Rafael Spregelburd es uno de los creadores de mayor relevancia entre las figuras que emergieron en el campo teatral de Buenos Aires durante los noventa. En dos artículos publicados en el año 2000, Osvaldo Pellettieri daba cuenta de la presión que ejercían por entonces las prácticas emergentes para desplazar de su lugar dominante a los modelos afianzados en los setenta alrededor, sobre todo, de diversas variantes del realismo. Se trataba de una disputa encubierta que generaba una crisis en la dominancia. Sin embargo, la vertiente del realismo, con Roberto Cossa a la cabeza, seguía consolidada en los gustos de buena parte de la crítica y del público y conservaba un lugar de privilegio entre las instituciones legitimantes (Pellettieri, 2000a y 2000b). Tal vez hoy en día podría reevaluarse esta distribución del campo teatral para constatar si la situación sigue siendo la misma o si las estéticas emergentes se han acercado a los lugares centrales del «canon del día» (Harris, 1998: 44), que es evidentemente del que estamos hablando aquí. Pero más allá de estas posibles actualizaciones, lo pertinente para este trabajo es no perder de vista esa puja que se producía en el interior del campo teatral como uno de los contextos donde situar la obra de Spregelburd que reclamará nuestra atención.

En Cuadro de asfixia, estrenada en 1996 en la sala » La Carbonera», con dirección de Luis Herrera, Rafael Spregelburd trata el tema de la memoria de un modo que resultará interesante vincular con la institución «teatro» y con ese asunto de la canonicidad. Si el canon es el elenco de obras que una tradición conserva por el valor que les atribuye, se advierte inmediatamente el papel que desempeña en tanto dispositivo de la memoria cultural. Como señala Daniel Israel (2006), esta dimensión mnemónica del canon ha sido privilegiada hasta tal punto que ha podido parecer su única función cognitiva. Al menos así puede inferirse de la clásica misión que le atribuye Curtius (1955: 361) –la de «afianzar una tradición»– y así aparece también en Harold Bloom, relacionado con un «arte de la memoria»: «Los más grandes autores asumen el papel de ‘lugares’ en el teatro de la memoria del canon, y sus obras maestras ocupan la posición que correspondería a las imágenes en el arte de la memoria» (Bloom, 1995: 49). Esta función cognitiva del canon se articula con otras «tareas» que le asigna la cultura, tareas que dependen, lógicamente, de coordenadas históricas. Si tomamos como punto de referencia la época moderna, es imposible ocultar la relación entre canon y construcción de la «identidad nacional». En este sentido, pues, el canon constituye «un dispositivo mnemónico que alberga las representaciones sancionadas como válidas en la configuración de las ‘tradiciones nacionales’ y, por ende, la función cognitiva del dispositivo es mantener la accesibilidad de dichas representaciones a fin de que se encuentren disponibles para la reproducción del sistema» (Israel, 2006: s/p).

Cuadro de asfixia evidencia esta relación entre canon y memoria tomando como marco de referencias a la literatura y poniéndola en situación de tener que salvarse del olvido. Exhibe ese gesto de » La Literatura» de intentar aferrarse a los recuerdos e impregnarse en la cultura para modelarle una identidad. Exhibe esto y lo hace, además, teatralmente, por medio de un verdadero proceso de ensayo o de escenificación: el dispositivo canónico en tanto constructor de un imaginario aparece entonces como vehículo teatralizador, como instrumento que pone en escena la cara visible de la cultura, el costado representado de lo real. Por este modo de producción de sentido, a la cuestión mnemónica del canon se suma el mismo fenómeno teatral y su vínculo ambiguo con la memoria.

Según Josette Féral, en toda representación teatral la memoria se manifiesta en dos trayectos: el de los hacedores de la escena y el del espectador. La memoria de autores, directores, actores se compone, en primer lugar, de los saberes, los textos, las imágenes, las formas artísticas y las experiencias de vida que recuerdan, las cuales irrigan la actividad creativa. Del otro lado, el espectador recibe la obra sobre la base de «saberes previos, recuerdos, evocaciones, afectos que el espectáculo convoca». Así, «la memoria del espectador encuentra, a través de la obra, la memoria (y el imaginario) del director y de los otros hacedores del espectáculo». Esta primera evidencia del trabajo de la memoria –agrego por mi parte– no es específica del teatro sino que se da en todo proceso de creación y recepción artísticas. Pero en el transcurso de la elaboración del espectáculo, durante los ensayos, se genera otro dispositivo de memoria que es más propiamente teatral: la memoria desarrollada por el grupo, «cuyo objetivo es constituir un ‘imaginario común’ en el cual pueda basarse el proceso creativo» (Féral, 2005: 15-18). En esta versión del teatro, sobre todo cuando se lo concibe como pura «actuación» en oposición a la «escritura» (García Barrientos, 1981: 19-49), la memoria es una cosa frágil: memoria viva porque acepta la inminencia del olvido y de la desaparición. Una visión del teatro demasiado pendiente de la escritura, en cambio, tiende a petrificar la memoria y fijarla en un acto de almacenaje. Algo así puede observarse en la tesis de Maurice Halbwachs (1925 y 1950) acerca de la misión cultural que desempeña la sociedad de los actores en relación con la memoria colectiva. Al memorizar y repetir los textos del pasado, la sociedad de los actores constituiría un grupo de memoria, su función sería la de mantener vivo el sentido de los textos y organizar el respeto hacia ellos bajo la forma de un espectáculo.

En Cuadro de asfixia, Rafael Spregelburd trata el tema de la memoria desde esa juntura donde se tocan la psicología del sujeto y la esfera socio-cultural, y lo hace de modo, como veremos, que el problema se proyecte sobre esos trayectos de memoria que activa la práctica teatral. En cuanto a la configuración ideológica que puede rastrearse en la obra acerca del conflicto entre memoria y olvido, el propio Spregelburd se ha encargado de explicitar en una entrevista reciente su posicionamiento particular, que prefiere la amnesia creadora a la conservación mecánica del pasado:

«No es que yo tenga algo en contra de la memoria,  pero recuerdo que por aquella época se hablaba tanto de ella, de recordar nuestro pasado, que el concepto mismo de la memoria estaba desarticulado por el pisoteo al que lo sometía el territorio del sentido común, y palabras como ‘memoria activa’ empezaban a no significar ya nada, salvo en el ámbito de las palabras. A mí me sedujo la idea de pensar una suerte de amnesia activa» (en Dubatti, 2005: 24-25).

Lo interesante de estas palabras del autor, más allá de que aclaran su valoración positiva de la amnesia, es el marco de referencias sobre el que hacen recaer el tema de la memoria. En nuestro país, la más somera alusión a las preocupaciones del medio social por recuperar la memoria, la sola mención de esos llamamientos a rescatar el pasado del olvido, remiten casi instantáneamente a un determinado sector de nuestra historia y a un determinado dominio de la sociedad: el político. De manera que la declaración de Spregelburd sobre su obra sugiere de inmediato que la misma se ocuparía de las tensiones olvido-memoria en relación con los dolorosos sucesos de la dictadura militar. Y lo mismo sucede apenas se lee el prólogo que precede a la pieza:

«Como quien hace el ejercicio de olvidar algo doloroso, indecible. En un país triste, en el que la memoria es retráctil, como un bicho bolita, y la amnesia no puede llegar a sanar tantas heridas. La amnesia feroz, como el bálsamo que nos sacará de todo esto, y les devolverá a las cosas su verdadero valor. La amnesia que obliga a pensarlo todo permanentemente, la amnesia activa que mantiene la carne y los sentidos bien despiertos. Y alertas. Aquí, en el país de la modorra»  (Spregelburd, 2000: 9).

Sin embargo, el contenido explícito de la obra parece traicionar las expectativas generadas por estos metatextos. No hay referencia alguna a ese sector de la historia argentina y, lejos de afectar al terreno de lo socio-político, la crisis de la memoria se muestra en incidencia sobre el ámbito de la historia cultural, más precisamente, de la historia literaria. ¿Pero para qué, entonces, las insinuaciones de los metatextos? Es como si Spregelburd hubiera tenido en cuenta el juego que se produciría entre la obra y las preocupaciones vigentes en su horizonte cultural, como si hubiera sabido que, apenas posicionadas frente a un texto atravesado por el problema de la memoria, las interpretaciones lo remitirían de algún modo a lo que les preocupaba escuchar. Así pues, la obra no se refiere de modo evidente al pasado político argentino, pero lo hace indirectamente, negativamente, asumiendo –y desviando a la vez– la presión que ejercerían sobre ella las operaciones habituales de interpretación. Acerca de los acontecimientos de la dictadura militar, el texto habla por omisión, es decir, sumergiendo ese pasado en el olvido en vez de representar el proceso en que la amnesia se apodera de él. Lejos de ser un efecto accidental, este modo de producción de sentido constituye un procedimiento intencional, a juzgar por la conciencia que muestra de él el propio Spregelburd haciendo referencia a Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack de Federico León:

«¿La madre como una sirena varada en la bañera? ¿El padre ausente como un auténtico desaparecido que yace en el fondo oscuro del Río de la Plata? (…) Es imposible, y al mismo tiempo inevitable, resistir la tentación de interpretar la obra de Federico León. Pero la obra se mantiene al margen: afirma y niega simultáneamente, y sobrevive como teatro justamente porque no termina de ser ninguna otra cosa: ni discurso, ni panfleto, ni mera poesía surrealista. Imagino que a León no le complacen mucho estas interpretaciones que ‘cancelan’ en una fórmula ya habitual a los ricos signos de su obra» (Spregelburd, 2003: 144).

Este aspecto nos remite a otra función cognitiva del dispositivo canónico, que ocupa un lugar junto a la operación mnemónica: la función hermenéutica, es decir, «la capacidad de los fenómenos canónicos para estabilizar y postular reglas y rutinas hermenéuticas fiables» (Israel, 2006: s/p). Los objetos canónicos –textos– legitiman al mismo tiempo las estrategias de lectura que proponen, estrategias que se afianzan, además, hasta convertirse en hábito, mediante las autodescripciones que ofrecen los agentes canonizados y las descripciones que realizan las instituciones dedicadas a la interpretación. Sobre esta base, el modo de producción de sentido que despliega la obra de Spregelburd puede entenderse como un procedimiento contracanónico. El mecanismo radica en apartarse de rutinas interpretativas canonizadas en el sistema teatral argentino, como el anclaje referencial directo o simbólico, y proponer en cambio un teatro que «huye del símbolo como de la peste», porque «¿qué relación puede haber entre un ‘tema’, un tema de la realidad, y los procedimientos de fabricación de ficción teatral?» (Spregelburd, 2003: 142).

La fábula de Cuadro de asfixia encuentra su origen en el mundo de Fahrenheit 451 de Bradbury. Los libros han sido quemados por escuadras de bomberos y un grupo de resistentes intenta salvaguardar ese patrimonio cultural por medio de la memorización. Cuatro actores son los encargados de representar lo que no sabemos si son cuatro o cinco personajes: La Única Mujer, que recuerda textos de crítica literaria, el Memorizador de Franz Kafka, el de Dostoievski y El Extraño / Memorizador de José Hernández, encarnados por el mismo actor y que a causa de la confusa imbricación de niveles de ficción pueden constituir tanto uno como dos personajes. La cuestión del canon y de la memoria en tanto instrumentos constructores de nuestra identidad nacional se insinúa en la historia por la aparición del Memorizador de José Hernández y por los intentos de reconstrucción del Martín Fierro. En efecto, en determinado momento de la dudosa historia, el Memorizador de José Hernández muere de un cuadro de asfixia, atragantado por los versos que recita. Luego de este suceso, La Única Mujer y el Memorizador de Dostoievski tratarán de recomponer el texto perdido para confiarlo a la memoria de El Extraño. Este pasaje, de notable comicidad, ha motivado además el título de este trabajo:

DOSTOIEVSKI: «Aquí me pongo a cantar». De eso estoy seguro.

LA ÚNICA MUJER: No veo cómo podés estar tan seguro. Quien dice «Aquí me pongo a cantar», luego canta. Sin embargo, creo recordar que la obra de Hernández, imbuida de una métrica deliciosa y argentina, no era -dejáme terminar- definitivamente no era un musical.

DOSTOIEVSKI: Sin embargo creo que así empezaba.

EL EXTRAÑO: ¿Anoto eso?

[…]

LA ÚNICA MUJER: No antes… ese instrumento, antonomasia de lo autóctono, complemento indispensable del pequeño héroe en la solitud del altiplano…

DOSTOIEVSKI: La vizcacha…

LA ÚNICA MUJER: Eso es: ¡Aquí me pongo a cantar / al compás de la vizcacha…! Ah, maravilla… Estoy exhausta, vacación, vacación. Anotá eso y seguíme. (Sale.) (Spregelburd, 2000: vii, 39-42)

En la cita aparecen parodiadas prácticamente todas las herramientas que sirven a la construcción de un canon –y de un imaginario– nacional. Han caído en el olvido la «lengua propia» y sus significados: el «idioma de los argentinos no conoce límites, y contiene más significantes que significados», se anunciaba ya en el prólogo (Spregelburd, 2000: 9). Y se hace imposible reconocer géneros, personajes y escenarios que se habían postulado centrales para la configuración de una identidad. Abierta deslegitimación de un determinado imaginario, podría decirse, si no fuera porque el tono que domina es la parodia y las cosas no pueden tomarse demasiado «en serio». Más que deslegitimante de un canon y de un imaginario, se trata de una actitud francamente contracanónica, en el sentido de que muestra las políticas de canonización y de generación de identidades como «representación imaginada».

La obra nos pone frente a un grupo conformado en función de la memoria cultural, un grupo de memoria precisamente, que falla en su tentativa de resguardar el pasado. Más allá de este intento fallido de reconstitución textual del Martín Fierro, el fracaso de la memoria se extiende también a los libros que sí recuerdan los personajes. Sus memorias atiborradas se creen capaces de recordar libros enteros, pero no logran arribar al significado de ciertas palabras ni al sentido de los textos que almacenan. Como se infiere ya a partir del prólogo –»la amnesia que obliga a pensarlo todo permanentemente»–, la obra equipara la memoria pasiva y mecánica a una disminución del entendimiento y, en estas circunstancias, la amnesia se perfila como estrategia para recuperar la capacidad de pensar. Es significativo al respecto que Javier Daulte, cuya obra tiene puntos de contacto importantes con la de Spregelburd, se refiera también con ese tenor a las relaciones entre memoria y pensamiento:

«Yo creo que el concepto de olvido-memoria que fue muy necesario y muy eficaz en un momento para todos los órdenes de la vida social, desde la cultura hasta el momento de meter el voto en la urna, entró en grave crisis desde el momento en que la memoria como facultad de retención reemplaza la del pensamiento. Recordemos, así no pensamos. Entonces el binomio conflictivo sería la pregunta: ¿recordar o pensar? El recuerdo es en sí mismo un valor y en ese sentido el peligro es volverse fascista, en el momento que yo rindo tributo a la memoria me quedo paralizado y no avanzo. La memoria es pariente de sangre de la melancolía, y creo que allí se produce un fenómeno sumamente melancólico. ¿Por qué no se melancolizan las nuevas textualidades? Y… es muy difícil melancolizarse, es una cuestión generacional» (en Aisemberg y Salzman, 1998: 38).

Así pues, el contraste entre la memoria –entendida como almacenamiento– y las facultades intelectivas es una de las parejas que se oponen en el texto y que generan una configuración semántica de la memoria, o una determinada «morfología de la memoria» si seguimos las formulaciones de Todorov (2000: 15-20)1. Otro aspecto que la obra incorpora a esta configuración semántica se vincula con lo que la memoria tiene de actividad representativa, de producción de imágenes presentes de un hecho pretérito y, por lo tanto, de construcción de una imagen que es constitutivamente otra cosa respecto de lo recordado (Candau, 2002: 28-35). La fábula consta de una serie de acontecimientos que se «ordenan» acrónicamente, con una conexión lógica y temporal extremadamente laxa. Algunos de estos hechos, incluso, se hacen presentes o son aludidos sobre escena más de una vez, aunque con variantes. Los personajes no consiguen recordar que día es «hoy» o cuándo ocurrieron ciertos sucesos, y el grupo trata en vano de llegar a un acuerdo que permita reconstruir lo ocurrido. El espectador comprende pronto que, más que al fluir de una acción, más que al devenir de un mundo ficcional, más que a los sucesos propiamente dichos, asiste al intento de construir la imagen de un acontecer. En efecto, los actores leen constantemente las acotaciones de un libreto y se multiplican, en consecuencia, los niveles de ficción: los actores reales (1) representan actores (2) que ejecutan –o ensayan– la historia de los memorizadores (3). Se trata de un juego de cajas chinas que hace recaer el problema de la memoria sobre el propio teatro al exhibir lo que hay de memorización en la tarea del actor.

Ahora bien, ya hemos adelantado que varias complicaciones de la historia se producen por la imbricación de niveles de ficción. Justamente, hay un juego de cajas chinas, pero uno muy difícil de jugar, porque muchas veces las cajas parecen del mismo tamaño. En ocasiones ignoramos si los parlamentos, los olvidos, los equívocos, pertenecen a los actores (2) o a los memorizadores (3). El resultado de este proceso metateatral es la organización caótica de la historia y un acto de representación –la producción de una imagen– que se confunde con la materia representada. En la medida en que la imagen se entromete en lo representado, en la medida en que la memoria del actor pone obstáculos al fluir del personaje, en la medida en que las operaciones de representación paralizan el devenir mismo de la fábula, el estatuto de la memoria se articula en contraste con la acción, el acontecer y la vida.

Sin embargo, la fábula plantea una salida a toda esta situación de memoria pasiva e inutilizada: la amnesia que hace posible la creación. Esta evolución de los personajes se anticipa apenas empieza la obra, cuando la mujer y Dostoievski cuestionan al Memorizador de Kafka por haber pronunciado una frase de felicidad, que obviamente no pertenece a Kafka. Ante la sorpresa de que alguien se exprese con palabras propias, Dostoievski se pregunta: «Pero cómo, es decir, ¿cómo se puede memorizar algo que no está escrito?» (i, 12).  No obstante, el sentido que cobra este episodio en la totalidad de la obra solo se comprende al final, en el momento en que un estado de amnesia sobresalta a dos de los personajes: Dostoievski y la mujer. Solo entonces es el propio Dostoievski quien aclara la relevancia que había poseído el incidente de Kafka:

«(…) Amnesia. Algo nuevo, maravilloso, es como volver a nacer, tengo que aprenderlo todo de nuevo. Frases enteras. Soy el primer hombre sobre la tierra. (…) La señal fue tan evidente que no pudimos darnos cuenta… Esta historia empezó con la señal… Esas palabras, que dijo Kafka, y que no eran de nadie… Esa fue la indicación, el principio de todo, el meollo del sentido. Algo dicho para nadie, algo que nadie escuchó. Pero en algún lugar deben haber quedado esas sílabas, esas frases estúpidas» (xi, 62).

Bajo los efectos de este olvido sanador, Dostoievski cierra la representación repitiendo como si fueran «nuevas», creando «nuevamente», las primeras frases de Crimen y castigo.

En síntesis, en el ámbito del conocer, la memoria como puro almacén, y el canon en tanto dispositivo de memoria, se oponen al pensamiento. En cuanto al proceder de la memoria, puesto que actúa por representación y producción de imágenes, dar excesivo crédito a la memoria puede aplazar la acción y apartarnos de la vida. En la esfera del arte, finalmente, el culto desmedido por el pasado contrasta con la posibilidad de creación y una cierta idea de «novedad».

Esto último, sobre todo, la axiología positiva de la amnesia en lo que atañe a la actividad artística, promueve leer el texto como poética implícita, como programa de acción de su autor para posicionarse en el campo teatral y como síntoma del modo en que su obra trabaja dentro del sistema cultural argentino. En este sentido, resulta esclarecedora la siguiente declaración de Spregelburd: «Estamos en un momento en que conviven todos los géneros y estilos. Escribir una obra hoy es pensar la posibilidad de inventarlo todo de nuevo para cada caso concreto» (Bardauil, 2001: 67). Lo que viene a cumplir el deseo que profiere la mujer casi al final de Cuadro de asfixia: «Por favor… Que se repita algo nuevo» (x, 57). Es decir, en la poética de Spregelburd, se mantiene hasta cierto punto el ideal de novedad que caracteriza a la Modernidad artística, y se lo sigue considerando un valor legitimante, pero con modificaciones de relevancia. En primer lugar, seguir hablando de «lo nuevo» requiere, como señala el propio Spregelburd y como ha visto Dubatti (2002: 16), circunscribirlo a un caso concreto o a un contexto reducido. En segundo lugar, ante el panorama monumental de innovaciones que implicó la Modernidad artística, sostener «lo nuevo» requiere de una cierta cuota de amnesia cultural como prerrequisito para la creación y como «remedio» para sobrellevar la «angustia de las influencias» (Bloom, 1973). Se trata de una actitud que podría calificarse de «posmoderna» pues consiste en llevar los principios de la Modernidad hasta el extremo de que impliquen su olvido: un cierto olvido de las innovaciones de la Modernidad y un cierto olvido de lo que es «lo nuevo» para la Modernidad. Lo nuevo en sentido estricto funciona con una buena dosis de memoria. No puede articularse sin la certeza de qué se ha hecho en el pasado y a partir de allí emprende la crítica y la superación. Lo nuevo es una negación con pleno conocimiento de causa. Se niega a seguir reproduciendo las formas artísticas de un pasado al que supone poseer. De allí que cuando ese pasado ha crecido mucho y parece inabarcable, e insuperable, el acto creativo, si todavía pretende aquel tipo de novedad, corra el riesgo de paralizarse tratando de hacer memoria. Frente a tal incapacidad para la vida, la amnesia reorienta el camino hacia el descubrimiento. Pero no se trata de una amnesia pasiva. Esta clase de amnesia es también negación superadora del pasado porque «olvida» voluntariamente las formas viejas de aferrarse mecánicamente a la memoria.

Pero, ¿de qué modo singular actúa la amnesia creativa desde la obra de Spregelburd hacia el interior del sistema teatral argentino? ¿De qué manera trabajan sus textos y sus metatextos para abrirse un lugar de relevancia en el campo teatral? Por cuestiones de espacio, no podré más que adelantar algunas hipótesis acerca de este funcionamiento, que podría ser también el de otras manifestaciones emergentes en los noventa. En relación con este tema de la memoria, la práctica teatral de Spregelburd despliega, a mi entender, dos estrategias de acceso al canon, relacionadas en cierta forma con esos momentos «centrípeto y centrífugo» que Martín Rodríguez (2001: 464) encuentra en «el teatro de la desintegración». En ambas estrategias se observa una particular combinación de olvido y negación consciente del pasado.

(1) Una estrategia, que se desarrolla en el interior del sistema teatral, incluye, por un lado, una actitud contracanónica respecto del pasado, la negación a seguir repitiendo las poéticas más legitimadas por el sistema y a seguir promoviendo las rutinas canónicas de interpretación. Por otro lado, implica un cierto grado de olvido respecto de las innovaciones de la neovanguardia, momento en que las obras tempranas de Spregelburd –entre las que se cuenta hasta cierto punto Cuadro de asfixia– podrían encontrar un antecedente dentro de nuestro sistema teatral (Pellettieri, 2000a: 20). Este olvido hace posible otorgar, en términos bastante absolutos, la condición de lo nuevo a su propia obra:

«Nosotros no nos dedicamos al teatro porque queramos darle continuidad a una determinada línea teatral argentina. […] Hace poco se invitó a algunos de nosotros a participar en una mesa que se llamaba ‘teatristas fundamentales’ en la que se suponía que los panelistas debían hablar de aquellos nombres que eran imprescindibles para comprender la historia de nuestro teatro. En esa mesa, la gente que era un poco mayor que nosotros buscaba paradigmas: hablaba de sus maestros, mencionaban a Armando Discépolo, a Florencio Sánchez. Yo siento que todo mi teatro podría existir sin haber leído jamás a ninguno de los dos: el corte es tan brutal que estos autores tienen tanta influencia en mí como un libro de cocina. Creo que la diferencia entre nosotros y otra época del teatro es que no nos ha influido en nada el pasado histórico teatral de este país. Como nunca en otros momentos de la historia, se tiene la sensación de que el teatro fue reinventado» (Bardauil, 2001: 66).

(2) La otra estrategia consiste en generar la novedad dentro del sistema teatral argentino a través de la apropiación creativa de formas y procedimientos externos, y no me refiero con esto únicamente al estímulo que pueda provenir de poéticas teatrales foráneas sino sobre todo a la transposición al teatro de principios constructivos originalmente extrateatrales. Sirvan de ejemplo la teatralización de géneros cinematográficos en La Estupidez (2003) y El Pánico (2003), el «formato telenovela» de Bizarra (2003), y la estructuración narrativa inspirada en discursos científicos, como las teorías del caos. Este proceso de reinvención de la organización narrativa a partir de teorías científicas, que Spregelburd comienza a ensayar claramente en Fractal (2000) y que lleva a un alto grado de prolijidad en La Estupidez, contaba ya con el antecedente cinematográfico de películas como Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson. Pero a lo que quiero referirme específicamente con esta segunda estrategia es a la libertad para recrear, como si fueran «nuevos», algunos descubrimientos del sistema literario argentino que hoy están justo en el centro del canon cultural. Para ejemplificar este proceso volveremos por un momento a Cuadro de asfixia, pero no ya a lo que la obra dice explícitamente sobre la amnesia sino al modo en que el texto actúa, a través de un olvido liberador, sobre el pasado literario argentino.

Así como los personajes solo encuentran la posibilidad de crear haciendo tabula rasa de la tradición literaria, en la fábula de Cuadro de asfixia y en el modo en que se tematiza el problema de la memoria, se respiran dos cuentos de Borges a los que Spregelburd no hace la más mínima alusión ni en el texto ni en los metatextos y que parecen, por lo tanto, haber sido olvidados2. En Funes el memorioso ya estaba presente una configuración semántica sobre la memoria bastante similar a la que hallamos en la obra del teatrista. El contraste entre memoria y pensamiento aparece en el cuento de Borges como inutilización del intelecto a causa de una memoria infinita, y el contraste entre memoria y acción vital se encuentra sugerido a través de la inmovilidad física de Funes y por su delectación pasiva en la actividad imaginaria. Mayor semejanza aun puede señalarse entre el final de Cuadro de asfixia –la reinvención de una novela rusa gracias a la amnesia– y la reescritura del Quijote por parte de Pierre Menard, proceso que debe incluir, lógicamente, una buena cuota de olvido:

«El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. […] Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito» (Borges, 1939: 448).

Ahora bien, para ningún escritor argentino que se desempeñe en pleno ámbito literario sería tan fácil reproducir esta estrategia de Spregelburd. No sería nada sencillo producir una obra que recuerde a Borges y lograr al mismo tiempo una imagen de novedad. Tampoco sería posible escribir una obra como La Modestia (1999), en la que dos historias separadas por tiempo y espacio insinúan un vínculo que no se concreta, sin que el procedimiento traiga a la memoria Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar. De modo que lo fundamental para esta estrategia es que la apropiación creativa de lo literario se perciba claramente como (re)creación teatral de algo externo al teatro. Porque la literatura apartó –o dejo apartarse– a la dramaturgia, la escritura dramática puede reinventar con mayor libertad lo literario.

En este sentido, hay que tener en cuenta unos presupuestos relacionados con la institución «teatro» que, en mi opinión, funcionan como base de la labor artística de Rafael Spregelburd y de otros de los dramaturgos emergentes en los noventa más legitimados por el campo teatral. A partir de la experiencia de Remanente de invierno (1995), une sistemáticamente la escritura dramática al ejercicio de la dirección e incluso al de la actuación, y tiene, por ello, una perspectiva clara del campo cultural en el que es posible buscar la legitimación como teatrista: exclusivamente el campo teatral. Esto evidencia cierto contraste respecto de los autores que producían en momentos de pleno auge de los hacedores de la escena y de plena desconfianza hacia la literatura dramática. Un ejemplo del conflicto que generó esta situación es el caso de Ricardo Monti, quien, según palabras de Osvaldo Pellettieri (2005: 9), implicó en el contexto de los años 70 «algo casi anacrónico para nuestra realidad teatral: el advenimiento de un exponente del denominado ‘teatro de autor'». En las quejas del propio Monti por la situación marginal de la obra dramática en un contexto donde dominaban los creadores del espectáculo, y en sus reclamos por restituir al texto dramático su estatuto literario, puede leerse implícitamente la relativa incertidumbre que tenían esos autores acerca de su espacio cultural de canonización (Monti, 1989: 33-35).

Hoy en día, da la impresión de que el campo teatral ha generado, para la dramaturgia, un espacio de legitimación autónomo de la literatura, o ha afianzado esa autonomía. Esta base de operaciones le permite a Spregelburd alivianarse un poco más de las cargas del pasado literario y, alomejor, cuando su propio pensamiento lo lleve a ello, «reinventar» de nuevo en el teatro lo que han hecho los más canónicos de la cultura argentina. El redescubrimiento de lo que hizo Borges, por ejemplo, se observa no solo en algunos temas y procedimientos, sino sobre todo en su apertura a todas las tradiciones, las influencias y los discursos. Pero en esto también radica la distancia que separa a Spregelburd de Borges, ese acto de crítica consciente hacia el pasado que se oculta tras la amnesia activa. Borges imagina a Pierre Menard recreando el Quijote desde el olvido, pero deja a Funes, casi inerte en su habitación, paladeando todos los sabores, todos los textos, todos los recuerdos. En cierta forma Funes es Borges, solo que este encuentra una novedad valiosa para rebasar el pasado literario: hace escritura de toda la escritura y, con una mirada exocéntrica, reimagina el canon sin olvidarlo. La mirada de Borges sobre la literatura es muy literaria: conserva esa función archivística de la escritura. En Cuadro de asfixia, en cambio, la visión sobre la literatura –y sobre Borges– es profundamente teatral: trabaja por una memoria viva y, cuando esta no es posible, admite la desaparición y el olvido. Tal vez este paso suponga una novedad, quizás implique hacer lo que Borges no hizo: olvidarse de la literatura o –casi lo mismo– olvidarse de Borges.

Notas

  1. La primera distinción que establece Todorov en relación con esta morfología es la oposición entre supresión –olvido– y conservación, procesos que se combinan en el funcionamiento de la memoria. Una segunda distinción tiene que ver con las variaciones de esta morfología según factores sociales y culturales. Así, la concepción de la memoria en la cultura occidental moderna se diferencia del rol que se le confería en las sociedades tradicionales. Por otro lado, dentro de la cultura moderna, la memoria adquiere diversas formas en el interior de las distintas esferas o dominios sociales. En la esfera de la vida pública, por ejemplo, la Modernidad produce el paso de una legitimación a través de la tradición a la legitimación por el modelo del contrato: se considera que el acuerdo de la mayoría es lo que regula las instituciones. De manera que, en el interior de esta esfera social, la conservación no se opone ya al olvido sino a «la voluntad general como principio universal». En la esfera epistémica, el valor de la memoria se relativiza a favor de la razón y la inteligencia. En la esfera del arte, la memoria contrasta con la innovación, la originalidad y la creación.
  2. En los ensayos, prólogos y entrevistas de Rafael Spregelburd no he hallado más que una referencia a Borges en el prólogo que antecede a La Estupidez y El Pánico (Spregelburd, 2004: 14), es decir, la alusión se realiza en un momento en que el teatrista ha alcanzado mayor legitimidad de la que tenía cuando escribió Cuadro de asfixia. Pero lo más interesante del caso es que se efectúa en un tono de bastante ironía y señala la distancia que –efectivamente– lo separa de Borges cuando está prologando unas piezas en que –efectivamente también– podrían rastrearse huellas de los temas y de los procedimientos borgeanos.

Bibliografía

Aisemberg, Alicia e Isidro Salzman (1998): «El estado de la memoria en el teatro actual». Teatro XXI, 7 (primavera): 35-42.

Bardauil, Pablo (2001): «Rafael Spregelburd. Exploraciones en el campo teatral». Mil palabras. Letras y artes en revista, 2 (verano): 65-72.

Bloom, Harold (1973): The Anxiety of Influences. Nueva York: Oxford University Press.

___ (1995): El canon occidental. Barcelona: Anagrama.

Borges, Jorge Luis (1939): «Pierre Menard, autor del Quijote», en sus Obras completas. Barcelona: Emecé, 1989: I, 444-450.

___ (1942): «Funes el memorioso», en sus Obras completas. Barcelona: Emecé, 1989: I, 485-490.

Candau, Joël (2002): Antropología de la memoria. Buenos Aires: Nueva Visión.

Curtius, Ernst Robert (1955). Literatura europea y Edad Media latina. México: FCE.

Dubatti, Jorge (2002): «Reflexiones sobre lo nuevo en el teatro argentino actual». Picadero, 7 (octubre-noviembre): 16-17.

___ (2005) «La fuga de lo real entre las redes del lenguaje», prólogo a Rafael Spregelburd, Remanente de invierno. Canciones alegres de niños de la patria. Cuadro de asfixia. Raspando la cruz. Satánica. Un momento argentino. Buenos Aires: Losada: 7-30.

Féral, Josette (2005): «La memoria en las teorías de la representación: entre lo individual y lo colectivo», en Osvaldo Pellettieri (ed.) Teatro, memoria y ficción. Buenos Aires: Galerna: 15-30.

García Barrientos, José Luis (1981): «Escritura y actuación: Para una teoría del teatro», en su Teatro y ficción. Ensayos de teoría. Madrid: RESAD/Fundamentos, 2004: 19-49.

Halbwachs, Maurice (1925): Les cadres sociaux de la mémoire. París: Albin Michel.

___ (1950): La mémoire collective. París: PUF.

Harris, Wendell (1998) «La canonicidad», en Enric Sullà (comp.) El canon literario. Madrid: Arco/Libros: 37-60.

Israel, Daniel (2006): «Canon y dinámica cultural: una aproximación desde el funcionalismo dinámico». Teoría/Crítica (en prensa).

Monti, Ricardo (1989): «El teatro, un espacio literario», en Espacio de crítica e investigación teatral, 5 (abril): 33-35.

Pellettieri, Osvaldo (2000a): «El teatro porteño del 2000 y el teatro del futuro», en Osvaldo Pellettieri (ed.) Teatro argentino del 2000. Buenos Aires: Galerna: 11-25.

___ (2000b): «Roberto Cossa y el teatro dominante (1985-1999)», en Osvaldo Pellettieri (ed.) Teatro argentino del 2000. Buenos Aires: Galerna: 27-35.

___ (2005): «El teatro de Ricardo Monti (1989-1994): la resistencia a la modernidad marginal», prólogo a Ricardo Monti. Teatro 1. Buenos Aires: Corregidor: 9-52.

Rodríguez, Martín (2001): «El teatro de la desintegración (1983-1998)», en Osvaldo Pellettieri (dir.) Historia del teatro argentino en Buenos Aires V. El teatro actual (1976-1998). Buenos Aires: Galerna: 463-476.

Spregelburd, Rafael,  Cuadro de asfixia. Buenos Aires, Teatro Vivo, 2000.

___ (2003): «Prólogo a Un momento argentino», en Jorge Dubatti (comp.) Nuevo teatro argentino. Buenos Aires: Interzona: 136-148.

___ (2004): «Nota del autor a la presente edición» de La Estupidez. El Pánico. Heptalogía de Hieronymus Bosch. Buenos Aires: Atuel: 7-14.

Todorov, Tzvetan (2000): Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.