Hay dos cuestiones con respecto al teatro que se me figuran como dos grandes enigmas: uno, ¿por qué sigue existiendo el teatro, algo tan artesanal, en una sociedad tecnológicamente tan avanzada?, ¿por qué se hace teatro cuando su explotación resulta tan costosa desde un punto de vista humano y tan poco rentable en cuanto a su memoria posterior?; el segundo, ¿por qué la gente sigue yendo al teatro, cuando el cine, por ejemplo, tiene una capacidad mayor de crear mundos de ficción, de hacer creíble cualquier ilusión de vida? Si el cine ha sido la fábrica de sueños del siglo XX, ¿qué significa el teatro para la sociedad de hoy?

El teatro nos sigue poniendo en contacto con algo antiguo, muy relacionado con el canto épico, con la tradición oral, prearistotélica. Por otra parte, en el teatro se ha admitido el experimento y la investigación, mientras que el cine sigue con las normas con las que nació prácticamente. El teatro ha sido un terreno en que se ha ido experimentando, se ha ido metamorfoseando, se ha aliado mucho más con otras disciplinas artísticas. Yo creo que la gente sigue yendo al teatro con la idea de ver el misterio. Se conserva una curiosidad infantil con respecto a la sorpresa.

¿Crees que para el hombre de hoy sigue teniendo algún atractivo esa condición efímera de lo escénico?

El teatro hace patente un amor por la muerte, un culto por lo efímero, como una especie de impulso de aniquilación, la sensación de que algo muere. Como actriz yo lo he sentido así, hay una atracción por lo fatal, da igual el género dramático, es algo que está sucediendo y que puede fallar. Algo que está ocurriendo sobre la cuerda floja y en cualquier momento se puede caer la trapecista (y todo el mundo empieza a aplaudir). El actor se puede equivocar, puede incluso abandonar la escena. Eso no existe en la literatura, ni en el cine, por ejemplo. Tal vez es esa especie de tanatofilia lo que hace que siga existiendo público para el teatro. Y eso debemos tenerlo muy en cuenta también los autores, quiero decir, responder a la expectativa de riesgo con la que el público se enfrenta al escenario, volver a poner la escena sobre esa cuerda floja, sobre la caída y muerte del trapecista.

Además está la cuestión de lo compartido, eso es importantísimo. Los gestos de los que están a tu alrededor como espectadores construyen la obra contigo. Si escuchas un comentario negativo durante la función, esto también está construyendo la obra contigo. La congregación no es solo entre el espectador y la obra, sino entre los espectadores. El público entre sí construye ese rito, lo construyen entre todos.

A pesar de tu enorme afición por el cine, no parece que tu opción como creadora haya sido emular los recursos de la gran pantalla, vía por la que han avanzado otros creadores.

Yo no me planteo lo cinematográfico en el teatro, creo que hay que devolverle al teatro su naturaleza, tampoco es un saco roto para convertirlo en algo donde todo cabe, donde todos los adjetivos son buenos.

Tu teatro propone un mundo inmediato, táctil, como si no permitiera la distancia necesaria para una mirada relajada. En ese sentido confrontas al espectador con una relación emocional fuerte. ¿Cuál es el espacio que el espectador ocupa frente a esta escena?

El teatro es un momento de sufrimiento, un dolor compartido. La relación con el espectador es una relación de sensualidad en cuanto desafío de la sensibilidad, desafío con respecto al sufrimiento humano o a las alegrías humanas. Es inevitable, si no hubiera tenido en cuenta al espectador, no hubiera podido entablar una relación hiriente con el público. Es una voluntad declarada de hacerle participar como un monstruo.

Creo que hay que tener muy en cuenta al espectador, no en cuanto a la rentabilidad económica ni a la necesidad de entretenerle, sino en lo que tú pretendes de ese ser humano, de esa conciencia individual que va a hacer el esfuerzo de unirse a tu propia conciencia individual. Son conciencias individuales que se unen, grandes esfuerzos individuales que se juntan en ese ritual de conflictos que es la misa escénica, la congregación. Es algo muy primitivo. Por eso no me gusta prescindir de la idea de público, no me gusta prescindir para nada. Uno se siente como diciendo «¡Dios mío!, ¿les haré sentir algo?». Estoy tan preocupada por los sentimientos de esa gente, por lo menos que sientan algo, ¡algo!

Ese protagonismo del público, que están ahí como ocupando el banquillo de los acusados, explica quizá la impresión de inmediatez física, poética y sensorial que tienen tus montajes, reforzado por un tono siempre excesivo que no oculta cierto ánimo de provocación. ¿Es un teatro de provocación?

Lo inmediato hiere, y sobre todo el espectador no puede eludir la responsabilidad frente a esa inmediatez. Por otro lado, yo solo sé desenvolverme en el exceso. Es una de esas cuestiones que no sabría contestar, simplemente me desenvuelvo bien en ese mundo de extremos. Esos mismos excesos no causan escándalo en el mundo, sin embargo cuando los trasladas al teatro causan un escándalo pavoroso, pero yo no pretendo escandalizar, el escándalo está en la realidad. El escándalo es que haya niños con un fusil en los brazos. Sí que es verdad que utilizo la ética y la estética de la provocación, la provocación tiene que ver sobre todo con una actitud política. Pero utilizo la provocación desde el punto de vista clásico; me gusta pensar en el clasicismo de la provocación. Que Caravaggio eligiera a una mujer ahogada para representar a la Virgen María, esa es la idea de provocación de la que yo procedo. Está más cerca de Caravaggio que de una provocación «vanguardista». Yo no hago teatro de vanguardia, hago teatro viejo, viejísimo, tan viejo como el primer hombre. Gran parte del público es incapaz de notar el clasicismo de una propuesta excesiva. Leeros Absalón, absalón, de Faulkner, eso sí que es excesivo. Yo me identifico muchísimo más con Faulkner que con esos autores medianos que tratan de escribir muy bien, con una gran preocupación por pasar a la historia. Me identifico más con los artistas kamikazes, sin tanto miedo al error.

El tema de la crisis de las narraciones y los discursos ha sido recurrente a lo largo del siglo XX; sin embargo, en tu teatro, junto a elementos escénicos muy actuales, se cuentan historias con estructuras clásicas, casi podríamos decir que viejas historias, como aquellos cuentos de siempre que habitan en la memoria colectiva.

Me he propuesto muchas veces como ejercicio trabajar sin historia ni personajes, y me ha resultado imposible, a no ser que haya desplazado toda la fuerza hacia el yo. Eso ha pasado en otras obras, como en Nubila Wahlheim, en la que el yo se convierte en el monstruo, Angélica monstrua, y generalmente en forma de monólogo, pero no puedo trabajar sin contar una historia, sin un hilo narrativo. Necesito aplicar los conceptos clásicos para expresar algo. Para mí hay tres conceptos fundamentales, que son la tensión, la metamorfosis y el deseo de los personajes. Siempre trabajo con conceptos tradicionales. Cuando estoy metida en una confusión, me pongo a contar el cuento, no el argumento. Cuando ya lo tengo en forma de cuento, el érase una vez, me puedo poner a deconstruir. Esa estructura férrea me permite después seleccionar. Luego se transforma en otra cosa. Cuando unes los conceptos clásicos a unas formas de representación que no coinciden con los cánones establecidos se crea una fuerza que puede resultar extraña, y a la que se le puede aplicar los términos de innovadora. Pero mi objetivo no es innovar. Es hablar del ser humano, simplemente. Y eso es una cosa vieja.

Aunque afirmas que vas a dejar de utilizar la voz en off como un reto para tu próximo trabajo, este ha sido un elemento esencial en toda tu obra.

La voz en off tiene que ver tanto con la omnisciencia como con la inconsciencia. Por supuesto está relacionada con el relato, el érase una vez. Es una forma también de utilizar el contrapunto entre lo que está sucediendo en escena y lo que está sucediendo en una materia innombrable.

Ese contrapunto resulta interesante: en paralelo a la narración se hacen cosas que no se reducen a ilustrar esa historia, acciones con una dimensión performativa y física, cuya cercanía sensorial contrasta con la lejanía misteriosa, tan presente y tan ausente a un tiempo, de esa voz en off que relata la historia.

Hay que fabricar a un hombre en escena, con acciones y con palabras, y en esa fábrica tiene que estar todo unido, si no les proporciono una acción a los personajes no puedo verlos como hombres.

Otra de las preguntas frecuentes ha sido sobre la finalidad del arte, en este caso del teatro; si el arte debe tener una función moral o política, y su relación con la realidad. ¿Qué puede todavía perseguir el arte después de los genocidios ocurridos en la misma cuna de la cultura occidental?

El gran trauma de Occidente después del nazismo es que nadie se puede convertir en una persona mejor a través del humanismo o de la cultura. Pero la función del arte sigue siendo ayudar a conocer la realidad y sobre todo el alma humana, ayudar a descubrir la relación con el mundo, pero no a través de tu cotidianeidad. Cuando propones una obra, la realidad se duplica: por una parte está la realidad del espectador, y por otra la de aquello que estás contando. Ese conflicto de realidades es fundamental para entenderse uno mismo y para entender el mundo. Lo que ocurre es que la gente no se relaciona con el mundo y con los acontecimientos que le rodean a través del arte, sino a través de la información. El arte está para proporcionar conocimiento. Esa diferencia entre la información y el conocimiento está convirtiendo nuestra sociedad en una sociedad absolutamente idiotizada, sin ningún crecimiento ni moral ni ético.

Para mí una pregunta fundamental a la hora de desarrollar la técnica, por encima de estructuras dramáticas, es ¿cuál es la parte humana de la que quiero hablar? Tiene que ver con la verdad, con el conocimiento y con la revelación. ¿Cuál es la parte humana sobre la que quiero revelar algo? Y luego otra pregunta es en qué medida quiero yo incluir mi dolor o mi alegría o mi tristeza en esa obra, qué es aquello profundamente personal que quiero transmitir. No creo que se pueda hablar de otra cosa que no sea de lo humano. Para mí lo político es ese compromiso con la vida humana, con el principio de la vida.

Y ese esfuerzo humano implica siempre un dolor y un desgarro, porque al fin y al cabo lo que uno intenta contar es el conflicto del hombre consigo mismo, empezando por el nacimiento y la muerte. Las posibilidades humanas del horror son innumerables. La existencia es fatigosa; la vida es fatigosa. El arte reflexiona sobre ello, no están las cosas para ser frívolo. Pero quitando eso, el arte es un lujo y un privilegio, primero para el espectador, que puede permitirse el lujo de una entrada, y es privilegiado por poder asistir a algo a lo que la mayor parte de la humanidad no puede asistir.

Una proposición fáustica: ¿A qué renunciarías antes a la creación escénica o a la escritura literaria?

Me costaría más renunciar a escribir que a la representación escénica. Esto me dolería, pero no podría prescindir de la escritura, tiene más que ver con mi carácter, tiene más que ver con la soledad del autor con su obra. Por eso trabajo con pocos actores, por eso me siento más a gusto haciendo monólogos. Prefiero la soledad.

¿Cuál es la relación de la palabra con la escena?

Las palabras dramáticas llevan todas un cáncer dentro, y ese cáncer es la representación, es un cáncer creativo, es algo que las deforma, es como eso que dice Cronemberg de que todos sus personajes tienen algo que los transforma en otra cosa. Las palabras dramáticas que uno escribe son palabras enfermas que luego van a morir en la escena, van a morir en el cuerpo del actor, en la voz del actor, en la garganta del actor. Son moribundas. Cuando lees, estás leyendo una especie de enfermedad que luego vas a ver cómo se transforma en el cuerpo. La escena no es el lugar de realización de la palabra, sino el lugar de su acabamiento, de su final, de su muerte. En la escena el texto va a morir.

En tu obra late un componente profundamente personal y subjetivo, casi podríamos decir que espiritual en un sentido antropológico, pero al mismo tiempo desarrolla un plano social y político que se ha ido intensificado en tus últimos trabajos. ¿Cómo se conjugan ambos polos?

El hombre lleva dentro las posibilidades del horror. Es imposible separar la injusticia del hombre; no podemos hablar del poder en abstracto, van profundamente unidos. La injusticia es aquello que causa sufrimiento a los hombres. Generalmente se tiende a separar materia y espíritu. Pero la pobreza material causa sufrimiento, sufrimiento espiritual. Una y otra cosa no se pueden separar. Como dice John Berger, «el lenguaje, cuando se convierte en poesía, está para distinguir el bien del mal». El lenguaje nunca puede ser inocente. No se puede utilizar el lenguaje y pretender que eso sea objetivo ni neutral. No se puede ser inocente. El lenguaje es culpable de todo lo que dice, incluso cuando no dice nada es que está obviando y está negando la realidad.

Volvamos con esa profunda relación del teatro con la muerte, con algo que se acaba, tan presente a lo largo de la historia del teatro. Me pregunto si no hay en este sentido un paralelismo entre la palabra, que muere en escena, y el propio cuerpo.

El cuerpo es sacrificial siempre. Debes llegar hasta la última tensión. La famosa frase de Grotowski, tú tienes que hacer esto como si fuera la última cosa de tu vida. El actor está situado en una especie de piedra ritual, y su cuerpo se encuentra allí para dar el último aliento a las palabras, porque después no hay nada, el resto es silencio, como en Hamlet, se acaba la representación y no hay nada. El teatro es una especie de demencia controlada, consiste en estar poseído y controlar la posesión; más que dionisíaco creo que es demoníaco, y realmente sí que es la imagen del sacrificio, del sacrificio del texto. El texto no va a vivir, va a morir; el texto no vive en el cuerpo del actor, muere, es una relación de final; efectivamente, en cada suspiro en cada palabra, no hay posibilidad de recuperar, ni de rectificar. No existe la resurrección.

Siguiendo con la palabra, otro de los misterios de la vida del teatro es cómo una palabra dramática tan bella, como la de tantos autores clásicos y modernos, puede perder a veces su atractivo poético al subir a escena. ¡Qué mundos tan distintos el de la lectura literaria y la representación escénica! Shakespeare leído es siempre un placer, pero puesto en escena puede dar resultados muy diversos, quizá por eso decía Gordon Craig que había que prohibir su representación.

¿Por qué puede ser bella la palabra leída y luego transformarse hasta el desastre? Lo que ha perdido el director o el teatro o los actores es capacidad poética, pero no con respecto a la profesión, sino con respecto a la vida, quiero decir, como seres humanos. No es una devaluación del texto, es una devaluación de los creadores como seres vivos que han perdido esa capacidad poética; no consiguen estar a la altura de los textos y del misterio que encierran. Reitero esta preocupación: se ha perdido la capacidad poética del creador. De entender el mundo a través de la poesía, la poesía como revelación, la belleza relacionada íntimamente con la verdad, no como algo complaciente, sino como todo lo contrario

Lo monstruoso es un tema constante de tu obra, que no deja de apuntar, por otro lado, a esa belleza poética de la que hablas. ¿Cómo se explica la presencia de la belleza en mitad de lo monstruoso?

No son incompatibles. La belleza no tiene que ver con lo bonito, tiene que ver con la verdad. Es ese vehículo a través del cual te emocionas y reconoces la verdad; y la verdad tiene muchísimas veces que ver con el horror y el dolor, pero si no es a través de la belleza no se puede comprender. Algo no deja de ser menos horroroso por ser bello; la belleza es el hilo conductor del horror, lo potencia y lo hace comprensible. No es que te deleites en el horror, sino que se trata de utilizar lo bello para transmitirlo. Uno se vuelve incapaz de asistir a ninguna verdad si no hay belleza. Ese es uno de los grandes misterios y conflictos de la creación, por muy espantosa que sea la realidad de la que estás hablando el resultado es inevitablemente un producto hermoso. Por eso el teatro es ese espacio de reflexión que admite la belleza y la poesía. La belleza como fin en sí mismo se quedaría en un formalismo vacuo.

Para terminar me gustaría plantearte otro de enigma acerca del teatro, en este caso del teatro español. Se trata de su historia en las últimas décadas, tanto de la historiografía oficial, como de la propia realidad teatral. ¿Cómo ves tu lugar dentro de esa historia?

Creo que aquí hay algo que no se ha reconocido, que es la labor de las compañías independientes de un tiempo a esta parte, por ejemplo, alguien como Carlos Marquerie tiene escasa visibilidad; pero su labor es importantísima, la que comienza a hacer después de la Transición y son ya veinte años de trayectoria; y luego otras compañías como la nuestra, Atra Bilis, o Sara Molina, La República y tantas otras, no hemos alcanzado un reconocimiento, por decirlo así, institucional. Lo que no se reconoce en el medio teatral español es la idea de compañía, ese esfuerzo colectivo por investigar nuevos lenguajes. No nos admiten. Nos consideran como un fracaso del teatro, los «Juan Palomos», yo me lo guiso y yo me lo como; no quieren comprender que la nuestra es otra manera de entender el acontecimiento escénico en su aspecto total. Como compañía no tienes ninguna opción. Hay una especie de invisibilidad de las compañías como lugar de investigación; sin embargo, se trata de toda una trayectoria, un proceso, es un trabajo de muchísimos años… Las compañías hemos perdido credibilidad como tal. Yo siempre digo que somos la generación estiércol. Hemos hecho el trabajo sucio, nos han vapuleado, para que ahora lleguen los rompedores institucionales y gracias a un buen nivel de producción y a unos medios favorables se aprovechen sin problemas de todo ese riesgo que las pequeñas compañías hemos asumido trabajando en medio de una precariedad indecente. Sólo a través de la alta institución y el dinero son respetados los nuevos lenguajes y obtienen verdadera repercusión y legitimidad. De nuevo la economía, por muy aburrido que nos parezca, es la madre de todas las explicaciones. Así que uno tiene que intentar organizar el resentimiento para poder seguir trabajando sin esperanza y sin vomitar.

Cada mirada sobre la historia esconde una estrategia de poder, en el sentido de que hace visibles unos elementos y margina otros. ¿Por qué esta minusvaloración del trabajo de los colectivos?

Yo no sé qué tipo de intereses pueden moverles para tenernos tan en los límites, en los márgenes, somos una especie de out-siders. Sí que se ha hecho teatro en España, se ha trabajado muy duro, pero al final se ha acabado admitiendo a directores que han conseguido aglutinar con el apoyo institucional las transformaciones en las que han estado trabajando las compañías independientes desde hace veinte años. Es una situación en la que salimos perdiendo siempre los mismos. Es decir, gracias a las grandes producciones los burgueses ya pueden ver a gente en pelotas en un escenario sin escandalizarse y sin necesidad de desplazarse hasta un almacén.

¿Y el denominado «teatro alternativo»?

No tiene sentido, porque además en el teatro alternativo se utilizan muchas veces los mismos mecanismos que en el teatro comercial. De cualquier modo lo alternativo se sigue utilizando como excusa para alimentar el sectarismo. Por otra parte hay una especie de ninguneo desde los puestos privilegiados, relacionan lo alternativo con el teatro aficionado. Por ejemplo desde los puestos de decisión no van a ver nuestras propuestas, no tienen ningún tipo de contacto. El Centro Dramático Nacional reclama textos de Angélica Liddell, pero los responsables no se desplazan hasta un teatro para ver el trabajo de nuestra compañía, de Atra Bilis. Es una paradoja que explica muy bien la situación del teatro en España. Existen cosas que a mi modo de ver no tienen ningún crédito artístico. Lavelli, por ejemplo, dirige cinco puestas en escena al año, y cada una en un país diferente; pero eso es imposible; es imposible que eso sea teatro porque es imposible tener vida suficiente para todo ese trabajo. Parecen todos una pandilla de burócratas, no estamos unidos por una preocupación por el teatro, sino por preocupaciones privadas, muchas veces mezquinas y trepadoras. Los gestores y directores no van a ver el teatro que no tiene que ver con ellos, no entienden el hecho escénico en todas sus facetas y en toda su dimensión. El teatro es una cuestión de vida, no de equipo y todas esas minucias. De vida.Pero el teatro se ha convertido en una cuestión de relaciones personales. Tal vez siempre ha sido así. Parte de la invisibilidad de muchos es no tener las relaciones adecuadas. Hay demasiadas cosas que se solucionan en los pasillos. La historia del teatro es una cuestión de intrigas íntimas, de prejuicios y de desprecio personal.

Pareciera que con la legitimación de los directores de escena, convertidos en puestistas de textos ajenos o gestores político-culturales, las instituciones ya hubieran saldado la deuda que tienen con lo que realmente es creación escénica. Si no hay una autor-idad, ya sea en forma de autor dramático o de director escénico, la supervivencia se hace más difícil.

Es como si no hubiera existido el Living Theater, como si no hubieran existido una serie de corrientes que han sido expulsadas de la tradición teatral, de la tradición teatral española. De toda esa manera de entender el teatro no queda memoria porque no se ha hecho un esfuerzo por integrarla. No hemos madurado. Que la cultura dependa del cambio de gobierno, por ejemplo, es de una tremenda inmadurez. Eso es subdesarrollo. Algo debió pasar en los años ochenta; hubo algún error. Se lo preguntaba a Carlos: «¿qué pasó?, vosotros que os reuníais en aquellos años, cuando se creó el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y todo aquello».

Con nuestra compañía por ejemplo ocurre un fenómeno extrañísimo, te encuentras atrapada entre el snob ultramoderno y el dramaturgo canónico. Es una especie de tenaza. No hay una corriente que soporte compañías como la nuestra, que nos sirva de apoyo, no hay un contexto, no hay una tradición que acoja nuestro trabajo de una forma respetuosa. Es el director quien te legitima como dramaturgo y autor. Si no pasas por las manos de ciertos directores, de cierta cantidad de dinero, no existes. Y por otra parte hay una figura semejante a la del curador, que es la del programador estrella. Es el criterio del programador el que legitima tu calidad y tu supervivencia. En fin, que la obra raras veces depende de sí misma.

Hemos llegado a un teatro de encargo, sin vida, sin proceso. Se ha dejado de entender el teatro como algo perteneciente al humanismo, a la política, al arte, al tiempo. El teatro ha acabado siendo un taller de mediocres vanidosos, y de buscadores de fórmulas exitosas.