No es un azar que la puerta de entrada de Federico León al campo teatral sea a través de la actuación. En este sentido, como para otros creadores argentinos, el paso por los cursos de Ricardo Bartís le valió para tomar conciencia de la complejidad que esconde un hecho aparentemente tan natural en el teatro como la actuación, aunque este interrogante vaya luego a encontrar respuestas en registros muy distintos de los transitados por el veterano mentor del teatro argentino contemporáneo. En esos cursos coincide con la que iba a ser también directora y dramaturga, Beatriz Catani, y con el actor Alfredo Martín, con los que forma el Grupo de Teatro Doméstico, cuya primera obra, El líquido táctil, de Daniel Veronese, serviría a este último, integrante de El Periférico de Objetos, para iniciar igualmente un camino en solitario como director de actores. Ya desde los comienzos, en el centro de este Grupo se sitúa el trabajo con el actor basado en improvisaciones y sus posibilidades de expresión a partir de una estrecha interacción con el resto del grupo. A El líquido táctil le sigue Del chiflete que se filtra, con un texto proveniente en parte de improvisaciones que firma Beatriz Catani, y un proyecto basado en la obra de Fedor Dostoievski. Aunque el resultado final de este proyecto terminaría representándose en el domicilio particular de León, para entonces éste había decidido emprender un camino propio, en el que años más tarde no dejaría de concretarse esa pasión compartida por la escritura del autor de El idiota. Antes de esto León había estudiado dramaturgia en la Escuela Municipal de Buenos Aires; de la actuación sus intereses evolucionan hacia la escritura y la dirección, que le llevarán también al campo cinematográfico —estudia dos años en la escuela de cine CIEVYC—, con el que su trabajo escénico no deja de tener una estrecha relación.

Las obras de León son el resultado de procesos de creación que en la mayoría de los casos se extienden durante más de un año. La idea de proceso se convierte en algo central dentro de un tipo de trabajo que quiere crecer desde dentro, de manera orgánica, a partir de los accidentes humanos o materiales que se van cruzando, de modo que, según explica el autor (León 2005: 240), la obra termina siendo también un documental de cómo fue hecha, un registro de las complicaciones que fueron surgiendo, de los roces, cercanías y distancias, de los cambios que fue experimentando, de los elementos que se fueron incorporando y los que quedaron fuera, pero que no por ello dejaron de imprimir una huella. El resultado debe expresar no las ideas previas concebidas por el director, sino antes que nada esta andadura de un grupo de personas embarcadas en un proyecto común que, en todo caso, sí tuvo como detonante esas ideas iniciales. En el centro de este proceso se encuentran las relaciones que se van generando entre los integrantes del grupo, empezando por el propio director, obligado en cierto modo, como los actores, a una implicación personal a lo largo de un proyecto en torno al mundo de las emociones, las actitudes y reacciones producidas por una determinada situación ficcional cuya finalidad es sacar a la superficie un relato de actuación original —creativo— de cada actor. Este mundo de relaciones que son los ensayos llega a tener más intensidad que la propia vida, según afirma el autor; «Entonces decido cuándo quiero ensayar y relacionarme con determinado tipo de personas, temas, mundos. Y esa relación se transforma en mi vida cotidiana, porque trabajo con personas y con lo que esas personas son y con cómo soy yo con esas personas» (León 2005: 2004). El teatro de León podría entenderse como una suerte de laboratorio donde un científico taciturno con un profundo sentido escénico de la vida somete a prueba los comportamientos humanos. Sobre Cachetazo de campo, por ejemplo, explica León (2005: 19): «Comenzamos a investigar temática y formalmente el llanto como elemento escénico: cómo producir emoción y, al mismo tiempo, generar con ella una distancia, para poder observarla, relativizar, intelectualizar».Las obras de León son el resultado de procesos de creación que en la mayoría de los casos se extienden durante más de un año. La idea de proceso se convierte en algo central dentro de un tipo de trabajo que quiere crecer desde dentro, de manera orgánica, a partir de los accidentes humanos o materiales que se van cruzando, de modo que, según explica el autor (León 2005: 240), la obra termina siendo también un documental de cómo fue hecha, un registro de las complicaciones que fueron surgiendo, de los roces, cercanías y distancias, de los cambios que fue experimentando, de los elementos que se fueron incorporando y los que quedaron fuera, pero que no por ello dejaron de imprimir una huella. El resultado debe expresar no las ideas previas concebidas por el director, sino antes que nada esta andadura de un grupo de personas embarcadas en un proyecto común que, en todo caso, sí tuvo como detonante esas ideas iniciales. En el centro de este proceso se encuentran las relaciones que se van generando entre los integrantes del grupo, empezando por el propio director, obligado en cierto modo, como los actores, a una implicación personal a lo largo de un proyecto en torno al mundo de las emociones, las actitudes y reacciones producidas por una determinada situación ficcional cuya finalidad es sacar a la superficie un relato de actuación original —creativo— de cada actor. Este mundo de relaciones que son los ensayos llega a tener más intensidad que la propia vida, según afirma el autor; «Entonces decido cuándo quiero ensayar y relacionarme con determinado tipo de personas, temas, mundos. Y esa relación se transforma en mi vida cotidiana, porque trabajo con personas y con lo que esas personas son y con cómo soy yo con esas personas» (León 2005: 2004). El teatro de León podría entenderse como una suerte de laboratorio donde un científico taciturno con un profundo sentido escénico de la vida somete a prueba los comportamientos humanos. Sobre Cachetazo de campo, por ejemplo, explica León (2005: 19): «Comenzamos a investigar temática y formalmente el llanto como elemento escénico: cómo producir emoción y, al mismo tiempo, generar con ella una distancia, para poder observarla, relativizar, intelectualizar».

Las obras de León son el resultado de procesos de creación que en la mayoría de los casos se extienden durante más de un año. La idea de proceso se convierte en algo central dentro de un tipo de trabajo que quiere crecer desde dentro, de manera orgánica, a partir de los accidentes humanos o materiales que se van cruzando, de modo que, según explica el autor (León 2005: 240), la obra termina siendo también un documental de cómo fue hecha, un registro de las complicaciones que fueron surgiendo, de los roces, cercanías y distancias, de los cambios que fue experimentando, de los elementos que se fueron incorporando y los que quedaron fuera, pero que no por ello dejaron de imprimir una huella. El resultado debe expresar no las ideas previas concebidas por el director, sino antes que nada esta andadura de un grupo de personas embarcadas en un proyecto común que, en todo caso, sí tuvo como detonante esas ideas iniciales. En el centro de este proceso se encuentran las relaciones que se van generando entre los integrantes del grupo, empezando por el propio director, obligado en cierto modo, como los actores, a una implicación personal a lo largo de un proyecto en torno al mundo de las emociones, las actitudes y reacciones producidas por una determinada situación ficcional cuya finalidad es sacar a la superficie un relato de actuación original —creativo— de cada actor. Este mundo de relaciones que son los ensayos llega a tener más intensidad que la propia vida, según afirma el autor; «Entonces decido cuándo quiero ensayar y relacionarme con determinado tipo de personas, temas, mundos. Y esa relación se transforma en mi vida cotidiana, porque trabajo con personas y con lo que esas personas son y con cómo soy yo con esas personas» (León 2005: 2004). El teatro de León podría entenderse como una suerte de laboratorio donde un científico taciturno con un profundo sentido escénico de la vida somete a prueba los comportamientos humanos. Sobre Cachetazo de campo, por ejemplo, explica León (2005: 19): «Comenzamos a investigar temática y formalmente el llanto como elemento escénico: cómo producir emoción y, al mismo tiempo, generar con ella una distancia, para poder observarla, relativizar, intelectualizar».

Para ello se van a construir situaciones que hagan visible los resortes que mueven estos comportamientos por detrás de las habituales caretas sociales; «Me gusta el ‘No le conviene’; actores que hacen lo que no les conviene» (León 2005: 10). Ahora bien, en ningún caso se trata de ocultar la condición última de actores de sus personajes, puesto que el objetivo, no ajeno a cierta mirada antropológica, es la figura del actor en su sentido literal, como un tipo de persona definida por su obligación a actuar, es decir, alguien del que se espera una acción en la medida en que está en un escenario y frente a alguien que lo observa esperando ver algo. Esta expectativa es la que se va a ver turbada por una serie de circunstancias que ponen de manifiesto el hecho mismo de la actuación:

Más que crearse una historia por fuera de la obra, el relato principal del actor, con lo que el actor concretamente dialoga, es con las dificultades de cada función: zonas que teme que lleguen y al mismo tiempo ansía pasar lo más rápidamente posible, porque se siente incómodo, porque no logra dar con el tono preciso. La conciencia de la actuación es un elemento, un material concreto con el que el actor dialoga (León 2005: 4)

Esas dificultades se van a convertir en protagonistas de la obra, de ellas adquiere ésta su peculiaridad. El resto del proyecto, como continúa explicando el autor, consiste en ficcionalizar esos obstáculos de modo que se instalen plenamente en la obra, abriéndose así a posibles lecturas simbólicas. Hacer visible la actuación va a suponer, por tanto, la focalización del componente físico y emocional de ésta, lo que a su vez va a estar acompañado de un énfasis en la realidad material del espacio donde esas acciones tienen lugar y de los objetos que se van a emplear. Un recurso común es el trabajo con situaciones tanto física como emocionalmente difíciles que impidan a los actores recurrir a las convenciones habituales, que serían fácilmente reconocibles por los espectadores. El actor es colocado en una situación incómoda, y el proyecto (creativo) consiste en ver qué ocurre, cómo se comportan, qué surge a partir de ahí. En la fase final del experimento es el propio espectador quien pasa a formar parte de éste, en la medida en que también está obligado a actuar, es decir, a asumir una postura ante lo que está viendo, ya sea de interés, indiferencia, fastidio, aburrimiento… una reacción que a su vez repercutirá en la obra, en el trabajo de los actores y finalmente en el propio director y el modo en que éste se va relacionando con su propio trabajo. Se trata, por tanto, de moverse en un espacio siempre inestable, atravesado por acciones abruptas movidas por emociones dispares y hasta impredecibles.

Sus obras se construyen en espacios cerrados, de reducidas proporciones, submundos atravesados por una compleja densidad emocional, en los que una impresión de intimidad envuelve también al espectador. Éste tiene la sensación de estar presenciando algo hecho para ser actuado, pero sin un ánimo claro de ser exhibido; como explica León (2005: 121), son obras tienen un «volumen bajo», de modo que «el espectador tenga que acercarse, hacer un trabajo para acceder al material», sobre el que éste ha de desarrollar su propia experiencia, no predeterminada por marcas de género, tipos de actuación o rasgos temáticos. Estos espacios cerrados pueden adquirir una lectura alegórica en función de la materialidad figurada o real a la que remiten; así, en Cachetazo de campo, se transmite una rara sensación de aislamiento ligada en el imaginario geográfico argentino al interior del país, mientras que en Mil quinientros metros sobre el nivel de Jack es el agua el medio que simbólicamente, pero también a un nivel real (escénico), produce en la obra una sensación de enclaustramiento que nos habla de la historia argentina.

Esta travesía, delimitada por unos contornos espaciales claramente definidos materialmente, se inicia cuando el director decide reunirse con un grupo de actores y no se cerrará mientras que el proceso de búsqueda y representación siga en marcha. La obra debe crecer sobre lo que el autor denomina una «energía grupal»; esta idea de grupo, de interacción de unos con otros, ocupa un lugar central en su trabajo. Tomando como punto de partida una situación única, cada obra va creciendo en las direcciones impuestas por las emociones, reacciones y actitudes que van surgiendo a lo largo de los ensayos.

Todo lo que acontece o aparece en escena adquiere un grado de literalidad que intensifica la materialidad; objetos y acciones quedan desprovistos de motivaciones lógicas que los envuelvan con un sentido previo; son sobre todo y en primer lugar tal cual las vemos, antes que metáforas o símbolos de otras realidades. Sin la posibilidad de un significado previsible el espectador queda enfrentado con la dureza áspera de unas acciones y un espacio en estado puro, en su máximo nivel de realidad. La presencia de este mundo escénico, material, físico y emocional, se potencia con el contraste entre unos objetos, actores y acciones que no buscan una impresión de unidad estética o lógica, sino más bien de atonalidad, elementos sujetos a una lógica escénica y por ello profundamente material que los hace avanzar en direcciones diversas.

La dimensión performativa que tiene toda actuación teatral queda así resaltada, situada en un espacio intermedio, inestable, entre el plano simbólico o la dimensión ficcional a la que puede remitir la representación, y la dimensión performativa, que convierte las acciones en algo autónomo, visibles en sí mismas, escapando constantemente en función de su propia realidad directa a tantas lecturas como se puedan proponer: «La obra funciona como soporte para que aparezca el relato personal del actor, para la aparición presente de manifestaciones reales producto de la interacción diaria con la función, con el público de ese día, con los otros actores de ese día» (León 2005: 4).

De este modo, si su primer trabajo consistió en ver qué ocurría cuando dos actrices se pasan la hora entera de representación llorando; su siguiente obra tuvo como protagonista una bañera de la que no deja de rebosar agua, un televisor encendido, una actriz de 70 años que únicamente sale del agua al final de la obra, sus dos hijos (uno de ellos interpretado por un actor de nueve años), vestidos con trajes de buzo de neopreno, y la novia de uno de ellos; en Museo Miguel Ángel Boezzio es un ex-actor, piloto en la guerra de las Malvinas (lo que le hizo pasar once años en un hospital neurosiquiátrico) quien ofrece una detallada conferencia sobre él mismo, convertido en un museo viviente; y finalmente, en El adolescente son tres actores jóvenes los que confrontan sus cuerpos, su resistencia física, sus modos de pensar y actuar con los de dos adultos que tratan de integrarse en el grupo de éstos. En Todo juntos, su primera película, es él mismo y la que por entonces era su novia, la actriz Jimena Anganuzzi, los que se ofrecen como actores para explorar lo que ocurre en la fase final de ruptura de una relación sentimental, que ellos mismos en su vida real estaban comenzando a experimentar. Su segunda película, Estrellas, realizada junto con Marcos Martínez, se centra de manera explícita en la figura del actor; el trabajo gira en torno a la personalidad de Julio Arrieta, fundador de una escuela de actuación en la villa miseria de Buenos Aires en la que éste vive; con esta escuela Arrieta ha llegado a producir películas, publicidades y programas de televisión.

Quizá no sea un azar que el libro que recoge sus textos, acompañados de abundantes notas de trabajo, Registros. Teatro reunido y otros textos se cierre con una referencia a John Cassavettes y las situaciones características del cine del director norteamericano, no en vano construidas sobre improvisaciones, que parecen tomar vida propia para avanzar por un camino desconocido previamente incluso para los propios actores, emancipados a través de sus propios cuerpos, emociones y reacciones de las ideas iniciales propuestas por el mismo director.

Bibliografía

Federico León, Registros. Teatro reunido y otros textos, coord. y ed. Jorge Dubatti, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005.

http://www.revistateina.com/teina/web/teina10/tea2.htm

http://www.kunstenfestivaldesarts.be/archief/en/2003/art/art19.html