Hay muchas cosas que nos parecen naturales: que las calles privilegien a los autos, que los artistas tengan que estar sobre el escenario o que los matrimonios sean sólo entre hombre y mujer, por ejemplo. Pero que parezcan naturales no responde sino a una cosa muy sencilla: la costumbre, la repetición de un hábito que no suele cuestionarse. Y cuestionarse implica preguntarse cómo se he llegado a esto, qué ha hecho posible que las cosas sean así, quiénes, para qué, qué se ha obtenido haciendo las cosas así.
Intentaré decir algunas cosas acerca de los dos primeros casos: el espacio público y el escenario de las artes escénicas; del tercer caso…
A nadie le puede pasar por alto que transitar por la ciudad es la cosa menos natural del mundo. Los tiempos están regulados por los semáforos, hay pocos espacios en que la vista pueda descansar de la publicidad, la atmósfera está repleta de sonidos avasalladores y el espacio está siempre en disputa con otras personas. Incluso en las plazas públicas, hay una serie de acciones que uno no puede desarrollar sin volverse sospechoso: acostarse en el piso, cantar a todo pulmón, caminar de espaldas, etc. Esos espacios, llamados públicos, en realidad no terminan de definir su carácter público: ¿son públicos porque son de todos, o son públicos porque están confinados a la vigilancia de la policía?
Pensemos en esto: en Ecatepec, en los días en que escribo estas líneas, se inaugura un teleférico que conecta una zona periférica con el centro, sin embargo, en la calle, cada día aparecen más mujeres asesinadas, al grado de que Ecatepec resulta el lugar con el índice más alto de feminicidios del país. ¿Qué puede ser más urgente: que los patrones tengan a sus empleados puntuales en los mal pagados trabajos o que las mujeres -y cualquier ciudadano- pueda caminar en paz por las calles y, también, se haga justicia para las víctimas?
Bien, entonces, aquí tenemos un asunto interesante: el espacio público es de todos, pero su administración que correspondería al Estado (la representación de todos) o bien ha cedido a las fuerzas comerciales, o bien ha roto el contrato social que daría equidad a las voluntades ciudadanas que se mueven en él.
Autonomías
Pero demos un paso más, el espacio público no es sólo la calle, sino también los centros culturales adscritos al Estado, como los recintos escénicos, donde acudimos a ver teatro, danza o escuchar música. Pues bien, según una la Encuesta Nacional de Consumo Cultural que el CONACULTA realizó en 2012, ni siquiera un 10% de la población acude regularmente a los teatros, es decir, que siendo de todos, no todos nos beneficiamos de ellos. Voy a esbozar un par de hipótesis al respecto. La primera, por supuesto, se relaciona con el argumento de arriba: el Estado ha fallado en hacer público lo que se hace en los espacios a su cargo. Pero, quisiera ir aún más lejos, con un rodeo histórico que espero hacer fácilmente comprensible.
En términos muy llanos, este periodo que llamamos modernidad ha inventado el arte. Quiero decir que la gente siempre ha pintado o bailado o escrito, pero es en este periodo que al arte se le ha dado “una habitación propia”, un espacio en el que el arte puede ser lo quiera ser. No está obligado a representar la Creación -como en la Capilla Sixtina- o el gusto del mecenas en turno o la utilidad de la comunidad. El arte es arte porque es arte; y ya. Suena raro pero es cierto. Esto establece unas características muy singulares: por una parte, sólo la gente del campo artístico decide qué es arte y que no lo es; asimismo, el espectador, en realidad, no sabe bien qué es lo que se va a encontrar, pues cada pieza artística inaugura su propia tradición, por así decirlo (por eso el arte cuando aparece es tan “difícil” de entender, pues crea sus propios parámetros); y, por otro lado, el arte sólo es realizado por los artistas, es decir que siguiendo la primera característica, son los artistas (y su sistema solar: críticos, investigadores, mecenas) quienes consagran a los nuevos artistas, deciden quiénes quedan autorizados para hacer arte, por encima de la gente normal.
Así, pues, por una parte tenemos a la vida y por otra al arte; y por una parte tenemos a los gentiles (la gente) y por otra, a los inspirados (y autorizados) artistas. Esto no quiere decir que la gente no pinte, baile, escriba o actúe, pero necesita entrar en un riguroso sistema de iniciación si quiere ser considerada artista y su producto como arte. De igual manera, paradójicamente, muchas piezas artísticas quisieran ir contra su naturaleza moderna y (re)unir el arte con la vida.
Repasemos: por un lado, el espacio público aparece como una entidad que se opone al espacio privado, pero que queda a la administración estatal que, en estos días, parece estar haciendo agua por todas partes. Por otra parte, tenemos la autonomía del campo artístico, con su propia legislación, su diferencia marcada entre artistas y personas y su necesidad de que el espectador (parte de las personas) sea más bien paciente, que espere lo inesperado sin casi posibilidad de reconfigurar la pieza artística. Algo, que al parecer, ya no le entusiasma en términos de las artes escénicas.
Espectadurías
Pues bien, acerca de esto último han trabajado algunos artistas a lo largo de la modernidad. Por mencionar algunos ejemplos, en las vanguardias europeas de principios del siglo XX (dadá, futurismo), se intentaba provocar al espectador poniéndolo frente a acciones de dudosa moral u otras que de plano no fuera capaz de sintetizar en su imaginario. Con la llegada del performance, a mitad del siglo pasado, el encuentro entre artista y espectador se volvió más decisivo: el artista proponía acciones que el espectador tenía que continuar para dar el sentido total a la pieza; por ejemplo, Marina Abramovich ponía su cuerpo frente un montón de objetos -entre ellos algunos peligrosos- para que los espectadores los usaran literalmente como quisieran. Con este movimiento del performance, también apareció un rasgo importante de las artes contemporáneas: el acento de la pieza artística pasó de la representación de un mundo ficticio (sustentado por una historia y sus personajes), al propio encuentro entre las personas reunidas: a las acciones reales (que no por ser reales dejan de estar contenidas en un dispositivo construido, esto es ficcionado).
El paso más reciente en lo que llamaré la poética del espectador, tiene por característica principal la idea colaborativa. Esto es, que el espectador no se encuentra ya en el último eslabón de la cadena productiva del arte, sino que se implica en sus fases intermedias. Esto da lugar a muchísimas formas: en las que los espectadores (que ya no podemos seguir llamando así del todo) aportan ideas, o bien se trabaja sobre sus deseos, sus historias o su cotidianeidad y donde luego el artista puede seguir con ellos hasta el final, o tomar nota sobre lo vivido y hacer la pieza sin ellos.
Políticas
Por su parte, como hemos visto por lo menos a partir de 2011, existe un impulso de la gente que vive en los regímenes donde la democracia entró por medio del poder colonial, por impugnar las trampas de la política que usa a la democracia como parapeto para continuar los abusos: de España a Turquía, pasando por Egipto o la Ciudad de México, los cuerpos han tomado las calles. A veces de manera sorprendente, como en las acampadas de la Plaza del Sol en Madrid, o la protesta en solitario de Erdem Gündüz en Turquía. Pareciera que el espacio público quisiera ser ya usufructuado por la gente que no sólo lo transita entre trabajo y trabajo o el hogar y la compra, sino que hubiera una voluntad por habitarlo.
Y no es un impulso a desdeñar: mientras los políticos vuelven la política un teatro de falsedades, la gente quiere usar el espacio como escenario de sus deseos; quiere exponerse, pero también quiere ser respondida. No se trata del escenario donde las luces sólo inundan un lado del lugar, se trata de un lugar de enunciación y de apelación, de queja, argumentación y respuesta. Un espacio de voluntad y deliberación. Ante las fallas del espacio público, la gente mete el cuerpo para conformar un espacio común.
Un común -nunca sobra aclararlo- que no se basa en el consenso, sino en la diferencia: el espacio común no es terso, sino que se encuentra sometido a negociaciones y regateos que dejan ver la inestabilidad de los acuerdos obtenidos, pero que también logran enriquecer la fuerza del trabajo colaborativo, que muestran la manera en la que ninguna solución es única y definitiva y que, a contrapelo de la política y el arte moderno, no dejan la última palabra a los profesionales.
Hablamos pues de una revuelta que suma aspectos artísticos y otros que, a falta de tiempo para aclarar términos, llamaremos políticos. Una revuelta que, también aclaremos, no sabe a dónde va y que irrita muchísimo a quiénes creen saber dictar el curso de los movimientos -artísticos o sociales-. Una revuelta que, finalmente, apela a nosotros: nos llama y nos cuestiona, porque no puede hacerse sin nosotros. Nosotros.
Pasos
Si me has seguido hasta aquí, querido lector, comprenderás por qué me ha inquietado Úumbal desde que lo conocí por crónicas en su antecesor El gran continental. Me llamaba la atención y me emocionaba pensar cómo habría sido la experiencia de esos cuerpos comunes en el espacio común, frente a otros comunes. De manera que en cuanto supe de Úumbal, quise saber más. ¿De dónde saldría la coreografía? ¿Qué cuerpos la encarnarían? Y ¿cuál sería el espacio de su deslizamiento?
Úumbal, entonces, se me apareció -cuando fui a implicarme en ella- como un ensayo de lo posible, o más aún, como lo posible haciéndose ensayo (en el término literario del término: divagación que en sí misma es ya realidad). Me entusiasmó y me entusiasma que todo el saber acuñado en los tiempos autónomos de la danza, se derrame hacia otros cuerpos y otras miradas.
Me gustaba la manera en la coreografía negociaba con el espacio, así, sin pedir permiso, pero imponiéndose con cariño, desviando el curso imaginario de lo que debe ser una calle y su tránsito de automóviles; haciendo que los vecinos salieran a los balcones, que ofrecieran agua o aplausos; que los automovilistas sonrieran cuando un contingente bailarín los envolviera; que las banquetas y los muros fueran grafiteados por cuerpos tan diversos, tan vivos, tan alegres (no en el sentido de ser bobamente felices sino, precisamente, desplegando toda su potencia).
En este sentido, no puede dejar de señalarse la importancia para Úumbal y otros proyectos similares, que ha tenido el hackeo institucional de las personas que administran el Museo Universitario del Chopo. Si arriba señalábamos la general inoperancia de las instituciones culturales, también ha sucedido que algunas personas recuperen la potencia del común que aún late en ellas. El diseño actual del Chopo coordinado por José Luis Paredes Pacho, y la sensible brillantez de Mariana Gándara en la dirección de Artes Vivas, han permitido al Museo una mirada que, sin dejar de ser arriesgada en términos artísticos, busca una articulación con el cuerpo social.
De manera que quisiera reiterar cómo me entusiasmó saber que habían sido personas como yo quienes habían donado los pasos, los trazos corporales que mi hija y yo íbamos siguiendo en el transcurso de la pieza; me conmovían esos cuerpos tan lejanos de los ideales atléticos y virtuosos de los escenarios, bailando desde un deseo que ya no me aparece en los escenarios. Me llenaba de alegría recorrer -bailar- de otra manera un barrio en donde había pasado muchos momentos intensos -buenos y malos-. La pieza se había metido en mi memoria, pero también me re/unía con cuerpos que no suelo reunirme, con cualidades humanas distintas a las usuales. Lo natural -la calle, el baile, el arte- se me había vuelto lo menos natural, y eso era muy valioso.
Coda
Las noticias que llegan ahora a mis ojos son terribles. Todos los días un crimen más, una mujer menos. ¿Cómo no pensar que piezas como Úumbal son urgentes en cuanto muestran una resistencia a la privatización de nuestros afectos, a la pedagogía del crimen que nos aplasta?
Nos urge una poética del encuentro.
Sitio:
http://www.chopo.unam.mx/sitio_uumbal/index.html