Monos como Becky (1999), de Joaquim Jordà, es una película atravesada por la teatralidad desde el inicio. Obra tardía desde el punto de vista biográfico, condicionada por el infarto cerebral que el director sufriera dos años antes, esta película es la más rica de cuantas Jordà realizara a lo largo de su trayectoria como cineasta, pues en ella se resumen muchas de sus obsesiones y en ella se presenta, armado y desarmado al mismo tiempo, con todos los recursos del cineasta y toda la bondad del hombre.

Dramaturgia
Aunque el guión original fuera concebido como una biografía de Egas Moniz, inventor de la técnica de la angiografía y uno de los impulsores de la leucotomía cerebral en los años cuarenta , la película podría ser más bien descrita como un ejercicio de convivencia con un grupo de enfermos mentales, a quienes se propone convertirse en actores para escenificar un momento de la vida y de la muerte del científico portugués. De arquitectura compleja, la película se construye mediante la articulación de materiales de diversa índole: las opiniones sobre la leucotomía y la psiquiatría de especialistas en diferentes campos del saber mientras pasean en el interior de un laberinto, la convivencia con los enfermos de la Comunitat Terapèutica de Malgrat de Mar y el relato de sus historias, la investigación sobre la figura de Egas Moniz, confiada al actor Joâo María Pinto, la historia de Egas Moniz, incluyendo alguna secuencia reconstruida ficcionalmente, la historia del propio actor, él mismo intervenido a causa de una depresión profunda, la experiencia del realizador y su paso por el quirófano (incluyendo imágenes del cerebro sobre el que se intervino para solucionar un ictus), los ensayos de la representación teatral, dirigida por Joâo Pinto y la actriz Marian Varela y, por último, la representación y el visionado de su registro en vídeo por parte de los internos. Cada una de estas líneas nos remite a una dimensión o a una concepción diversa de la teatralidad, que a continuación propongo analizar en el contexto de la obra del realizador.

Escenografía
Lo primero son las imágenes del laberinto, por el que deambulan los sabios: un psiquiatra, un neurocirujano, un sociólogo, un filósofo. „Entra”, se escucha recitar en off al propio Jordà, „saldrás sin rodeo. El laberinto es sencillo. No es menester el ovillo que dio Ariadna a Teseo.” [Monos como Becky: 00:00:24-00:00:31] La función de estas secuencias (en color) es aportar información cualificada sobre el origen de la técnica desarrollada por Moniz y reflexionar sobre sus implicaciones médicas y éticas. Pero Jordà no se conforma con recoger las opiniones: pone en escena a los sabios haciéndoles recorrer un laberinto formado por los setos del laberinto de Horta (Barcelona). El laberinto es una escenografía encontrada, pero es también, sobre todo, una metáfora del cerebro. El real, abierto y vivo, lo veremos más adelante en la secuencia documental sobre la intervención practicada al propio Jordà. El saber no es neutro: es siempre una escenificación del saber y el filósofo Jorge Larrosa, como no podía ser menos, parece ser muy consciente de ello, como se desprende de su indumentaria romántica, de su gesto atormentado y del desarrollo dramático de su reflexión sobre la diferencia entre zoos y bios, previa a la denuncia del sinsentido que implica tratar de preservar el zoos a costa de destruir el bios.

Actores
En segundo lugar, Jordà nos presenta a los enfermos, de visita en un zoológico. Los monos a los que observan remiten a la famosa Becky , que da título a la película. Pero también introducen el primer momento de teatro dentro del teatro. Los enfermos asisten al espectáculo que inocentemente (¿o no tanto?) ofrecen los monos, incluida una escena de sexo. Si Becky fue el modelo que animó a la práctica de la lobotomía en humanos, los monos (zoos) son los actores naturales en quienes se reflejan los humanos (bios): en la secuencia del autobús que los devuelve al centro de internamiento, reflexionan precisamente sobre su condición de actores y su experiencia frente a la cámara.
Ellos consideran que están haciendo una película. Y efectivamente, se trata de una película que muestra un proceso de realización teatral. Los internos son al mismo tiempo actores de cine y actores de teatro. Como actores de cine, se interpretan a ellos mismos; se ponen en escena, como los sabios, en el contexto de una cotidianidad alterada por la presencia del equipo de filmación y por los actores que dirigen la representación teatral. Como actores de teatro, interpretan a personajes ficticios, aunque inevitablemente se interpretan sobre todo a ellos mismos, ya no poniéndose en escena, sino más bien enmascarándose.
El recurso al teatro dentro del cine tiene una historia casi tan extensa como la del teatro dentro del teatro o el cine dentro del cine. Por la condición de los actores, enfermos psiquiátricos, resulta inevitable recordar el modelo del Marat-Sade de Peter Weiss (estrenada en 1964) y la película realizada por el propio Peter Brook a partir de su escenificación en 1967. Es posible que, en un primer momento, Jordà llegase a considerar ese modelo, cuando pensó encomendar a Marcel.lí Antúnez la interpretación del esquizofrénico que finalmente presentaría Ramsés Espín, o a Carles Santos la realización de su guión en forma de espectáculo musical con el título Cerebros desnudos. La demora en la consecución de fondos permitió superar la trampa en la que había caído Brook y en la que sigue cayendo continuamente el cine: la de pensar que basta mirar a los otros para apropiarse de su mirada.
En La conexión (1959), basada en un texto de Jack Gelber, los actores del Living Theatre habían intentado llegar más allá no limitándose a reproducir comportamientos, sino tratando de implicarse totalmente en una situación ya no concebida como representación, sino como vivencia real. En este caso, el cine dentro del teatro (que más tarde se convertiría en cine dentro del cine en la película de Shirley Clarke) funcionaba no como un medio de extrañamiento, sino como un medio para hacer real el objeto de la filmación; la superposición de dos niveles de representación dotaba al primero de una apariencia de realidad inalcanzable en su presentación directa.
Sin embargo, había aún una dimensión de falsedad en esa suplantación del otro que llevó al Living en una dirección diversa: asumiendo la imposibilidad de representar la mirada y dar voz a los otros, decidieron proponer situaciones espectaculares que hicieran posible la participación y el diálogo. Jordà, heredero de aquellas prácticas revolucionarias, no renuncia a los mecanismos brechtianos de extrañamiento y las posibilidades de valorización de lo real que el cine dentro del cine aporta y que ya había utilizado en Númax presenta (1978) o en El encargo del cazador (1990), cuando hace visible su presencia como realizador, su voz e incluso el modo en que se deciden las localizaciones y los planos. Pero no se limita a ese juego intelectual, formal e ideológico: sabe que sólo recurriendo a la escucha puede aproximarse de forma efectiva a la mirada ajena.
La inmersión en la comunidad de enfermos practicada por Jordà y su equipo pone de relieve la enorme distancia que les separa de la mirada del científico de cuya biografía se había partido. Para Egas Moniz, acostumbrado al lujo y la respetabilidad, los enfermos no eran más que problemas médicos, casos que resolver, y la solución hallada para uno podía servir para todos; solo desde una conciencia de la superioridad pudo Moniz tomar la decisión de intervenir el primer cerebro humano (operación que tuvo que encargar a un neurocirujano, pues él mismo no lo era). Jordà, que había sido intervenido en el cerebro por otras razones (y a quien la operación salvó la vida a costa de alterar sus capacidades psicomotrices), carece absolutamente de la soberbia de Moniz y es capaz de establecer una conversación y un diálogo equilibrado con los pacientes a quienes visita y con quienes comparte la experiencia de la recreación teatral y cinematográfica.
El juego teatral se plantea, por tanto, no como representación, sino como inducción de una situación en la que no prima lo espectacular, sino la escucha, y en la que el director no asume la función de creador sino de organizador de relaciones. El teatro se aproxima a la terapia. O bien la terapia se aproxima a la vanguardia y, sin saberlo, los internos se comportan como aquellos actores que en los años sesenta y setenta decidieron que ya no era legítimo representar a los otros y que debían presentarse en primer lugar ellos mismos en relación con su entorno, con la sociedad y con la historia. Cuando en un momento del proceso de ensayos se pide a las actrices que relaten una biografía inventada de los personajes que les han asignado, son incapaces: su pasado pesa tanto en ellas que inevitablemente aflora. Petri cuenta su vida y no puede detenerse, lo hace con una frialdad pasmosa, repitiendo algo que sin duda ha repetido miles de veces y que por ello ha distanciado: su boda con un joven en Extremadura, los malos tratos, la separación, la persecución del joven… Marta, la chica de la mirada perdida, cuenta cómo quedó encinta de un hombre casado que se negó a reconocer al niño: „Yo soy madre soltera”, comienza. [Monos como Becky: 00:57:03] Y así se lanza a la narración de una historia que para ella es algo simple pero que contiene las razones de su desequilibrio, su trauma. La cámara les deja hablar, respetuosamente, no se les recuerda que deben inventar, se les deja, se les acompaña, desde abajo, en silencio.
Ya en las primeras secuencias, Jordà coloca la cámara al servicio de los pacientes, les pide que se presenten y les permite expresar sin censuras ni manipulaciones aquello que quieran: Juan es el más locuaz al principio, entusiasmado por convertirse en estrella por un día; Marta apenas habla, pero muestra su interés por enfrentarse a la cámara; Ramsés, el joven de la cabeza afeitada, parece hosco, habla poco y, sin embargo, será el único capaz de articular al final discursos con sentido. Es con él con quien Jordà mantiene una conversación sobre la medicación que cada uno tiene que consumir. Se establece una complicidad clave para el desarrollo posterior de la experiencia. En un momento dado, Ramsés dirá:
Yo tengo esquizofrenia. Opino que soy como una planta. Me han de cuidar, me han de dar diplomacia, me han de dar ética y tratarme bien, esto es lo primero. Lo segundo es el tratamiento con pastillas, pero hablar también sirve para curar […] Necesitamos alimento de palabras y de… por esto la película es una terapia. [Monos como Becky: 01:28:36-01:29:59]

Para muchos psiquiatras, „el discurso de Ramsés es el de un esquizofrénico”. „Y lo es, evidentemente”, comenta Nuria Villazán, „pero ellos utilizaron un tono peyorativo” (Barceló/Fernández 2001: 43). Y es el tono precisamente lo que hace posible la convivencia, la comunicación y la creación sin alterar la realidad objetiva. El tono respetuoso de la cámara es coherente con la actitud de escucha de Jordà y Pinto. En contraste con los psiquiatras que avanzan ese tipo de comentarios y que definen el límite de la normalidad trazando una línea recta e irrebasable entre seres humanos de un tipo o de otro, Jordà y Pinto son capaces de reconocer las sinuosidades y discontinuidades de esa línea. La psiquiatría clasificatoria ha sido uno de los instrumentos más eficaces de discriminación al servicio del poder. Y la película de Jordà, como todas sus películas, es también una película sobre el poder.

Trama
Durante la investigación ficticia llevada a cabo por Joâo Pinto en Lisboa, Jordà juega a montar las noticias del Nobel de Medicina a Moniz con un documental en que se muestra la investidura como doctor honoris causa de Franco en una universidad portuguesa. La secuencia sirve para recordar la vigencia de los regímenes fascistas en ambos países y sugiere una relación entre el comportamiento del doctor hacia sus enfermos y el del régimen hacia sus ciudadanos. La aceptación del fascismo por parte de Moniz no le sirvió, sin embargo, para ganarse el apoyo entusiasta de su gobierno tras la concesión del Nobel.
Joâo Pinto, actor de teatro profesional, repite ante la cámara las investigaciones previamente realizadas por Joaquim Jordà y Nuria Villazán. De los múltiples escenarios visitados y testimonios recogidos, impresiona sobre todo el de la guardesa en la Casa Museo del científico. Jordà hace que Pinto visite la casa y monta ese recorrido con las explicaciones de la guardesa, al principio reacia a hablar, pero finalmente locuaz, acrítica y fiel tanto al encargo recibido del científico como a las indicaciones dadas por el director, que le hace concluir la escena cerrando ceremoniosamente la puerta ante las narices del operador.
La seguridad con la que la guardesa representa su función de custodia de la memoria es paralela a la seguridad con la que el propio Moniz representaba la función social derivada de su posición y de su situación. Moniz concibió su casa como una escenografía adaptada a las diferentes actuaciones que debía llevar a cabo a lo largo del día, una escenografía en la que todo ocupaba su posición exacta, como la ocupaban también los actos en la dramaturgia de su vida. Y ello afectaba obviamente a cuantos le rodeaban: convertidos en muebles, los habitantes de la casa adquirían la condición de piezas al servicio de una representación egocéntrica, en tanto los enfermos se convertían en objetos y finalmente eran reducidos a documentos y pruebas de sus méritos científicos. Yendo un paso más allá, Moniz quiso que esa teatralidad se perpetuara en el tiempo: su casa debía ser un museo al servicio de la educación, de la ciencia y, por supuesto, la preservación de su memoria. El espacio de vida se superponía siniestramente al espacio de muerte, mostrando claramente la simbiosis entre la teatralidad social y la musealización de la experiencia en el planteamiento vital de Moniz.
La musealización de la teatralidad social estaba ya presente en la primera película de Joaquim Jordà, Día de muertos, un cortometraje de 12 minutos rodado en el cementerio de la Almudena de Madrid el 1 de noviembre de 1960, en el que Jordà se esforzó por mostrar el contraste entre la pretensión musealizante del régimen y la realidad irrefutable de aquella sociedad amordazada por el fascismo, reprimida por la iglesia, castigada por la precariedad económica y lastrada por un atraso cultural de siglos.
Pero esa falsedad inherente a la teatralidad social no acabó con la transición política, sino que evolucionó hacia otras configuraciones de poder, ya no visibles en forma de ejes verticales, sino en forma de redes a las que los individuos se adhieren sin consciencia en muchos casos del funcionamiento efectivo de la red ni de sus mediaciones, pero con la certeza de su necesidad y de la seguridad que les aporta. De nens (2003), la película que Jordà filmó después de Monos como Becky, muestra con toda claridad el funcionamiento de esa red a partir de una situación teatral por excelencia: el juicio contra los llamados „pederastas del Raval”:
Descubro – declaraba Jordà – que en un juicio está contenida una gran carga dramática, hablo desde un punto de vista formal, no de lo que ocurre dentro, sino de la estructura del juicio, que es una estructura dramática perfecta. […] un juicio español tiene muy poco que ver con el juicio cinematográfico […], con el juicio americano […]. Pero el ordenamiento de un juicio por sí mismo ya tiene una dramaturgia perfecta: primero hablan unos, después hablan otros y luego, si se da el caso, hablan los acusados, y luego hay un suspense, porque no se sabe qué va a ocurrir, y al cabo de unos días, de una semana, de un tiempo, sale el desenlace, la sentencia, todo este conjunto. (Jordà 2004: 43)

Jordà consiguió autorización del presidente del tribunal para introducir sus cámaras en la sala durante los once días que duró la vista en enero de 2001. A la teatralidad intrínseca descrita por Jordà, se añadió la consciencia por parte de los principales actores de estar siendo filmados. A diferencia de Abbas Kiarostami en Close up (1990), Jordà no manipuló el montaje: las reacciones de fiscales y jueces corresponden a las palabras actuales de cada acusado, no se añadieron falsos contraplanos, ni se filmaron declaraciones a posteriori. Aunque selectivo, el juicio que se muestra es registro atento del real. Lo que se ve son los esfuerzos del tribunal y los fiscales para vencer la somnolencia que les afecta durante la declaración del principal acusado (quizá después de una copiosa comida conjunta); el desprecio con que se trata a los acusados, no tanto por el delito que se les imputa, sino más bien por su extracción social; el consecuente descuido en el manejo de las pruebas; el desinterés con el que han leído el expediente y que les lleva a confundir nombres, fotografías, declaraciones; el descaro con que los integrantes de la fiscalía tratan de ganar puntos ante sus superiores o ante el presidente del tribunal; la impudicia con la que éste se exhibe ante sus colegas a costa de los pobres desgraciados de El Raval y a la vista de la cámara, de cuya presencia, sorprendentemente, es consciente.
Las irregularidades de la investigación policial y las lagunas del proceso quedan de manifiesto durante las audiencias. Pero fiscales y jueces se resisten a poner en cuestión el trabajo de la policía, se resisten a empezar de nuevo o dedicar más tiempo del necesario a un juicio del que sólo depende el futuro de unas personas (como los esquizofrénicos) socialmente prescindibles. La superioridad social está brutalmente puesta en escena en la disposición de la sala, en esas mesas elevadas sobre las que se sientan los togados, en una disposición que mantiene la de la Inquisición y que convierte a sus ocupantes en restos de una época pasada, la que retrató Carl Theodor Dreyer en su Juana de Arco (1928). Jordà filma por ello una escena en el vestuario, donde cuelgan las togas a la espera de ser vestidas: la liturgia forma parte del poder. Hacia el final de la película, las alabanzas directas al juez por parte del fiscal, las sonrisas cómplices de la joven ayudante escuchando a su jefe, y la exposición de conclusiones por parte del acusador de la Generalitat, todos ellos mostrando su superioridad intelectual y su madurez respecto a los acusados y su servilismo al poder, resultan patéticas.
También la prensa es cómplice de esta red, y Jordà lo muestra sin necesidad de enfatizarlo. En su mayoría, los reporteros que cubren el juicio son jóvenes, sin experiencia y sin tiempo para profundizar en las historias que cuentan, sin demasiado interés por comprender a las personas, obligados a enviar sus crónicas de voz o de palabra con urgencia, deseosos de triunfar en su carrera y, probablemente, pasar a un destino más notable. La disconformidad de Jordà con la prensa se muestra en ese travelling mediante el que la cámara sigue al acusado, Tamarit, por la espalda: mientras los medios se agolpan frente a él para captar su rostro, la cámara de Jordà es la única que lo acompaña hasta el interior de la sala (a donde los periodistas no pueden acceder). En contraste con quienes siguen el juicio de la tribuna y dan por buenas las investigaciones de la policía, Jordà se empeña en ver la realidad de cerca, hace sus propias búsquedas, se esfuerza en mostrar la complejidad, e incluso en ir más allá de la realidad visible mediante las secuencias teatrales realizadas por la compañía La Vuelta o la actuación musical de Albert Pla con la que arranca la película.
En Monos como Becky la crítica de la teatralidad social adquiere un tono sarcástico, mediante ese montaje gamberro de las secuencias del honoris causa a Franco, el premio Nobel a Moniz y la risa nerviosa que, como un leitmotiv, se asocia tanto a los locos como a los monos. Al final de la película, dos secuencias dramatizadas inciden irónicamente en esa teatralidad que voluntariamente practicó Moniz: la visita a la tumba del personaje, sobre la que su mujer arroja unas flores, y la llegada de Moniz a la Academia de Ciencias, donde pronuncia un discurso: la imagen de Pinto en la sala vacía se monta con la voz real de Moniz, sólo respondida por unas risas irreales. De este modo, y con enorme crueldad, Jordà niega a Moniz sus pretensiones de gran actor dramático en el teatro de la historia de su país y lo condena a la repetición de una actuación solitaria y a la disolución de su presencia bajo una lápida silenciosa.

Personajes
Estas secuencias burlescas son las últimas de una serie de dramatizaciones en clave realista que señalan momentos significativos de la vida de Egas Moniz: Joâo Pinto encarna al personaje principal, en tanto Marian Varela, la actriz que durante los ensayos en la Comunitat Terapèutica actúa como su ayudante, interpreta a Deslinda Fonseca, la enfermera jefe de Moniz, y a Elvira de Macedo Dias, su mujer. La primera secuencia muestra el momento dramático en que, sosteniendo un cerebro de plástico en la mano, Moniz clava con decisión un estilete en él para señalar el punto exacto en que se debe practicar la leucotomía; sobrecogida, el gesto corporal de la enfermera no deja lugar a dudas sobre la connotación sexual que el irónico Jordà quiso añadir a la escena; aunque no contento con ello, Jordà hace un travelling hacia atrás para, fiel al maestro Brecht, mostrar el set de rodaje y la presencia del equipo de filmación que se relaja una vez acabada la toma. La segunda secuencia tiene lugar en la casa de Moniz y da cuenta de la devoción alienada de su mujer y del orden perfecto que reina en su vida, donde hasta los momentos de ocio forman parte de una estudiada construcción personal y social.
Rodadas en blanco y negro y de una máxima sencillez, estas escenas cumplen una función similar a la que cumplirían en De Nens las escenas „realistas” interpretadas por los actores de La Vuelta: la historia de Conxi, una chica del barrio que al final de los setenta lideraba una pequeña banda de delincuentes, que se hizo yonqui y acabó matando a un taxista , y la vecina que en verano de 1997, basándose en sus observaciones desde el balcón de su casa, denunció a la policía el supuesto abuso infantil con que se inició el caso. Al igual que en Monos como Becky, estas dramatizaciones no son necesarias desde el punto de vista narrativo, pues la información que contienen es conocida y ha sido expuesta en otros momentos en forma de testimonio o documento: su importancia radica más bien en el tono y en la perspectiva. Contribuyen en Monos como Becky a enfatizar el romanticismo en que se envuelve el personaje e introducen una perspectiva irónica por parte del realizador; en De nens, sugieren esa atmósfera de cine negro que Jordà imaginó en el primer momento para su historia y plantean también una clara sospecha sobre la manipulación de la historia y la debilidad de las pruebas que dieron origen al caso. „No podía intervenir en este juicio”, aseguraba Jordà, „pero podía hacerlo a través de personas interpuestas”, necesitaba „montar un alter ego y decir lo que pienso sin manipular el juicio.” (Jordà 2004: 43)
Pero además de las escenas realistas, los intérpretes de La Vuelta, Marta Galán, Mireia Serra, Núria Lloansi, Xavier Robés y Óscar Alvadalejo, propusieron diferentes improvisaciones a partir de los materiales del juicio, tratando de profundizar en la experiencia del abuso infantil. Las escenas del juicio real son tan ricas en registros teatrales y tan poco solemnes que el contraste buscado con el grotesco de este segundo tipo de dramatizaciones no alcanza la efectividad deseada. Sin embargo, estas secuencias están en línea con la necesidad de „mostrar el otro lado” que permanentemente ha regido el empeño documental de Jordà. Para „mostrar el otro lado” hay que recurrir a la investigación, al testimonio, a los datos, pero también en algunos casos a la ironía, al esperpento, incluso a la fantasía.
Jordà recurrió por primera vez al teatro dentro del cine en su película Númax presenta… (1977). En este documental sobre la experiencia autogestionaria de los trabajadores de Númax tras el abandono de la fábrica por sus propietarios, faltaba la voz y la presencia de éstos; y al no poder obtenerla, Jordà decidió dramatizarla. Lo hizo con la colaboración de la compañía de Mario Gas sobre el escenario del „Institut del Teatre”. En el mismo decorado en que en esos días se representaba El jardín de los cerezos de Chéjov, los capitalistas, los abogados y los políticos relacionados con el caso „Númax” conversaban plácidamente, desplazados a un nivel de realidad secundario. Para acentuar el desplazamiento, Jordà optó por filmar las secuencias en plano general fijo y dividir el escenario en dos partes: una reservada a los protagonistas de la acción, otra a una sucesión de bailarines, acróbatas y equilibristas que ponían un contrapunto absurdo a la acción. En las antípodas del realismo chejoviano, el grotesco llegaba al máximo en la última escena de esta serie (suprimida en la versión definitiva), que fue concebida como un espectáculo musical en que se mostraba simbólicamente el traslado de la fábrica a Brasil. El conjunto de estas secuencias resultaba teatralmente pobre y estéticamente irritante. La construcción espectacular del poder es privada de la belleza que habitualmente se arroga; ésta queda transferida al interior de la fábrica, y aparece en los rincones de su precaria arquitectura, en los rostros de las trabajadoras y trabajadores, en su palabra y en su sonrisa. Ya que no es posible apoderarse del capital económico, tratemos al menos – parece sugerir Jordà – de desproveerlo de su capital simbólico.

Vestuario y maquillaje
Desde el punto de vista espectacular, la representación teatral realizada por los internos de la Comunitat Terapèutica de Malgrat de Mar – con la que se cierra el proceso creativo que sirve de eje a la película Monos como Becky – resulta decepcionante; es como un rescate de ese teatro de cartón piedra presentado en Númax por la compañía de Mario Gas, pero sin la ironía ni la intencionalidad de grotesco que animaba a aquéllas. La inclusión de la secuencia hacia el final de la película responde en este caso no a intereses narrativos, estéticos o ideológicos, sino a la necesidad de mantener la coherencia con el modelo de realización elegido para abordar la vida de Egas Moniz. „Si habéis empezado”, le dijo una enfermera del centro a Jordà, „tenéis que llegar hasta el final. […] Yo personalmente”, comenta éste, „hubiera preferido prescindir de la representación, haberme ido por otros lados, pero había una necesidad ética.” (Barceló/Fernández 2001: 37)
La accidentalidad de la representación final aleja la propuesta de Jordà de la planteada en La Commune, 1870 (1999) por Peter Watkins, realizador, no obstante, con quien mantiene numerosas coincidencias. Como Jordà, Watkins inició su producción en la década de los sesenta, en el ámbito del documental, y como él, desde el principio, recurrió a la dramatización y a la fantasía basada en documentos reales para tratar de aproximarse a una verdad que los medios de comunicación maquillan, manipulan o falsean.
De un modo casi inverso a como concluye la primera secuencia dramatizada de Monos como Becky, La Commune comienza con un avance de la cámara hacia el set en que se rodará la película: pasa por delante de la mesa técnica del equipo, se encuentra con dos personajes que declaran interpretar el papel de periodistas de una anacrónica televisión y continúa recorriendo los diferentes espacios dramáticos construidos para el rodaje de las secuencias de los episodios revolucionarios en el interior de una nave habitualmente usada por Armand Gatti y su compañía La parole errante. Para el rodaje de La Commune, Watkins reclutó a doscientas veinte personas, de las cuales más de la mitad carecían de experiencia como actores. No era la primera vez que Watkins trabajaba con no profesionales: lo había hecho ya en su segunda película, The forgotten faces (1961), y continuaría haciéndolo en sus producciones posteriores (Sánchez 2007: 244-247; 254-259). Los actores de Watkins no tenían que representarse a sí mismos, sino, por lo general, a personas corrientes situadas en contextos o situaciones históricas diferentes en los que tratan de reaccionar con una naturalidad imposible: es en el choque de la naturalidad y las carencias interpretativas, entre lo espontáneo y lo defectuoso, donde aparece un elemento de discurso sumamente interesante para el realizador inglés.
Por otra parte, los actores no profesionales no son instrumentalizados meramente para la dramatización de un suceso histórico o la representación de una ficción verosímil, sino que son invitados, como los actores brechtianos, a implicarse críticamente en la fábula y hacer visible su propio discurso. En La Commune esto resulta especialmente visible : en paralelo al trabajo de documentación del equipo, los actores fueron invitados a implicarse personalmente en la investigación sobre los acontecimientos históricos. Durante las semanas previas al rodaje, se constituyeron grupos de trabajo que debían centrarse sobre un colectivo histórico concreto, hacer suyos los debates planteados ciento treinta años atrás y considerar su vigencia. Esta cesión de responsabilidad discursiva a los actores es coherente con la duración de las tomas, que hacían posible el desarrollo de argumentos aprendidos, pero también de la improvisación.
Resulta evidente el paralelismo entre los procedimientos de Watkins y los de Jordà. Watkins utilizó los acontecimientos históricos de La Commune para hacer surgir una comunidad artificial, que reflexionara y se posicionara sobre la situación presente y también sobre el tratamiento sesgado de la historia y de la actualidad por parte de los medios de comunicación, que en su planteamiento aparecen como residentes del poder. Jordà utilizó la biografía de Egas Moniz para inducir una relación en principio „artificial” con los miembros de una comunidad previamente constituida, para construir en colaboración con ellos una crítica de la psiquiatría y la neurología, en su planteamiento residentes del poder, con un efecto, aunque no pretendido, terapéutico. Para Jordà no es importante el resultado dramático, sino el artefacto documental; para Watkins el artefacto fílmico coincide con el dramático; pero en ambos casos su interés se desplaza claramente al proceso. Watkins concebía su película como un material para la discusión y el debate, que habría de funcionar como objeto relacional en su proyección siempre concebida como evento colectivo. La efectividad de Monos como Becky como material de discusión queda demostrada en la publicación del libro editado por Lola Barceló y David Fernández de Castro (2001), en el que se propone su utilización desde el punto de vista de la psiquiatría y no desde la crítica fílmica o la estética. Por otra parte, Jordà inserta esa discusión en el interior mismo de la película, cuando hace coincidir el momento de la representación teatral con el de su visionado.
Tras introducirse en los camerinos y registrar atentamente el proceso de vestuario y maquillaje de los internos, sus nervios, su emoción, sus caprichos (el más extrovertido de los internos insiste en pintarse un bigotito retorcido hacia arriba, a lo Dalí), llega el momento más esperado para ellos, pero también para el espectador, que ha seguido su trabajo durante toda la película. Consciente de la decepción espectacular que ese momento comportará, Jordà se adelanta y recurre a un nuevo procedimiento brechtiano: las escenas de la representación en el jardín son montadas con las escenas del visionado colectivo en una de las salas del centro, durante el cual los protagonistas se admiran, se asombran, se burlan de sí mismos, comentan y critican. En contraste con la tosca realización y la pobreza visual de la representación pública, el visionado resulta, en cambio, rico y emocionante. Se entiende que el artefacto teatral sólo tenía sentido para los internos, pero que el proceso en su conjunto tiene un interés más amplio. Así lo reconoce el psiquiatra que dirige el centro (a quien Jordà había conocido años atrás cuando visitó Malgrat de Mar con Marcel.lí Antúnez). Es entonces cuando Marta, la chica de la mirada perdida, con una naturalidad entrañable, confiesa a Jordà que quiere ser actriz y dedicarse al cine, y cuando poco más adelante, Ramsés pronuncia su lúcido discurso sobre la frialdad y la mecanización de la medicina, asegurando que no hay solución a su enfermedad sin cuidado y sin cariño.

Iluminación y dirección
A lo largo de Monos como Becky se insertan diferentes escenas en color, que contrastan con el blanco y negro general de la película. Según Jordà, las imágenes en blanco y negro corresponden a su mirada (después del ictus no distinguía los colores), las demás a una mirada neutra. En color se montan las secuencias del laberinto, algunos fragmentos de la representación teatral, las que documentan la enfermedad de Jordà y las que acompañan el relato de las crisis maníaco-depresivas de Joâo Pinto y su reflexión sobre las mismas.
El realizador describe su infarto como una iluminación. Entrevistado en su apartamento, rodeado de libros que ya no puede leer, recuerda:
Sería algo así como las tres de la tarde. Y de pronto noté como un rayo, la sensación es la de un rayo que me cruzaba la cabeza. […] Inmediatamente lo relacioné (una cosa curiosa) con la caída de caballo de Saulo que se convierte en Paulo y pasa de ser perseguidor de cristianos a jefe del cristianismo expansivo. A mí no me dio por eso, pero ese rayo, esa imagen de Saulo convirtiéndose en Paulo, creo que aparece en Los Hechos de los Apóstoles, siempre la vi representada como un rayo que cruza el cerebro. […] Y a partir de ese momento todo cambió. [Monos como Becky: 00:31.34-00:32:44]

Aunque el Ictus no impidió a Jordà atender a los temas que le interesaban y mantenerse inflexible en su actitud disidente, condicionó irreversiblemente su trabajo, no sólo por la limitación de sus capacidades logopédicas , sino porque el tratamiento de la enfermedad se constituyó en un centro de su experiencia y de su actividad. Sin saber muy bien para qué utilizaría ese material, Jordà pidió a Carles Gusi que documentara las diferentes fases de su enfermedad, aunque la secuencia de la operación la filmó Enric Davi, director de fotografía de la segunda Un cos al bosc, personalmente interesado por entrar al quirófano. Fueron Víctor Erice y José Luis Guerín quienes animaron a Jordà para que aprovechara ese material en la película (García Ferrer/Martí Rom 2001: 12). Y, a pesar de la resistencia primera, decidió finalmente utilizar cuatro fragmentos, las cuatro secuencias en color que documentan diversos momentos de su enfermedad y recuperación, desde la imagen de su despertar tras la operación, aún en la mesa del quirófano, hasta las sesiones de logopedia en el centro sanitario. En la secuencia filmada en el interior del quirófano, el cámara pide al médico que le muestre con mayor claridad el interior del cerebro, y éste se lo concede, persuadido por una enfermera que, ajena al drama del paciente, anima al cirujano a que se imagine Steven Spielberg. Esta secuencia se monta con las explicaciones del doctor Burzaco sobre los nuevos métodos de esterotáctica, y son posteriores a las brutales imágenes del documental sobre las operaciones en cadena realizadas por Walter Freeman en Estados Unidos. Si Moniz representa el poder que desprecia la vida en beneficio de la ciencia, Freeman representa al charlatán que desprecia la dignidad en beneficio del enriquecimiento rápido, pero también del espectáculo. Freeman es la espectacularización de la neurocirugía, en paralelo a otros modos de espectacularización de la vida social.
Obviamente, el planteamiento de Monos como Becky cambió de forma radical como consecuencia del ictus y la consecuente operación sufrida por Jordà. Su interés externo por la figura de Moniz se complementó con su capacidad para comprender al paciente, a aquel cuya cabeza se interviene. En una secuencia, muestra sin pudor su dificultad para reconocer los colores y los palos de una baraja; en otra, conversa con Ramsés sobre las pastillas que cada uno toma. Jordà no practica el narcisismo: introduce material propio para enriquecer el debate, para dejar constancia de su compromiso y para poner también al descubierto su perspectiva. La exhibición de su debilidad le permite un diálogo horizontal con los enfermos que favorece los procedimientos relacionales puestos en juego.
También Joâo Pinto, el actor portugués que dirige la representación teatral, fue sometido a una operación en el cerebro para tratar una depresión profunda que provocó su internamiento en un psiquiátrico durante veinte días en 1978. La cámara acompaña a Pinto hasta un psiquiátrico muy similar a aquel en que estuvo internado: filmado por la cámara en travelling de seguimiento frontal a lo largo del pasillo circular al que se abren las habitaciones y que rodea un patio algo abandonado, Pinto da detalles de su enfermedad, de su internamiento y de la operación que para él fue una liberación. Ya en color, la cámara recoge imágenes de toallas secándose sobre los árboles, habitaciones abandonadas, palomas picoteando en el patio; Pinto explica las secuelas que le dejó la intervención: crisis maníaco depresivas que, curiosamente, también describe como iluminaciones; se trata, según explica, de algo llamado „síndrome de felicidad”, una especie de hiperactividad que se prolonga durante horas. Finalmente, Pinto asegura que ha aceptado su enfermedad, que vive bien con ella y que lo hace gracias al teatro, una actividad muy adecuada para personas como él.
Tanto Joaquim Jordà como Joâo Pinto reúnen, pues, las condiciones idóneas para establecer un diálogo con los internos de Malgrat, a quienes tanto Moniz como Freeman habrían convertido sin dudarlo en vegetales. Y esa idoneidad abre otro interesante juego en el interior de la película: la disputa por la dirección. Obviamente, es una disputa lúdica, planteada por una de las partes; lo cierto es que Pinto dirige a los internos y al propio Jordà en el interior de un documental dirigido por éste; aunque, en la representación realizada en el psiquiátrico, Jordà se reserva el papel de sheriff y, a diferencia del resto de intérpretes, no se viste de época: se limita a encasquetarse una gorra con una estrella.
Por una parte, Jordà renuncia al guión original para compartir parcialmente la autoría con Villazán, Pinto, sus colaboradores y los internos del psiquiátrico, que pueden condicionar (como es evidente en la secuencia de psicodrama) no sólo ciertas derivas de la acción, sino incluso los tiempos de algunas tomas. Por otra, reivindica su función de „sheriff”, que se hará plenamente efectiva en el proceso de montaje. El diálogo entre apertura y clausura de la autoría se había planteado en términos muy parecidos en el rodaje de La Commune: se trataba de poner en cuestión la jerarquización propia de la producción audiovisual y explorar los límites y las contradicciones de otros modos de realización; pero, como el propio Watkins anota, ya durante el rodaje y, por supuesto, en el montaje, se puso en evidencia el conflicto entre la pretendida colectivización en la construcción del discurso y el mantenimiento de la figura del director como responsable último del proceso (Barceló/Fernández 2001: 83). La pregunta por la autoría, tan habitual en el teatro contemporáneo (¿quién es el autor?: ¿el dramaturgo?, ¿el director?, ¿los actores?), se traslada así al cine que recurre a lo teatral, aunque transformada en sus términos. Y, si bien es cierto que cabría hablar de cierta cesión de la autoría al equipo, de la presentación del director como un organizador o, en cierto sentido, como un „conceptor” , nadie tendría dificultad en atribuir a Peter Watkins la autoría de La Commune y a Joaquim Jordà la de Monos como Becky.
Esta cuestión adquiere mayor interés al tratarse de dos películas que se sitúan en la frontera entre el documental y la ficción, un territorio frecuentemente transitado en los últimos años por directores procedentes de ambas orillas: muchas películas documentales recientes buscan diferentes modos de articular realidad y ficción recurriendo a reconstrucciones, dramatizaciones, presencias subjetivas, intervenciones, incluso manipulaciones de lo visible con la intención de hacer presente lo real. Y esta penetración de la ficción en el documental es simultánea a la de lo real en el cine de ficción: mediante el recurso a actores no profesionales, la renuncia a efectos especiales o equipos cualificados de rodaje, el desvelamiento de la filmación, etc. Tampoco es extraña la presencia del director en el relato: si Kiarostami se hace presente mediante actores que ejercen la función de doble, Wim Wenders mediante su voz y Peter Watkins lo hace mediante textos, Joaquim Jordà, como Michel Moore, decide arriesgarse personalmente. Y, aunque ya se le había visto desempeñando funciones de director en películas anteriores, en Monos como Becky su riesgo es máximo.
La exposición del autor no mina su autoridad, pero sí hace evidente la perspectiva. La secuencia más interesante de las que cuentan con la participación de los actores de La Vuelta en De nens, es precisamente aquélla en la que actúan como comparsas, acompañando a Jordà en el momento de su confesión laica: con la cabeza de Mireia Serra apoyada en su hombro, cuenta la anécdota de los tocamientos que sufrió por parte de un cura, un episodio infantil al que no concede demasiada importancia. Pero ¿qué habría sucedido si al denunciar aquello hubiera sido interrogado durante horas por la policía y luego acosado por los medios, tal como les ocurrió a las víctimas del caso que se documenta en la película? Esto sí le habría traumatizado. Jordà, que en otra ocasión reconoce haber traducido a Lewis Carroll simplemente por el amor que sentía hacia él , hace explícita su perspectiva. De este modo, el espectador puede ponerse en alerta hacia una peligrosa comprensión de las tendencias pederastas reconocidas por Tamarit, sin por ello renunciar a la lectura crítica de la trama de intereses económicos y políticos que explican la magnitud del caso y la severidad de la condena (si se compara, por ejemplo, con las resultantes de los múltiples casos de pederastia en el seno de la iglesia católica).
Este tipo de secuencias remiten a una larga tradición de solos, cuyo origen se remonta a los años setenta, en los que el material biográfico se ponía al servicio de la afirmación identitaria o de la crítica social y política. Aquí, además de esa función, cumplen la de explicitar la perspectiva y, por tanto, permiten que podamos definir estas películas no como documentales ni como ficciones sino más bien como ensayos cinematográficos. „Los ensayos de Benjamin, o los de Baudelaire, tienen algo de diario, de narración, de reflexión”, escribe el propio Jordà. „Y algo así está apareciendo en el cine.” (Jordá 2004b). La práctica del ensayismo permite al director recurrir a gran cantidad de instrumentos, que encuentran homogeneidad en la definición de la perspectiva. Entre estos elementos, es fundamental el teatro, la dramatización, la exposición de la persona ante la cámara y, en ocasiones, la acción o la intervención directa.
El teatro y el cine intercambian los valores que culturalmente les fueron asignados en el siglo XX: si el cine fue desde sus orígenes valorado por su capacidad para reproducir la realidad, en contraste con el teatro, marcado por el pecado original del artificio, directores como Joaquim Jordà muestran las potencialidades subversivas del teatro para hacer visible aquello que una realidad teatralizada y espectacularizada esconde. Las imágenes de la realidad están tan mediatizadas por su instrumentalización espectacular (mediática, publicitaria, ilusionista), que sólo la generación de un proceso no reductible a imágenes – un proceso compartido, como es propio del teatro – parece permitir la aparición y la comprensión de lo real subyacente. En definitiva, un nuevo regreso a Brecht desde la experiencia de la cultura hipermediática, con toda la ironía y la sabiduría y la astucia que el dramaturgo alemán aprendió de los chinos en sus años de exilio, y también con el convencimiento de que la imposibilidad de la revolución no disminuye las de la disidencia. „Ante una cosa como ésta”, comenta Jordà a propósito de De nens, „[…] lo único que puedes hacer es lo que Albert Pla hace en la película: murmurar, no vas a gritar, sería tonto, murmuras” y „[…] el murmullo es esto, una desaprobación para sí mismo.” (Jordá 2004a) Obviamente, las películas de Jordà son algo más que un murmullo y, a pesar de la marginación a que las sometió el sistema comercial de distribución en España, ese murmullo es una voz y es un discurso: un discurso de la disidencia y una propuesta de ensayismo cinematográfico que marcará ética y estéticamente, mucho más que la mayoría de las películas realizadas por la industria cinematográfica española, la producción de los nuevos autores.

Bibliografía:

Barceló, Lola/Fernández de Castro, David 2001, Monos como Becky, Barcelona, Virus.
Bourriaud, Nicolas 1998, Esthetique relationnelle, París, Les presses du réel.
Foucault, Michel 1997 [1961], Historia de la locura en la época clásica, México, Fondo de Cultura Económica.
Casali, Renzo, 1967, „Algo más que una introducción: una protesta“, en: Primer Acto, nº 91 (diciembre), pp. 40-44.
García Ferrer, Joan Manuel/Martí Rom, Josep Miquel 2001, Joaquín Jordá, Barcelona, Associacó d’Enginyers Industrials de Catalunya.
Jordà, Joaquim 2004a, „Murmurar es una desaprobación para sí mismo“ (entrevista a Joaquim Jordà realizada por Anuschka Seifert y Adriana Castillo), en: Lateral, nº 114.
Jordà Joaquim 2004b, “El auge del documental viene de la crisis del cine» (entrevista realizada por Joaquín Rodríguez Marcos), El país, 26-06-2004.
Jordà, Joaquim 2005, entrevistado por Lluís Bonet Mojica el 16-11-2005, en: http://www.e-barcelona.org (03.02.2007).
Laddaga, Reynaldo 2005, „Mundos comunes. Metamorfosis de las artes del presente“, en: Otra parte, nº 6 (invierno), 7-13
Manresa, Laia, 2006. Joaquín Jordá: la mirada libre, Filmoteca de Catalunya, Barcelona.
Sánchez, José A. 2007, Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Madrid, Visor.
Watkins, Peter 2004, Historia de una resistencia, con introducción de Ángel Quintana, Festival Internacional de Cine de Gijón, Gijón.