En el comienzo está la relación.
Martin Buber (1962: 24)

Preguntarse hoy por la actualidad de la creación escénica implica pensarla desde otros lugares no únicamente artísticos. Por momentos pareciera que este trabajo de transposición no es fácil, especialmente desde los medios institucionales: llegar a ver qué relación hay entre la creación escénica o —por ponerlo más difícil— lo que hoy se entiende por «teatro» y la sociedad de comienzos del siglo XXI, qué relación existe entre la acción que un actor realiza frente a un público y la cultura de los medios y las telecomunicaciones, la cultura de la economía global y la precariedad laboral. Cuando el sociólogo inglés Zygmunt Bauman (2002: 68) afirma que el mayor reto para la sociología del siglo XXI es la debilidad de la acción, que se ha venido profundizando en las últimas décadas, no es difícil concluir que esa pérdida de credibilidad afecta no sólo a la sociedad, sino también al escenario como metáfora de lo social. En otras palabras, la vinculación entre el medio escénico, un medio que opera con la copresencia en tiempo real de actores y espectadores, y la cultura de lo virtual podría ser cuestionada. Hacer creíble una acción es, efectivamente, uno de los retos de la creación escénica en la era de la imagen, de los cuerpos sin cuerpo y las comunicaciones por ordenador.

Sobre este fondo de globalización y precariedad, no sólo del mundo laboral, sino también de la producción escénica excluida de los circuitos oficiales, hay que entender el término «teatro» que aparece en el título de este ensayo. «Teatros para el siglo XXI» no responde al ánimo de predecir el futuro y menos aún de afirmar lo que debe ser la escena del porvenir, sino a una intención de provocar. La versión neutra, no provocativa, de este título sería «Artes escénicas para el siglo XXI» o en un tono más sugerente «Escenarios para el siglo XXI»; sin embargo dice «teatros», para referirse además a una serie de obras y creadores cuya adscripción a este género podría ser discutible. Como afirma Fernando Renjifo en la primera versión de Homo politicus, discutir si una cosa es o no es teatro no es el objeto de estas páginas, como no lo era de su obra —«las discusiones de género siempre son reaccionarias»—; lo importante —añadía el autor— no está ahí, en una discusión sobre los géneros dramáticos o las formas de la comunicación escénica. ¿Dónde está lo importante?

Si este ensayo se hubiera escrito a comienzos del siglo pasado, se hubiera sumado a un coro de voces que no dejaron de anunciar el fin del teatro. A inicios de un nuevo siglo sigue existiendo esta posibilidad de negación, pero esta hipótesis parece interesar menos, no por falta de verosimilitud, sino de operatividad. Las preguntas surgen ahora en un horizonte temporal distinto, están formuladas no en función de un futuro mirado desde un pasado, sino desde un presente que trata de afirmarse ante la reinvención de pasados y el mercado de los futuros. Desde lo inmanente antes que lo inminente de esta especie de imposibilidad del teatro acentuada a lo largo de la Modernidad, síntoma a su vez de tantas otras imposibilidades, la escena trata de afirmarse desde el aquí y el ahora de la pragmática de cada escenario artístico, social o ético, antes que desde su proyección utópica hacia un futuro difícil de adivinar.

En ese aferrarse a una pragmática inmediata —que implica una determinada política— de la comunicación radica quizá «lo importante» a lo que alude Renjifo, no en lo que pueda llegar a ser algo en el futuro, teatro o no teatro, sino en su devenir (escénico), en lo que está pasando a partir de la realidad física y material de estos y otros escenarios teatrales y no teatrales.

Retomando el punto de partida propuesto por Buber al comienzo de estas líneas, el acto del encuentro, abierto a un proceso inestable, a un cara a cara que siempre tiene algo de primera vez, se apunta como una posibilidad más de reinventar los orígenes para seguir pensando el presente. Este encuentro, implícito ya en el acontecimiento (escénico) de la palabra (política), hace visible al tú que mira como motor de un acto originario, construcción del yo y principio de la realidad. El instante del encuentro ilumina un espacio inmediatamente anterior a la representación, previo a lo político.

No se trata ahora de renunciar al campo de la política, sino de reconsiderarlo desde otro sitio en un período caracterizado por el desprestigio de las políticas públicas —valga la redundancia—, la degradación de la cultura democrática y la pérdida de credibilidad de las instancias oficiales. Este maltrecho plano de la política es revisado ahora desde un momento anterior, pero no «anterior» en un sentido temporal, sino desde una coexistencia permanente —como propone Agamben (1978: 64) el concepto de «infancia» referido a la historia— entre dos planos, donde uno está constantemente naciendo del otro: la representación naciendo del encuentro, o la historia, de un momento previo en el que aún no se tiene conciencia de esta. Esta reconsideración, que sirve también para repensar las prácticas escénicas, viene dada por la necesidad de volver a conectar las prácticas políticas con la ética de una actitud personal, las palabras con los cuerpos, las representaciones con el momento anterior de encuentro en el que se generan; la necesidad de pensar el individuo no sólo como parte, sino producto de una sociedad, no en un sentido abstracto, sino próximo y personal, por más que los mitos del liberalismo traten de convencerle de su independencia frente al grupo.

La radicalidad con la que se afirma este aquí y ahora de un acto de comunicación con el otro obliga a construir estos escenarios desde la puesta en escena de un yo desnudo, ético, cínico, socarrón, altivo o violento, frente a alguien que mira, es decir, desde una situación de comunicación (social) que define también una política en el sentido profundo de este término. La dimensión relacional de este acontecimiento, entre un yo concreto enfrentado a un tú al que se dirige directamente, caracteriza uno de los capítulos más significativos de las prácticas escénicas en la búsqueda de un efecto de realidad —como ha estudiado Sánchez (2007: 259-279) en Prácticas de lo real—, eficaz no sólo en un plano artístico, sino sobre todo en el espacio social definido por el grupo de personas que están ahí presentes.

Después de décadas de intensas relaciones entre géneros escénicos y visuales provenientes de espacios distintos como el teatro dramático, la danza, el performance, las artes de acción o la vídeo-creación, surge la pregunta por lo que queda detrás de un término en otro tiempo dominante como el de «teatro»; en qué se piensa cuando se alude a este concepto, medio o género artístico; cuál sigue siendo su utilidad, más allá de una delimitación de géneros que ya no parece funcionar ni como horizonte de trasgresión. Una vez realizadas todas las rupturas, desvíos y contaminaciones, adónde apunta el imaginario de lo teatral dentro del mapa actual de las artes escénicas. Igualmente podría plantearse el interrogante por el imaginario de la danza, transformado desde los años setenta, de las artes de acción, del performance o las artes visuales, aunque la proximidad histórica de algunos de estos campos permite ofrecer respuestas más claras. Sin embargo, cuando pensamos en una práctica milenaria como el teatro, que ha ocupado un lugar central en la formación cultural de Occidente, la cuestión acerca de su espacio social se hace más difícil de formular. Cuando alguien procedente de la danza como Juan Domínguez afirma en The Application su atracción por el medio teatral, a qué se está refiriendo exactamente. ¿Cuáles son los teatros que siguen teniendo alguna eficacia para el siglo XXI más allá de su condición de espectáculos? ¿Desde qué formas de comunicación se sigue proponiendo algún reto escénico, es decir, social a ese grupo de personas que acude a una sala?

Del acontecimiento de la palabra entendida escénicamente, es decir, en un contexto pragmático, pasamos a lo real de un acto determinado por la presencia de un cuerpo frente a otro. De este modo, la pregunta inicial, «¿qué teatros para qué sociedad?», podría transformarse en «¿qué cuerpos para qué sociedades?», unos cuerpos no sólo determinados, sino definidos por su necesidad de llevar a cabo ese encuentro (escénico) que está en la base del hecho social, lo que define el ser-político de estos cuerpos. Estos escenarios —teatrales— permiten volver a plantearse la condición política del hombre desde su determinación social, pero también natural, retomando la idea de la «biopolítica», difundida en los años sesenta y setenta, cuando se comenzaba a percibir el fin del funcionamiento clásico de la política y el comienzo de unas nuevas reglas de juego impuestas por la mundialización de los sistemas económicos. Dentro de este proyecto, al mismo tiempo colectivo e individual, el teatro, siguiendo a Renjifo, se presenta como una posibilidad de llegar «a los territorios más pequeños de actuación, como algo previo o necesario para hablar de política».[1]

Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio (1978), Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004.

BAUMAN, Zygmunt (2002), La sociedad sitiada, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.

BUBER, Martín (1962), Yo y tú, y otros ensayos, Buenos Aires, Ediciones Lilmod, 2006.

SÁNCHEZ, José Antonio (2007), Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Madrid, Visor.

[1] Entrevista realizada en Madrid el 14 de marzo de 2007, recogida en Éticas del cuerpo. Juan Domínguez, Marta Galán, Fernando Renjifo, Madrid, Fundamentos, 2008, pp. 263-277.