Vivimos en una era de riesgo que es global, individualista y más moral de lo que suponemos. La ética de la autorrealización y logro individual es la corriente más poderosa de la sociedad occidental moderna. Elegir, decidir y configurar individuos que aspiran a ser autores de su vida, creadores de su identidad, son las características centrales de nuestra era. Ulrich Beck (1999: 13)
La sociabilidad, por así llamarla, flota a la deriva, buscando en vano un terreno sólido donde anclar, un objetivo visible para todos hacia el cual converger, compañeros con quienes cerrar filas. Existe en cantidad…, errante, tentativa, sin centro. Zygmunt Bauman (1999: 11)
Podríamos pensar que la relación del teatro con lo social —o en otros términos: del arte con la política— es una utopía, es decir, una imposibilidad, la imposibilidad de lo social o al menos la constatación de una precariedad, la dificultad de ir más allá de un yo individual. La crisis del teatro como discurso característico de la Modernidad tiene que ver con la debilidad del pensamiento de lo colectivo; la inestabilidad del tejido social que no se apoya en una estructura institucional y al mismo tiempo la fragilidad del propio teatro como fenómeno grupal. La revolución artística de la Modernidad, desde que se decretara la emancipación del “arte” como fenómeno específico, se ha explicado en términos de límites e imposibilidades. Sin embargo, a medida que nos alejamos de los años setenta, pero sobre todo ya a partir de los noventa, estas limitaciones sin dejar de pensarse en términos de forma han vuelto a discutirse en un plano social ligado en muchos casos a posiciones éticas.
Como recuerda Beck (1995: 5), en los años ochenta Margaret Thatcher, por entonces Primera Ministra en el Reino Unido, afirmaba que la sociedad ya no existía, lo que existían eran los individuos. Esta declaración queda como insignia del neoliberalismo que comenzaba a imponerse. Una rama de la sociología insiste, sin embargo, en la tesis inversa, el thatcherismo invertido: no desaparece la sociedad, sino que todo se hace social, incluso lo privado. Pero si todo es social, igualmente nada es social, o al menos lo social se convierte en un fenómeno difícil de determinar por falta de límites. De un modo u otro, la salud del espacio social, y quizá por ello también del teatro, empieza a deteriorarse de manera singular a partir de los años setenta.
La aparente invisibilidad de lo social corre en paralelo a la presencia creciente de un yo individual convertido en un producto de mercado. A más individuo no ha habido más sociedad, a pesar de que las instituciones y espacios públicos no hayan dejado de multiplicarse. Sin embargo, la relación del individuo con todo ese aparato que se ofrece como público no es de proximidad, sino todo lo contrario. Da la impresión de que los puentes entre individuo y sociedad, entre el yo y el grupo se han averiado; la política se profesionaliza y los argumentos que podían prestar identidad a esos grupos se dispersan entre intereses individuales. Este es el punto de partida de Bauman (1999: 10) para replantear la búsqueda de lo político en la sociedad actual:
el incremento de la libertad individual puede coincidir con el incremento de la impotencia colectiva […] no existe una forma fácil ni obvia de traducir las preocupaciones privadas en temas públicos e, inversamente, de discernir en las preocupaciones privadas temas de preocupación pública.
Cabe esperar que en tanto que fenómeno grupal el teatro se viese afectado por los cambios en la manera de percibir lo social. Plantear las formas que adopta la comunicación escénica como reacción y respuesta a los funcionamientos de otros espacios sociales; pensar la creciente marginalidad de las artes escénicas a partir de los ochenta como síntoma de otras marginalidades; descubrir la precariedad del medio escénico como signo de otras precariedades, no solamente escénicas, sino sobre todo económicas. De este modo, la práctica teatral se deja entender como reacción, como testimonio físico de un acto de resistencia escénico —es decir, social— en el que la política y el cuerpo, lo público y lo privado se recuperan como las dos caras de un mismo debate.
En su búsqueda de la política, Bauman (1990: 11) propone la idea del agora como vía para solucionar el desencuentro entre individuo y sociedad, «un espacio público que no es ni público ni privado sino, exactamente, público y privado a la vez». Esta idea no resulta ajena al teatro del siglo XX, que en muchos momentos y especialmente en los sesenta y setenta recurrió a ella como modelo para pensarse. En la última década se recupera este imaginario del encuentro, aunque el modo de organizarlo es ahora distinto, como consecuencia de un momento histórico también distinto. El agora escénica a la que mira el teatro actual combina, como dice Bauman, su vocación social con el pensamiento de lo personal y lo privado, es decir, con la idea de individuo. A partir de los años noventa se ha ido planteando de manera conflictiva un horizonte público descubierto por una mirada personal, donde lo social y el yo chocan. Este espacio se ofrece al otro como posibilidad simbólica de un encuentro, de un cara a cara en la comunicación, ya sea entre actor y actor, o entre escenario y público. Sin dejar de pensar el yo como privilegio de una libertad subjetiva a la que ya no se quiere renunciar, la creación escénica ha demostrado una necesidad creciente de abordar explícitamente temas sociales. En cierto modo, la escena actual puede entenderse como respuesta a esta necesidad, convertida en motor de conflicto, como vía para plantearse lo social desde el yo, la política desde el cuerpo.
El material vivo sobre el que se construye el hecho escénico se subraya como sujeto y objeto del proceso creativo. Este componente vivo siempre ha formado parte de la escena, pero ahora se acentúa la simultaneidad de esta doble condición social e íntima a la vez, ligada al momento de la actuación, que se hace visible en sí misma como elemento central para pensar la comunicación con el otro. De esta condición deriva Fernando Renjifo la singularidad de la comunicación teatral y lo sofisticado de un tipo de representación en el que se habla «de lo vivo con lo vivo». Dentro de esta situación destaca un elemento también significativo para discutir hoy tanto el teatro como el campo social, la situación de exposición a la que obliga la comunicación escénica, anticipada a otro nivel por la cultura de la imagen y los medios. A lo largo de los años noventa el actor se convierte una vez más en la base para repensar el hecho teatral: «Esa vida real que se expone a ser vista, esa realidad que se autocoloca en un espacio de ficción creo que es lo que constituye lo específico, la magia y la esencia del hecho teatral». Esta voluntad de exponerse adquiere una dimensión ética, pero también poética, un lado éste último en el que insiste Renjifo distanciándose de posiciones de compromiso político que pueden resultar obvias e incluso comerciales. Peter Sloterdijk retoma esta situación como discurso central de su libro Venir al lenguaje, venir al mundo. Traducido en términos más escénicos y menos literarios este título se convertiría en algo así como «venir a la actuación, venir al mundo». El filósofo alemán resalta este acto de hacerse público, de mostrarse frente a un grupo de personas, como lo específico no sólo del hecho artístico, sino también de lo político.
Otros creadores de la escena española actual, como Juan Domínguez o Marta Galán, coinciden en resaltar este material humano, es decir, el hecho de que en el teatro se trabaje con personas, como el motivo final que explica su atracción por este medio. «Esa dimensión relacional, social, me interesaba mucho. Me interesaba la dialéctica posible entre los integrantes del equipo», dice Marta Galán, calificando el teatro como «el formato artístico perfecto para incidir en lo social mediante una disección radical de lo humano […]. Personas hablando a personas. Personas que se muestran ante otras personas».
En un ensayo titulado «Las reglas de este juego», Roger Bernat (2006) propone el teatro como un laboratorio de la realidad, una especie de tubo —espacio— de ensayos donde se experimenta con situaciones reales. De forma comparable a aquellos observatorios de paisajes naturales o urbanos construidos desde finales del siglo XIX, presenta el teatro como una suerte de observatorio de paisajes humanos, paisajes personales que inevitablemente remiten a una compleja red de interacciones con el otro, de miradas y presencias, de visibilidades e invisibilidades, de espacios intersubjetivos, inestables y no por azar escénicos, que sólo existen mientras se están produciendo. Las «reglas del juego» a las que se refiere el creador catalán para describir el funcionamiento del teatro son las reglas de un juego eminentemente social, determinado por unas convenciones colectivas por definición: «no me alejo de la tradición teatral —afirma Bernat (2006)— sino que me intereso por uno de sus aspectos fundamentales: la convención». Entendido de este modo, el teatro se refiere a unas formas de organización, a unas convenciones que pautan la relación con el otro. La observación y manipulación de éstas se convierten en objeto de la creación teatral, no a través de su representación, sino de su puesta en práctica a modo de un juego que es al mismo tiempo teatral y social.
Juan Domínguez recurre a un código teatral para reflexionar en voz alta sobre las convenciones escénicas que regulan las formas de comunicación (escénicas), tratando de dar la vuelta a esa situación de poder que implica la comunicación unidireccional, como se expone en la discusión que mantienen los bailarines con el director al comienzo de The Application. El complejo plano metateatral sobre el que se construye esta obra, a modo de ideas, propuestas y posibles escenas para un futuro trabajo, queda convertido, cuando finalmente llega éste, Shichimi Togarashi (que sólo casualmente conserva el título propuesto en el espectáculo anterior), en un espacio construido sobre una serie de acciones cara a cara en las que ya no se mira al público, sino que se actúa a partir de las reacciones del otro (actor). Lo visible y lo invisible de esta maquinaria de encuentros, proximidades y ocultamientos, que es también el centro del hecho escénico, se hace tema explícito de juegos y representaciones imaginarias entre Juan Domínguez y Amalia Fernández, solos en un espacio blanco de intimidad que se cierra con la muerte final —también imaginaria— del primero.
Algo específico de este cuerpo a cuerpo, en comparación con otros modelos escénicos que indagan también en la naturaleza inestable de ese núcleo primero de sociabilidad, es que la construcción ficcional y la representación actoral en el caso de Shichimi Togarashi no sólo no quedan excluidas, sino que se proponen como instrumentos centrales en esta investigación sobre lo social-escénico, lo cual resulta llamativo teniendo en cuenta que no se trata de un artista proveniente del medio teatral, donde, al contrario, el rechazo a las mediaciones de la ficción ha sido mayor.
Ya sea a través de representaciones que se muestran como tales o por medio de citas de la realidad, el teatro se muestra como una maquinaria de experimentación con los modos de relacionarse, no sólo los evidentes, las convenciones aceptadas por una sociedad o un teatro, y presentadas como naturales, sino también las escondidas, las no aceptadas, las utópicas, como esas «utopías operativas» a las que alude Marta Galán en Estamos un poco perplejos y que retoma en la conversación citando a Baudrillard, utopías irrealizables pero útiles, convertidas en instrumentos para operar (escénicamente) con el presente. A través de la creación teatral se hace visible el tejido invisible que nos vincula con el otro. El espacio escénico se convierte en un campo de pruebas desde donde se define una ética, es decir, un modo de situarse frente al que está delante.
Las páginas que siguen son una reflexión sobre ese tejido social, sus cualidades y funcionamiento, tomando como observatorio la creación escénica a partir de los años noventa. Se trata de una aproximación social al hecho escénico, iluminando algunos caminos que permiten relacionar un espacio y otro. La hipótesis de partida no es solamente la atención creciente que este medio ha demostrado hacia las cuestiones sociales, sino sobre todo, por cuanto puede resultar más significativo, la dificultad, convertida en fuente de creación, para llegar a dibujar en escena este horizonte social, transformado desde los años setenta.
Para referirse a este último período abierto desde entonces Beck (1999) ha acuñado etiquetas como «segunda modernidad» o «sociedad del riesgo global», mientras que Bauman (2000) habla de la «modernidad líquida». Lo que justifica estas denominaciones es el hecho de que las formas de vivir los núcleos de sociabilidad característicos de la «modernidad primera», como la familia, las clases sociales o las relaciones de género, se han transformado, empezando por los mismos principios individuales que han socavado en los últimos veinte años la ontología de estas estructuras de grupo.
En una entrevista citada por Bauman (2000: 12), Beck alude a una serie de categorías o instituciones «zombis», que el primero retoma como síntomas de la desintegración de la fase sólida de la Modernidad; se trata de conceptos o instituciones que están muertos, que han dejado de funcionar, aunque se sigan utilizando por razones de inercia cultural o intereses económicos. Como ejemplos del estado de precariedad del campo social, Beck cita modelos de organización, como la familia, la clase o el vecindario, que han perdido capacidad operativa. De manera comparable se podría pensar el teatro como otra institución «zombi» que ha dejado de funcionar, pero no por ello ha desaparecido, sino más bien al contrario, como demuestra la proliferación de teatros públicos y festivales.
La relación de lo institucional con el teatro es llamativamente fuerte, mucho más que con otras artes escénicas; a esto se refiere Renjifo: «Ni la burguesía ni el Estado van a dejar morir su teatro». Esta alianza histórica ha tenido un efecto de embalsamamiento, de aislamiento frente al flujo de la historia, que se agudiza en las sociedades culturalmente más conservadoras. En este sentido la valoración del teatro clásico como patrimonio de la cultura española ayuda a explicar la estrecha alianza entre las instituciones, no sólo teatrales, sino también académicas y culturales, con el teatro.
Ahora bien, el teatro, como otros modelos de organización del espacio social, está ligado a unas prácticas grupales que no han dejado de transformarse a lo largo de los siglos. Los cambios de las últimas décadas, vinculados al funcionamiento de la macroeconomía y las tecnologías de la imagen y las comunicaciones, han hecho que algunas de estas etiquetas se terminen transformando en cáscaras huecas, lo que no ha impedido que pierdan capacidad de representación o más bien capacidad espectacular, y por ello política. Esto las mantiene en circulación, aunque con ese sospechoso rictus de vitalidad del que se somete por enésima vez a una cirugía para seguir pareciendo el mismo. «Así el teatro muerto nunca acabará de morir», concluye Renjifo.
Frente a este desolador panorama de individualismos poco propicios para el medio teatral, puede resultar llamativo que Juan Domínguez, en The Application, frente a un micrófono que sostiene con ambas manos y acompañado por una banda musical con un inconfundible tono setentoso, en medio de la estruendosa atmósfera de una noche de fiesta por Berlín, haga una inesperada declaración de amor hacia un medio que cotiza a la baja en el mercado de la cultura: «ya sé que estamos en un teatro, y me gusta este medio; tengo un montón de cosas que proponeros… un montón de cosas».
La teatralización de la danza es un fenómeno sintomático (Sánchez 2006b). La comunicación teatral vino a proporcionar un espacio de apertura para unos cuerpos que necesitaron incorporar una palabra y un gesto autorreflexivo, en un juego de desviaciones de unos géneros frente a otros, retomando el nombre de aquella muestra, comisariada por Blanca Calvo, La Ribot y José Antonio Sánchez, que marca a finales de esta década (1997-2001) un momento de reflexión sobre el camino recorrido hasta entonces por las artes escénicas más ligadas a la danza (Sánchez, 1999, Sánchez y Cónde Salazar, 2003). A esta necesidad de repensar el presente (escénico) hace alusión igualmente un encuentro como Situaciones, organizado en Cuenca entre 1999 y 2002 también por José Antonio Sánchez y Horacio González (Sánchez 2003a), en donde se trató de continuar con el desarrollo de espacios de visibilidad para impulsar un mapa de las artes escénicas que se había ido deshilvanando a lo largo de los noventa.
Dentro de este panorama de desvíos y contaminaciones la palabra se recupera, por tanto, como instrumento de reflexión. A diferencia de su utilización en las poéticas estructuralistas como base formal de experimentación, en los noventa se siente una necesidad de acercamiento a lo social para la que la palabra vuelve a funcionar como modo de socialización y puesta en común.
Sobre este paisaje de fondo, el espacio teatral, al que a su vez se aproximan otros lenguajes como las artes plásticas, la literatura o el cine, queda como heredero de un modo de comunicación tradicionalmente vinculado a un imaginario grupal, que a menudo ha llegado a tener un cierto carácter mítico. Las denominaciones que hacen alusión a los modos de organizar el trabajo teatral se han sucedido a lo largo de la historia: bululú, farándula, compañía, trouppe, grupo, colectivo, núcleo, etc. Como dice Bernat (2006), «las reglas de este juego» son también las reglas de una estructura laboral. Estos apelativos, de los que se encuentran listados tan citados como el de aquel Viaje entretenido de Agustín de Rojas, ya en el siglo XVII, han servido para conformar un imaginario del teatro que, en un tiempo donde lo social se convierte en una idea difícil de asumir, se hace en sí mismo problemático, cuando no anacrónico. Sin embargo, lo aparentemente contradictorio de tener que pensar la escena contemporánea en términos de «grupos» pone de manifiesto la por otro lado inevitable dimensión colectiva de todo hecho teatral, aunque no se formule de manera explícita.
La palabra hace visible a su emisor como ser social, como animal político; es un medio material para proyectar hacia afuera una interioridad que se transforma así en herramienta fundamental para la conformación de una identidad. A través de la palabra se pone en escena una personalidad frente a alguien que lo presencia, aunque se trate de un diálogo con uno mismo en un juego de desdoblamientos. En el caso de la palabra escénica, esta proyección hacia afuera se hace más clara en la medida en que se teatraliza, es decir, que se pone en escena con conciencia de la función o el efecto que ha de cumplir: la palabra convertida en espectáculo de sí misma. En términos formales, sería un error pensar que cuanta más palabra, más teatralidad, pero no lo sería en términos sociales; la palabra escénica configura un horizonte de comunicación público, un espacio exterior que vincula al yo con un grupo, lo que acentúa la teatralidad social de la actuación.
No es casual que el teatro haya contribuido históricamente a la construcción de las identidades. El último período en el que esto funcionó fueron los años sesenta y setenta, cuando la escena proporcionó un espacio de encuentro y un modelo de comunidad a un sector social que buscaba una identidad política. Durante este tiempo un cierto tipo de teatro respondió a unas necesidades políticas. Tampoco es casual que en escenarios más recientes se citen a menudo aquellos años en los que lo teatral y lo social alcanza una envidiada sintonía, como en Trilogia 70 (1999-2001), donde la General Eléctrica hace un repaso de elementos característicos de la cultura de protesta de aquel tiempo, comparándolos con lo que ocurre en la actualidad. A la par que se modifican las formas de sociabilidad, cambian las estrategias para la construcción de identidades. A ello ha contribuido el desarrollo de medios de comunicación que han ido en beneficio de otro tipo de espectáculos que ofrecen mayor anonimato y viajan a más velocidad. Esto no ha cambiado el hecho de que el teatro, incluso cuando se incorporan las nuevas tecnologías, siga siendo fundamentalmente un acontecimiento grupal.
En este sentido explica Marta Galán su atracción por el medio teatral, aludiendo a su dimensión personal y colectiva al mismo tiempo. El componente humano se manifiesta como algo físico, pero a la vez social en su necesidad de comunicación con el otro. En la era de los medios, de las telecomunicaciones y los simulacros, el teatro se revela como un espacio capaz de conjugar lo más público con lo más privado, paradójicamente igual que la televisión, una suerte de teatro electrónico que impone un modelo escénico dominante, aunque con un tipo de realidad y de política distintos.
Más público, más privado, del 2001, es el título de la obra de Olga Mesa, una artista que viniendo de la danza ha evolucionado también hacia planteamientos pensados desde una confrontación directa entre el espacio personal y el horizonte público. Esta obra, donde Juan Domínguez utiliza un circuito cerrado de vídeo para hablar en privado con un sólo espectador, se refiere a la necesidad de convertir al otro, a través de la mirada de uno mismo, en el centro de la realidad escénica (Sánchez 2003). Una situación de comunicación que quiere ser privada y pública a la vez, y que se manifiesta en lo que tiene de encuentro físico e intelectual, de espacio compartido por un grupo de personas que se hacen más presentes a través de un modo de comunicación convertido en objeto de creación.
Esta idea del encuentro apunta a la idea de grupo, pero sin dejar de cuestionarlo, un grupo inestable cuyos modos de comunicación van a ser cuestionados como convenciones. Ésto es también lo que Juan Domínguez descubre en el medio teatral; de ahí que a continuación de su espontánea declaración musical, se encare con los espectadores para preguntarles «¿quiénes sois?, ¿qué queréis?, ¿qué coño pensáis?». En esa pregunta insistente por el otro convertido en un tú al que se habla directamente, radica la dimensión teatral a la que se refiere el autor y uno de los ejes por los que transita la creación escénica desde los años noventa.
Quizá por esta cualidad social en una época de individuos, el término «teatro», fijado por el peso de tradiciones culturales y juegos de intereses institucionales, ha llegado a ser una denominación aparatosa y hasta molesta en el campo de la creación; una denominación que ha terminado defendida más por quienes esperan obtener algún rédito de ella que por aquellos que se plantean un proyecto en términos creativos, que son los mismos para los que hablar de «teatro», «danza», «performance» o «artes de acción» es una cuestión, si no reaccionaria, sí al menos secundaria. Daría la sensación que frente a estas otras prácticas la palabra «teatro» ha perdido frescura, capacidad de movimiento, potencia creativa y crítica. Por un lado, está ligada a una compleja tradición convertida en un triste museo de géneros literarios y formas de comunicación que se trata desesperadamente de revitalizar; por otro, hace pensar en un producto cultural que tiene más que ver con la necesidad de ser actuales que con los discursos que hoy día permiten seguir cuestionando esa misma sociedad que produce y consume estos mismos espectáculos teatrales. Parafraseando a Bauman, diríamos que el teatro —o al menos cierto teatro— resulta acaso demasiado sólido para una modernidad líquida.
El adelgazamiento de lo social en beneficio de comportamientos individuales o, siguiendo las tesis del sociólogo inglés, la invasión de lo público por lo privado puede seguirse en la evolución de los comportamientos escénicos desde aquellos años del Teatro Independiente. En ese momento la escena tenía una función de resistencia, a la que aludía el término «independiente», vinculada a la creación de una identidad que expresaba unas utopías sociales, un proyecto político que se va a ir disipando a medida que avanzan los años ochenta y se extiende un clima de desencanto que marca la vida cultural desde entonces. Carlos Marquerie se refiere al momento en que La Tartana abandona los espacios públicos para encerrarse en las salas: en los ochenta se inicia un proceso de distanciamiento —de incomunicación— entre el teatro y la sociedad. Los escenarios de la política recurren, tanto en el plano oficial como artístico, a estrategias espectaculares que terminan dejando fuera de juego a los individuos, incluidos los creadores. No sólo se institucionaliza la política, también el teatro. La escena queda como un espacio para directores, autores y actores profesionales, donde no se busca el acercamiento al otro, sino un acto de exhibición de lo ya logrado; el agora degenera en un escaparate convertido en estrategia de política cultural.
Este progresivo desencuentro tiene en los fastos del ’92 con la celebración del quinto centenario del descubrimiento de América, la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona un hito simbólico. Todo ello coincide con la apertura de una década inaugurada con los casos de corrupción que terminaron con el Partido Socialista, que había liderado el proceso de normalización democrático. Tras su ajustada victoria en las elecciones generales de 1993, el Partido Popular sube al poder en 1996, consolidando una política conservadora que termina de agravar la fractura entre individuo y sociedad, o en un plano paralelo, entre creación escénica y entornos públicos, expresión del fortalecimiento a nivel internacional del neoconservadurismo al que se refería Margaret Thatcher ya en 1988 con aquel «la sociedad no existe». Éste es uno de los puntos de partida de nuestra historia teatral y social, cuando una vez más desde los años sesenta y setenta, la necesidad de replantear las relaciones entre lo privado y lo público, el yo y lo social, lo local y lo universal, el adentro y el afuera adquiere un tono de urgencia que resuena en los ámbitos de la creación escénica.
Tras las energías y sueños colectivos de la Transición el teatro de creación se encierra en las salas, pero su marginalidad ya no es la de aquel estar afuera del sistema social —teatral— institucionalizado, como lo fue en los setenta, sino una marginalidad permitida y subsidiada; para la política cultural va a resultar más rentable mantener estos espacios, exhibiéndolos como escaparate de una política que no se cierra al «teatro alternativo», que abrirse a un diálogo efectivo con el panorama actual de la creación escénica. Mientras tanto, los teatros públicos y otros espacios institucionales pueden seguir con una programación de lo previsible, del teatro como ceremonia de reconocimiento.
Las relaciones entre teatro y sociedad sirven como metáfora de lo que está ocurriendo en las relaciones entre individuo y política, y viceversa. Entre lo público y lo individual se produce un hiato, como dos bordes que pierden el contacto que en otro momento funcionó como utopía artística y también social. Una consecuencia de esta distancia es la dificultad para abordar temas políticos al margen de unas instituciones que han perdido, como el propio teatro, credibilidad, es decir, capacidad de comunicación. Los noventa son una década de desintegración, no sólo del tejido escénico que se había logrado hasta entonces (Sánchez 2006a) —véase como botón de muestra el caso del desaparecido Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, con sede en la Sala Olimpia, dependiente del Centro Dramático Nacional, al que alude Juan Domínguez, transformado hoy en el flamante Teatro Valle-Inclán—,[1] sino también de desintegración del sentido público que había tenido el proyecto social heredado de la Transición, y como reflejo de éste, del proyecto de estructuración de las artes escénicas puesto en marcha con las instituciones democráticas.
Bibliografía
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