugar con el antes y el después, la causa y el efecto. (Rancière 2011: 29)

 

En este texto propongo un acercamiento particular a la imagen translúcida: uno que no se centra sólo en la apariencia de la imagen, sino sobre todo en la experiencia particular de la persona que mira. No es posible hablar cabalmente de imágenes si no tenemos en cuenta una de las perspectivas que recurrentemente se suelen olvidar al pensar la imagen: la del observador. Por supuesto que la figura del espectador y los diversos paradigmas de visualidad han constituido líneas de investigación recurrentes, pero el ámbito anglosajón mayoritario de los estudios visuales se ha centrado en el aspecto social e ideológico del espectador, en el observador como «efecto de un sistema […] de relaciones discursivas, sociales, tecnológicas e institucionales» (Crary 2008: 22), como «a la vez el producto histórico y el lugar de ciertas prácticas, técnicas, instituciones y procedimientos de subjetivación» (Crary 2008: 21). Me interesa en este momento retomar en cambio las teorías de Hans Belting porque no toma al observador como una entidad determinada sobre todo cultural, política, social e históricamente, sino como un elemento complementario de la imagen y cooperador con ella, imprescindible para comprenderla no como objeto en el que se refleja una determinada cultura o forma de poder, sino como acto. Según el investigador alemán, las imágenes surgen de un encuentro en el que sin excepción se reúnen tres elementos: imagen, soporte y cuerpo (Belting 2012: 13-70). La imagen no es nunca una cosa, un objeto inerte, sino una praxis en la que dialogan, se miran y se encuentran imagen y sujeto, mediada por un soporte físico. Por ello y con el fin conocer ciertas funciones de la imagen translúcida y los mecanismos que desarrolla, es necesario estudiar tanto la imagen como a quien la mira. En la imagen siempre se da un cruce de miradas (Belting 2011: 179-201) y ello implica estudiar la imagen desde al menos estos dos puntos de vista complementarios. De este modo, en lugar de partir de la premisa más inmediata, como sería por ejemplo rastrear en la propia materialidad de la imagen características que permitieran definirla como tal (uso de filtros o de superposiciones, por ejemplo), planteo explorar el carácter translúcido de la imagen en la mirada, tal y como se despliega en su relación con lo observado. Por lo tanto, la reflexión que desarrollaré acerca de la imagen translúcida no se basa tanto en sus características formales, sino que se deduce del proceso de percepción y atención particular al que ella invita. Planteo la tesis de que la mirada que la imagen translúcida propone se despliega a lo largo de toda una dramaturgia de la atención que en ningún caso se trata de una contemplación considerada como una actividad uniforme y homogénea, sino de una modulación compleja de la percepción que recorre toda una serie de estadios: en un primer vistazo se expone como una imagen sin complicaciones, obvia, evidente. Se trata de una imagen que ofrece de una apariencia de simplicidad, reducción y claridad pero que, al persistir en el tiempo, adquiere un aspecto turbio. Este turbiedad no se da materialmente en la imagen, sino que reside en la mirada, surge por medio de esa persistencia inexplicable de la imagen que acaba generando desasosiego. Este momento turbio constituye una experiencia particularmente interesante, ya que toda la complejidad que se «ahorra» en la imagen se desplaza al proceso de su percepción. Es el momento en el que se pasa de ver la imagen y entenderla sin mayores complicaciones a una experiencia de mirar verdaderamente, a un estado particular de intensidad perceptiva. La temporalidad compleja de la atención a la que invita la imagen translúcida está caracterizada por estos vaivenes de la atención, que merece la pena desglosar y pensar. El paso por todo este recorrido para la mirada está facilitado por la fascinación, una emoción que, como trataré de demostrar, merece la pena rescatar del olvido al que ha sido condenada desde el siglo XX.

Este tipo de proceso perceptivo lo he encontrado en un cine que se mueve en muchas ocasiones libremente entre la ficción, el postdocumental y el cine experimental. El caso más paradigmático sería el de James Benning. Se trata de un cine de observación que constituiría la vertiente más radical y arriesgada de una tradición de cine paisajístico. Se vincula también a una tendencia en cierta área de la producción cinematográfica hacia poéticas del tiempo expandido rastreables en la imagen hispánica contemporánea en las películas de ficción del argentino Lisandro Alonso, del mexicano Carlos Reygadas o del paraguayo Pablo Lamar, por ejemplo. En las películas de estos autores no presenta la imagen translúcida en su pureza, pero su despliegue temporal podría ser útil para acercarse parcialmente hacia algunas de las formas de percepción específicas con las que trabajan. Las películas se encuentran ya casi despojadas de narración. Los planos son estáticos e inusualmente largos en relación a los estándares del cine mayoritario. La acción se estira y ralentiza, se suele presentar sin cortes en toda su extensión y duración. Aunque en realidad, más presentar acciones, se muestra el antes o el después, los tiempos muertos, aquello que habitualmente no se considera el momentos relevante o constitutivo de una actividad. Los encuadres en muchos casos no varían, el movimiento de la cámara es nulo o radicalmente lento. Ésta por lo general funciona como ojo que observa, pero no interviene por medio de un movimiento que ayude a orientar la atención hacia determinados detalles de la imagen.

La imagen translúcida por lo tanto, en principio parece despojada de contenido narrativo y de valor informativo. Se trata de imágenes que podrían parecer insignificantes por arbitrarias, que se desecharían habitualmente en un proceso de montaje. Lo que ocurre a primera vista es la presentación de algo demasiado claro y demasiado poco significante. Sin embargo, como intentaré demostrar, la sencillez que presentan por tanto es sólo pretendida, ya que, gracias a su persistencia logran paradójicamente que el público llegue a otros estadios de percepción y conocimiento. La complejidad que plantean estas imágenes, lo turbio de la imagen translúcida, no se fabrica por medio de velos, capas, rapidez de sucesión en el montaje o conexiones entre elementos heterogéneos. Se produce en cambio dando tiempo a la mirada para que encuentre, descubra, busque, fabrique la complejidad, encuentre el aspecto turbio de la imagen, para que (consciente o inconscientemente) articule su propia experiencia y extraiga su particular forma de conocimiento concreto.

Para desglosar este proceso perceptivo propio de la imagen translúcida he encontrado una herramienta muy valiosa en la teoría del cine transcendental desarrollada por Paul Schrader (2008). Es óptima por dos razones: en primer lugar, porque en su descripción combina los dos elementos cruciales que articulan mi aproximación a la imagen translúcida: las características formales de la imagen (simplicidad y persistencia) desde el punto de vista del despliegue de un tipo particular de recepción (en el caso de Schrader, trascendente). En segundo lugar, porque en esta teoría el tiempo y el desarrollo de la percepción juegan un papel crucial en relación a la comprensión y el conocimiento del mundo observado a través del cine. Sin embargo, desecho de esta teoría su propuesta de un conocimiento trascendental, que no comparto. En cambio, reivindico la emoción que entiendo que va vinculada a este conocimiento, la fascinación, propia de la estasis, como un tipo de emoción fundamental para recuperar una mirada perdida hace tiempo y que considero paso previo y requisito fundamental para aprender a ver de nuevo, tras un largo tiempo de mirada a las imágenes como mera lectura e interpretación.

 

Los tres pasos

Con el fin de explicar el mecanismo de funcionamiento del estilo trascendental, Schrader propone una estructura en tres pasos que resulta muy adecuada como analogía para acercarse al cine de tiempo expandido. Schrader comenta que estas tres etapas se corresponden con el aforismo clásico zen: «cuando empecé a estudiar el zen, las montañas eran montañas; cuando pensé que ya había entendido el zen, las montañas no eran montañas; pero cuando finalmente alcancé el conocimiento total del zen, las montañas volvieron a ser montañas» (2008: 61). El primer momento se corresponde con una visión de lo cotidiano, lo irrelevante: un mundo que es lo que parece ser. La superficie no genera sospechas, el mundo presentado es perfectamente legible y transparente. El segundo momento lo denomina Schrader «la disparidad» y, desde mi punto de vista, equivaldría al momento turbio en el plano del desarrollo de la percepción de la imagen translúcida. La superficie de evidencias se agrieta, ya no está claro dónde hay que atender; la mirada, si persiste, debe encontrar su propia forma de atender a la imagen y entenderla. El tercer momento, «la estasis» se corresponde con una superación de la crisis, en la que se vuelve a mirar la imagen en cuanto tal, pero ya desde un conocimiento superior de lo presentado, con una mirada clarividente, con una visión del mundo después de haberlo observado con intensidad. Me detengo en el análisis detallado de cada uno de los pasos en este desarrollo:

Paso 1: Lo cotidiano.

La imagen que aparece en un primer momento se presenta como banal, incluso aburrida. Comenta Schrader que es una imagen que, de no conocer su posterior desarrollo, podría entenderse como imagen realista. Pero esta suposición sería falsa, ya que no tendría en cuenta el proceso de depuración y simplificación extrema al que ha sido sometida la imagen: «En este paso del estilo trascendental, de entre los momentos de cambios vitales se escoge el tedio; de entre los sonidos, el silencio; de entre las acciones, la quietud -no se trata, pues, de “la realidad”» (Schrader 2008: 61). Esta reducción está orientada, como plantea Schrader, hacia la eliminación en la medida de lo posible de las interpretaciones convencionales de la realidad. Se trata de buscar una imagen que, en la medida de lo posible, no «signifique»; una imagen con apariencia de neutralidad, que disuada de establecer una lectura inmediata alegórica, simbólica o representativa al uso. Por ello son imágenes tediosas, no llamativas en un primer momento, sin historia, sin acción, sin narración, sin desarrollo.

El estadio de lo cotidiano caracterizado por una operación de reducción radical de lo que se ofrece a la vista (pensemos en los planos de 6 minutos de las grabaciones de The spiral jetty por parte de Benning en su Casting a glance) lo vincula Schrader al concepto ¡mu!, principio básico del arte zen y que remite a la negación y a la nada (Schrader 2008: 49-52).[1] Las reducciones no sólo se limitan al contenido de la imagen o a las acciones presentadas, sino también al montaje y la estructura temporal de la película. En algunos casos, como por ejemplo ciertas películas de Benning, la duración del plano está decidida de antemano. Esto permite eliminar una posibilidad más de elaboración conceptual de la imagen: las expectativas de desarrollo se abandonan, la mente no está ocupada con previsiones de evolución de la imagen. El espectador no juega a pronosticar el desarrollo, o a estudiar el ritmo del montaje, por ejemplo, sino que acepta esa duración impuesta, lo cual favorece una concentración en el momento presente, en el acto de mirada hacia la imagen concreta ante los ojos, no más allá de ella (ya sea en relación a posibles sentidos a los que la imagen transporte, ya sea en relación a su construcción rítmica, de montaje, etc.).

Paso 2: La disparidad.

Con el fin de explicar el momento álgido de esta imagen, la disparidad en el caso del estilo trascendental, el investigador norteamericano remite a una estrategia cinematográfica de Bresson que Susan Sontag denominó «duplicación» (Schrader 2008: 96), consistente en una repetición enfática de la información que se ofrece al espectador: las acciones que se ven en la pantalla son descritas de manera redundante por la voz en off.

Esta duplicación bressoniana de la acción y la descripción en el estilo trascendental se corresponde perfectamente con una persistencia de la imagen en un cine de observación como el de Benning. La atención se despliega ante un plano largo de un modo muy particular que conjuga atención y distracción hasta llegar a este segundo estadio de duplicación: en un primer momento se echa un vistazo a la imagen, la cual se entiende sin mayores problemas. El objeto filmado se reconoce con rapidez, de modo que la atención se relaja y retorna quizá hacia asuntos personales, o quizá hacia la sala y la situación concreta del momento. Pero la imagen persiste. Por ello, aunque se la puede volver a mirar con atención para detectar transformaciones, la observación se ve frustrada, ya que poco o nada ha cambiado en la imagen, no ha habido modificaciones sustanciales. De este modo s continúa en un estado de baja intensidad de percepción, en una atención flotante. Quizá ahí el ensimismamiento sea mayor, quizá dure más tiempo, quizá incluso pocos minutos. Pero cuando la mirada comprueba con sorpresa que después de todo ese intervalo de tiempo que la imagen sigue ahí, que persiste en su identidad, que exige ser mirada a pesar de todas las evidencias a las que parecía apuntar el primer estadio, comienza otro tipo de percepción, determinada por una atención ahora motivada por una sospecha -prácticamente inconsciente- de que “algo más debe de haber cuando la imagen sigue ahí” que substituiría al previo “lo que ves es lo que ves” (del literalismo de Frank Stella).

La duplicación debería reforzar la impresión de que no hay otra forma de mirar esta realidad concreta; parecería indicar que este fragmento de mundo, incluso aunque esté recogido y encuadrado por una cámara y que se presente a la vista en el marco de una sala de cine, no es más que mera realidad: intrascendente, cotidiana, banal, apenas digna de ser mirada. Pero no es así; Schrader encuentra que la duplicación produce un efecto de reacción esquizoide, dando pie a que comience a crecer una sospecha sobre la apariencia insignificante de lo mostrado en la imagen. La duplicación no proporciona nuevas informaciones al espectador; tampoco se limita a reforzar o enfatizar la percepción del hecho concreto. Primero se entiende como un énfasis en detalles meticulosos en la presentación de lo cotidiano, pero después se produce un rechazo de esa duplicación y se «empieza a sospechar de la racionalidad aparentemente realista de lo cotidiano» (Schader 2008: 96). La disparidad comienza ahí pero aumenta radicalmente a lo largo de este segundo estadio de la percepción: de la inauguración de la sospecha, en el cine transcendental, la imagen conduce al espectador a la muestra de la presencia de lo completamente otro dentro del entorno intrascendente presentado. Esto se facilita en el caso de el cine narrativo de Bresson por medio de la presentación de explosiones de emoción narrativa y racionalmente inexplicables por ejemplo en la figura del protagonista, el joven sacerdote, en Diario de un cura de campaña, que contrastan inexplicablemente con una cotidianidad falta de todo sentido y absolutamente indiferente y banal. Estas explosiones se dan, como comenta Schrader, de manera repentina e inesperada, de modo totalmente injustificable en el contexto de lo cotidiano presentado. Son explosiones imposibles de deducir de la trama, de la situación o del argumento, milagrosas, pero que ocurren en el universo ficcional hasta ese momento realista.

En el caso del cine de tiempo expandido esta disparidad no se observa en ningún personaje. En lugar de en el plano de la representación, este efecto se puede hallar en la dimensión performativa de la imagen, en lo que la película o la imagen escénica provocan sobre el público. La disparidad no es la de la trama y la psicología del personaje, sino que surge de la transición abrupta que se da en el espectador entre una atención flotante y superficial y el repentino descubrimiento de una recepción radicalmente absorta y emocionada en la observación de un detalle particular de la imagen. Esta disparidad se descubre porque la transición de un tipo de atención a otra pasa inadvertida: el centrarse en un detalle no ha sido producto de una decisión consciente, sino efecto pasado por alto de la persistencia (la duplicación) de la imagen. La persistencia suficiente de una imagen banal frente a la mirada, después de un cierto tiempo, incita a que la imagen se enturbie, deje de verse como evidente. La mirada pasa a olvidar lo que sabía que veía para volcarse de lleno en la imagen, sumergirse en ella, perdiendo así el cuadro global: se dedica a la observación de facetas, reverberaciones y detalles. Proyecta interés sobre la imagen, la configura, la fabrica y reinventa de nuevo en esta mirada cercana, miope, táctil, que recorre la superficie de repente turbia. Este segundo momento está determinado por una emoción que procede de la disparidad entre una realidad banal y el descubrimiento de un estado impensable de fascinación, correlato perfecto en el cine narrativo de estilo trascendental de la disparidad entre un entorno natural y frío y la pasión desmesurada del personaje. Proviene de la «aguda sensación de mundos opuestos» (Schrader 2008: 64). Si esta disparidad se logra salvar, según Schrader, se produce el salto al tercer paso, la estasis.

Paso 3: La estasis

Este tercer momento surge en el estilo trascendental cinematográfico de la aceptación de esta disparidad por medio de la fe, ya que no hay explicación racional posible para ella. Este tercer estadio de desarrollo de la atención, la estasis, remite a una «visión quiescente de la vida» que «en lugar de resolver la disparidad, la trasciende». Es el medio para la aceptación no racional de la disparidad. Y consiste en un estado como de gracia en el que «traspasaremos los límites de nuestra propia experiencia (Schrader 2008: 71)». La estasis consiste en una vuelta a la realidad que antes se había percibido como banal y cotidiana, pero que ahora se ve transformada después de una experiencia intensa y cualitativamente distinta de percepción y comprensión. Creo que esta definición de la estasis como un proceso que permite «traspasar los límites de la propia experiencia» es donde se puede encontrar una conexión secularizada, no trascendental, con el cine del tiempo expandido. La estasis producida permite traspasar los límites de la propia experiencia: pero no en términos que se refieren a una realidad trascendida, sino a una percepción transformada cualitativamente, que se vive como epifanía secular, como experiencia perceptiva de una intensidad esplendorosa, como contraste frente al tipo cotidiano de percepción desatenta. En el momento más turbio de percepción la mirada recorre fascinada los detalles de la imagen, la atención fabrica un itinerario y halla puntos de atracción en la imagen. Tiene lugar como un recorrido detallado por la superficie de la imagen: los ojos están inmersos en ella, paseándose por ella buscando, descubriendo, maravillándose en recovecos. Después llega la estasis: también esa atención encandilada tiene su temporalidad y su duración, también se agota, para volver a la imagen en su conjunto de nuevo, reconocer aquella realidad que veíamos: una carretera que se hunde en el lago, un trozo de roca con escamas de sal, pero ya desde una plenitud de la percepción, después de haber encontrado emociones inesperadas dentro de la imagen en principio más banal y cotidiana.

 

El tiempo y la fascinación

Schrader escribe su tesis en 1972 y aunque se haya dedicado fundamentalmente al cine de autor (Ozu, Bresson, Dreyer), conoce los movimientos del cine experimental. Apunta con cuidado hacia ellos y se apresura a diferenciarlos del estilo trascendental en el cine. Señala, por ejemplo, el cine de Andy Warhol y lo define como un cine de estasis, pero uno que parte directamente ya del último momento, proponiendo «una visión quiescente de la vida» que se da a la par que la visión cotidiana. Es un cine de estasis, sí, pero no trascendental, ya que es éste último el único que posibilita un movimiento espiritual de lo cotidiano a lo estático a través de los tres pasos descritos. Schrader también menciona dentro de este mismo cine de estasis a Michael Snow, pero me parece que las diferencias aquí son insalvables. Merece la pena mencionarlas ya que Snow, como Beninng, trabaja con mucho cuidado sobre el tiempo de la imagen, como ocurre de forma paradigmática en su Wavelenght. Mientras que en Empire o en Sleep de Warhol la longitud de la película parece que apunta más a un gesto radical de contestación y provocación, en autores como Snow o Benning están verdaderamente preocupados por los movimientos de la atención y los efectos que ello puede producir sobre la conciencia y la percepción. En concreto, en el cine de Benning, en fabricar una mirada fascinada y un nuevo modo de relacionarse con la imagen. En esta tarea el tiempo es fundamental y está medido con cuidado para posibilitar los tres pasos descritos. No se plantea un bloque de tiempo tan inmanejable para la percepción como seis u ocho horas de película, que, desde mi punto de vista, tiende a producir un estado de distracción permanente, el cual relegaría la imagen a mero fondo visual (un equivalente fílmico de la música de ambiente). En su lugar se disponen planos largos en relación a lo que se presenta en ellos; un tiempo estirado, pero no tanto como para romper totalmente la tensión de la atención. Benning es plenamente consciente de ello:

Tengo interés en explorar las relaciones espacio-tiempo a través del cine. Está el tiempo real y por otro lado está cómo percibimos el tiempo. El tiempo afecta a la manera en la que percibimos el lugar. De ahí es de donde sale esta idea mía de “mirar y escuchar”. En mis películas soy muy consciente de grabar el lugar a lo largo del tiempo y la forma en la que esto te hace entender el lugar. Una vez que has estado mirando algo durante un tiempo, te haces consciente de ello de otra manera. Te podría mostrar una foto del lugar, pero eso no convence, no es lo mismo que ver en el tiempo (Benning en Zuvela 2004, traducción mía).

La investigación cinematográfica aquí se orienta por lo tanto a posibilitar esa tensión entre dos polos que se rechazan por igual: entre entender la imagen (y por lo tanto abandonarla) y ser únicamente muestra del tiempo que pasa (otra forma de desatender a la imagen). Entre estos dos polos se sitúa justamente esa turbiedad, esa percepción que posibilita “ser consciente de otra manera” y que permite lo que hace seguir mirando, buscar en la imagen, no ver, sino mirar.

Ahora estamos en condiciones de aventurarnos a un acercamiento a las características específicas de la imagen translúcida: a pesar de aparecer en un primer momento como perfectamente evidente y sin posibles complicaciones de lectura, gracias a su persistencia en el tiempo (y a otros muchos otros factores relacionados con la poética y el saber hacer de cada artista), logra enturbiar su aparente evidencia, favoreciendo para la persona que mira una experiencia de fascinación, la cual permite una observación detallada y cuidada de la imagen, así como una comprensión precisa y emocionada de los contenidos que muestra.

Veamos cuáles son las características diferenciales de este tipo de mirada: una imagen evidente cualquiera como podría ser la de la publicidad o el cine de entretenimiento se encuentra falta de estímulos para que el público persista en la observación, de modo que se ve abandonada de manera inmediata. Frente a esta imagen de usar y tirar, la imagen translúcida se caracteriza por ser capaz de retener la mirada más allá del primer vistazo. Aunque la imagen se conoce y entiende, la turbiedad que genera en la mirada al persistir en su obviedad, exige que se la observe más, más de cerca, más en detalle, con mayor intensidad y dedicación. Pero este «mirar más» no consiste en una observación detectivesca, como la que se podría encontrar por ejemplo en el protagonista de Blow up de Antonioni: la mirada se detiene en la imagen translúcida, pero no porque se sospeche algo en ella, en el fondo, no porque se espere encontrar un detalle pasado por alto. La observación se centra en el detalle, pero no como prueba criminal de otra realidad que la imagen oculta y a la que a la par conduce.

La mirada a la imagen translúcida se centra de hecho en los detalles a lo largo del recorrido que hace por la imagen. Pero éstos no se buscan, sino que aparecen, deslumbrantes, atrapando la mirada. Esto en cierto modo se podría asimilar al concepto de punctum de Barthes (2006: 57-100), el cual sugiere una atención que se ve capturada, presa, por un detalle de la imagen y que se recrea en ella con todo el tiempo del mundo. El detalle del punctum barthesiano consiste en un elemento de la imagen, uno sólo, particular y absolutamente personal, que sale de ella para atrapar obsesivamente toda la atención de la persona que mira. Pero, por supuesto, existen diferencias insalvables: mientras que en el detalle entendido como punctum se vuelca toda la vida personal, las emociones más íntimas y las fantasías y recuerdos más subjetivos, el detalle del cine que nos ocupa no recorre el abismo de la subjetividad profunda al detalle. El punctum provoca una retirada (temporal) de la imagen y una inmersión en el mundo subjetivo del observador, induciendo un estado de ensoñación en el que ciertos caracteres de la imagen se retienen, pero deformados e integrados por las imágenes mentales de la subjetividad de la persona que mira. El detalle en el cine de tiempo expandido, sin embargo, no tiene como función que el sujeto vuelque sobre la imagen su subjetividad, sino que se detenga en la inmanencia de la imagen, en su superficie estilizada, reducida, aparentemente insignificante, que en su persistencia se convierte en superficie fascinante para la mirada, en una especie de celebración del mundo en todos sus detalles, del disfrute de descubrir algo que mirar, de estar arrebatada por ejemplo con el reflejo de un copo de sal sobre la roca de la espiral de Smithson en Casting a glance, de una configuración curiosa de una nube en Ten Skies.

Por otro lado, la imagen translúcida permite de hecho que, a lo largo de su despliegue, la mirada retorne de la superficie de la imagen hacia la propia persona que mira, pero en ningún caso se llega a convertir en una imagen espejo cuya función básica consiste en hacer patentes las propias condiciones perceptivas. La imagen translúcida puede favorecer cierta actitud reflexiva, pero no produce un mirar epistemológico, orientado al examen de la propia percepción, como podría ocurrir en el cine estructural, por ejemplo.

Se trata, entonces, de una mirada que persiste en la propia superficie de la imagen: no va más allá de ella, ya que no hay posible semiosis, la imagen no es vehículo secundario de un significado primario, profundo, que se alcanza atravesándola. Pero tampoco retorna ni se viene más acá, no vuelve al sujeto que mira desde un punto de vista epistemológico, fenomenológico o subjetivo. La mirada permanece en la imagen, fascinada por lo que ve. Se podría hablar de imagen «intransitiva» (un auténtico oxímoron para las teorías que se centran en la imagen desde el punto de vista de la representación), de una imagen incapaz de ofrecer un tránsito hacia ninguna otra realidad. Pero ello no implica renunciar a sus posibilidades de favorecer una comprensión de lo que presenta o de renunciar a los poderes de la imagen. La intransitividad de la imagen translúcida se vincula sobre a una renuncia preliminar a transportar a otros mundos con medios de significación convencionales que nos hagan abandonar la superficie de la imagen. En lugar de localizar su potencia por ejemplo en un esquema semiótico de profundidad (Pérez Carreño 1988), su especificidad se halla en una atención intensa sobre la superficie de la imagen que, en lugar de trascenderla en su paso hacia otra cosa, la recorre con fruición. Un elemento fundamental en todo ello lo juega la fascinación, como forma específica de mirada que la imagen translúcida favorece.

En este sentido, este concepto permite abordar el análisis de una línea de trabajo sobre la emoción prácticamente abandonada en el arte del siglo XX y que ha sido retomada por el cine de Benning. Por un lado los diversos movimientos de vanguardia, más centrados en aspectos intelectuales, formales y epistemológicos, ignoraron repetidamente el potencial de la fascinación, relegándola al papel de edulcorante mucho más apropiado para la industria cultural y asociándola a una emocionalidad a la que se entendía principalmente como la muy denostada identificación patética con los personajes de una trama narrativa en el mejor de los casos o, en el peor, como manipulación perversa de las audiencias. Frente a ella, el abandonar todo rastro de emoción y fabricar las condiciones para favorecer una distancia intelectual se percibió en la vanguardia persistentemente como gesto emancipatorio y liberador. Por otro lado, la industria de entretenimiento de masas, por medio del espectáculo y del virtuosismo tecnológico, redujo el potencial positivo de la fascinación a mero embaucamiento del público.

La fascinación, tal y como se plantea en el cine al que me refiero no equivale al asombro, fabricante de una perplejidad que dificulta el análisis de la imagen y de la experiencia estética. No se trata del estado de conmoción repentina que embauca al público, sin capacidad de respuesta propia y subyugado al espectáculo que tiene ante sí, propio de la industria cultural. Mientras que el asombro es momentáneo y surge como reacción a algo inesperado y repentino, la fascinación no está vinculada a la inmediatez, sino a un persistir en el tiempo, al arrebato, vivencia en la que los minutos pasan como segundos. La fascinación es lo que permite acompañar a la imagen translúcida en su despliegue, lo que permite la persistencia en la recepción. De ahí su capacidad para conducirnos a estadios receptivos insospechados. La fascinación no es contemplación absorta, sin temporalidad que la articule, sin desarrollo, ni modulaciones. Por ello resulta viable desvincularla de sus asociaciones con el espectáculo y situarla en cambio en una constelación de términos asociada al conocimiento: curiosidad, atracción, exploración, investigación. Pero esto tampoco llega a situarla en el plano de la distancia escéptica, intelectual, reflexiva, por la que mayoritariamente ha optado el arte en el siglo XX. La fascinación parece favorecer a una recepción detallada, curiosa, persistente, exploradora; pero lo interesante es que todo ello es viable precisamente porque está vinculada a la emoción.

Se trata por lo tanto de redimir la emoción de su identificación con las triquiñuelas de la cultura de masas y el espectáculo para en cambio investigar cómo contribuye a favorecer una percepción más articulada, más refinada, que supere la distancia crítica e irónica respecto a la obra como única vía emancipatoria del público, orientándose en cambio hacia un refinamiento de la sensibilidad y una capacidad mayor de percepción, una mirada más plena. Si nos remontamos a un arte antes de la historia del arte (Belting), la fascinación era imprescindible para que la obra pudiera ser vehículo de una experiencia epifánica. Hoy no se trata de recuperar un arte religioso, pero sí de reconocer el uso parcial de ciertas estrategias que se han relegado injustamente al ámbito de lo infantil, del consumo pasivo, de la subordinación a la magia y a la ficción propios de los mundos del espectáculo.

 La fascinación en este sentido presenta un carácter afirmativo porque permite al observador permanecer en la imagen, atravesar velocidades que no anulan su voluntad ni su interés en ella, a la par que experimentar tiempos que le permiten habitarla. Este tipo de fascinación no puede surgir del espectáculo ni del entretenimiento, con sus ritmos mucho más rápidos, sino de un tipo de percepción que un tiempo dilatado de observación favorece y que en ocasiones se ha identificado como aburrimiento. Dick Higgins detectó en este tipo de experiencia una herramienta imprescindible para posibilitar experiencias estéticas nuevas: «en el contexto de un trabajo que intenta involucrar al espectador, el aburrimiento a menudo sirve a una función muy útil: como lo opuesto a la excitación y como medio para poner énfasis en lo que interrumpe […]. Es una estación necesaria en el camino hacia otras experiencias» (Higgins 1969, 103, traducción mía).

En esto consistiría el momento epifánico de este cine, este «traspasar los límites de la propia experiencia», como proponía Schrader: abandonar los hábitos de percepción usuales, tanto los cotidianos, como los aprendidos en relación a la imagen que hacen precisamente olvidarla; vivir y tomar conciencia de la fascinación y profunda emoción de la experiencia de una percepción plena del mundo que muestra la imagen por medio de una mirada muy atenta y observadora. No será todavía la mirada científica que analiza separa, diferencia y disecciona el objeto desde una distancia segura, sino una mirada que estudia, pero que todavía retiene emoción: una mirada inquieta, curiosa, interesada, paciente, dedicada a articular diferencias, fijarse en detalles, pero sin utilizarlos para abstraerlos en la fabricación de una proposición posterior.

No se puede decir que sea una mirada que facilite conocimiento en los términos que manejamos hoy. Pero se trata sin duda de una mirada que reconoce articulaciones y modulaciones de lo que presenta la imagen; una mirada que no llega a abstraerse de la imagen, pero que facilita una comprensión más profunda de lo visto. Las palabras de Higgins refiriéndose a las prácticas de Fluxus que trabajan con el aburrimiento podrían ser útiles para iluminar de lo que se trata en este cine:

La intención es más la de enriquecer el mundo experiencial de nuestros espectadores, nuestros co-conspiradores, agrandando el repertorio de su experiencia en general. Estos valores no se pueden conseguir sólo por medio del impacto emocional […]. No queremos abrumar […] y un medio para evitarlo es usar valores más sofisticados en nuestros trabajos; y la aceptación del aburrimiento […] es indispensable para ello (Higgins 1969: 123).

Pienso que esta mirada a la imagen translúcida facilita un ver que se podría concebir como comprender experiencial. Un ver que en su modulación ha atravesado el entender primero de la imagen obvia y que pasa por la articulación de toda una dramaturgia personal de apropiación de la imagen y de re-descubrimiento del mundo que expone. Ahí es precisamente donde comienza a aparecer lo experiencial de la imagen, la verdadera mirada, que no se conforma con un vistazo, que no consiste en una lectura, que no va más allá de la imagen con una interpretación, no busca en ella cosas que no hay y que no la utiliza como detonante para organizar un viaje a un mundo personal propio. Esta es la mirada fascinada que produce la imagen translúcida. La mirada del descubrimiento emocionado de lo que ya estaba ahí desde siempre, en la imagen, pero que se encontraba oculto para la atención (mejor dicho, des-atención) cotidiana.

 

Bibliografía

Barthes, Roland (2006): La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Barcelona: Paidós.

Belting, Hans (2001): Antropología de la imagen, Madrid / Buenos Aires: Katz

Belting, Hans (2011): «Cruce de miradas con las imágenes. La pregunta por la imagen como pregunta por el cuerpo», en Ana García Varas (ed.): Filosofía de la imagen, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, pp. 179-201.

Crary, Jonathan (2008): Las técnicas del observador. Visión y modernidad en el s XIX, Murcia: Cendeac.

Higgins, Dick (1969): Foew&ombwhnw: a grammar of the mind and a pehnomenology of love and a science of the arts as seen by a stalker of the wild mushroom, New York: Something Else Press.

Pérez Carreño, Francisca (1988): Los placeres del parecido: Icono y representación, Madrid: Visor.

Rancière, Jacques (2011): El destino de las imágenes, Pontevedra: Politopías.

Schrader, Paul (1972): El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson, Dreyer, Madrid, JC Clementine.

Wees, William C. (1992): Light Moving in Time: Studies in the Visual Aesthetics of Avant-Garde Film. Berkeley:  University of California Press.

http://ark.cdlib.org/ark:/13030/ft438nb2fr/ [fecha de consulta: 01.05.2015]

Zuvela, Danni (2004): “Talking About Seeing: A conversation with James Benning”, en Senses of Cinema, School of Media and Communication, RMIT University, Melbourne, núm. 33.

 

Filmografía

Antonioni, Michelangelo (1966): Blow up.

Alonso, Lisandro (2001): La libertad.

Benning, James (2007): Casting a glance.

Benning, James (2004): Ten skies.

Bresson, Robert (1951): Diario de un cura de campaña.

Los Hijos (2009): Los materiales.

Snow, Michael (1967): Wavelength.

Warhol, Andy (1964): Empire.

Warhol, Andy (1963): Sleep.

 

Notas

[1] Este principio ya no es en absoluto ajeno a la cultura occidental; el arte desde las décadas de los 50 y 60 del siglo XX se ha ido apropiando de él continuamente, especialmente la vanguardia interesada en el silencio, la negación o diferentes representaciones de la ausencia, de las cuales entiendo que este cine es heredero: en Fluxus, en Cage y su estética del silencio, en el arte de acción y su énfasis en lo estrictamente cotidiano, en la reducción radical de la forma en el minimalismo o en el Manifiesto No aplicado a la coreografía de Yvonne Rainer, por mencionar sólo unos pocos casos.