¡Sube a mi joroba y escupe!
Que la belleza reside en las sombras de mi cuerpo.
Carlos Marquerie*

El temblor de la carne forma parte del ciclo “El cuerpo de los amantes”, una reflexión escénica sobre el amor y la muerte que Carlos Marquerie inició con Que me abreve de besos tu boca y, aún antes, con un taller en 2005 en Casa de América de Madrid a partir de El cantar de los cantares, dentro del desaparecido encuentro Invertebrados que coordinaba Pablo Caruana. Se trata, por tanto, de un trabajo de largo recorrido, una reflexión que ha ido adquiriendo diferentes matices, dentro de un tono de conjunto oscuro y detenido, que nos habla de una suerte de mística escénica con una clara vocación social. La penúltima escena de este retablo de cuerpos fue Maternidad y osarios, presentado en enero de 2008 en el Festival de Burgos Escena Abierta, una acción que nació para durar en el tiempo, protagonizada por Marisa Amor, embarazada, y abierta a la intervención de artistas que dejaron su huella en la obra. Junto con Maternidad y osarios, se presentó El temblor de la carne, que pasó en abril de este mismo año por La Casa Encendida de Madrid y El teatro de los manantiales de Valencia. Esta última, como Que me abreve de besos tu boca, han sido además coproducidas y estrenadas en Citemor, la cita anual de las artes escénicas de Montemor-o-Velho (Portugal), que tanto ha apoyado en los últimos años la creación escénica en España.

El temblor de la carne es una especie de ceremonia artística, y como en toda ceremonia lo que importa no es lo que allí se hace o se dice, sino el acto de hacerse. Por esto hay quien no comprende que el feligrés, perseverante por naturaleza, siga acudiendo a sus ritos, sabiendo que el contenido será siempre el mismo; lo importante es el hecho de asistir. Igual que para el artista, que es el personaje de esta obra, como lo fue ya en 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta) en la figura del paseante, lo importante es el hecho de seguir, perseverando en la duda y en la fe. El militante acude a sus mítines y el creyente a su iglesia, sabiendo lo que van a oír, pero el acto difícil de asistir, a pesar de las dudas, de seguir insistiendo, da sentido a su credo. La creación escénica, como paradigma del arte, queda aquí también reflejada como una cuestión de resistencia… artística, política y finalmente física; “el combate se ha convertido en resistencia”, dice el artista (20).

En El temblor de la carne, los actuantes esperan al público, pacientes, cada uno en su sitio. Cuando este se ha acomodado comienzan con la ceremonia. Paso a paso, “minuto a minuto” —como dice Lola Jiménez al final de la obra—, los intérpretes van realizando las acciones, meticulosamente, dedicando a cada una el tiempo preciso, deteniéndose lo necesario en cada palabra, en cada movimiento, en cada gesto. Hay momentos de quietud, de roces, gestos imperceptibles que iluminan un instante y miradas mudas; otros de violencia, donde los cuerpos se convulsionan y un alarido sordo llena el espacio. Todo tiene un lugar preciso y un momento necesario; todo nace de la oscuridad y en ella vuelve a apagarse. También el público tiene un lugar preciso y necesario en esta ceremonia, donde todo está preparado para él.

El artista abre su taller al público, le invita a entrar en lo más secreto de su fábrica de sueños, en los sótanos de un mundo precioso y preciso, en el que todo es oscuro y delicado. Es un lugar de reflexión y de creación, de dolor y de gozo. Lo que queda por detrás de las obras, de los lienzos y las representaciones, es lo que se le muestra a los asistentes a esta especie de ceremonia artística; lo más privado se hace público y lo vital se convierte en una cuestión social. El artista se desnuda en un ritual de desvestimiento. Como decía Getsemaní de San Marcos en el debate que siguió a la última representación en El teatro de los manantiales, el actor se construye desde un lugar de máxima exposición, que es también el lugar de mayor fragilidad. Desde ese acto voluntario —querido— de ofrecimiento se deja sentir el temblor del artista, como los latidos amplificados que resuenan en la sala cuando Getse se ausculta el pecho, mientras recupera el aliento tras el descenso siempre doloroso a esa noche oscura de la escena —en un homenaje a San Juan de la Cruz, otra de las voces que resuenan en la obra—, que es también la noche de la que nace la creación. La verdad de la obra es la verdad de ese acto de exposición y alumbramiento, de ahí le viene su razón de ser, lo demás son cálculos, medidas, ritmos y formas para que ese acto llegue a producirse con la máxima eficacia; lo demás es el trabajo del artista-artesano, las herramientas del orfebre.

En el taller del artista todo debe estar cuidado, nada es caprichoso, excepto las formas extrañas de la naturaleza disecada, del tiempo detenido. El caos de papeles, dibujos, objetos e ideas ha sido despejado para recibir al espectador, luego volverá el desorden al taller y a la cabeza. Durante el momento que dure la presentación cada cosa ocupará su lugar, para que pueda ser percibida con la mayor claridad por el público. Cada palabra dicha, cada construcción, cada gesto y cada trazo están dispuestos para él; al final de la obra podrá entrar en la escena, mirar de cerca esas cosas raras rescatadas del tiempo, e incluso tocarlas con un cierto temor.
Sobre una mesa de madera, a la izquierda del escenario, están las herramientas del alquimista, pigmentos para hacer pinturas, un libro de grabados de Durero, cardos secos y enormes hojas de pita, calaveras, insectos, ratas y murciélagos disecados, casquillos de balas y restos de metralla, mariposas, monedas antiguas, alguna estatuilla de bronce, cuerdas, tijeras e hilo. Todo está muerto, seco. Al fondo del escenario, sobre una especie de cama de madera cubierta con pigmento, Andrés Hernández, de andar pesado y meditativo, concentrado en su labor, lleva a cabo, minucioso, las mediciones para segmentar la huella que el cuerpo desnudo de Getse dejó sobre la superficie ondulada del polvo de pintura al comienzo de la obra. Lo que se hace en esta mesa de operaciones se proyecta en una pantalla alargada; sobre esta superficie se irán colocando, ordenadamente, materiales muertos, huellas que la naturaleza y la sociedad han ido dejando a lo largo de su camino, insectos, animales disecados, balas y restos de metralla, jeroglíficos de la historia, enigmas del tiempo. A la derecha del escenario, colgando de unos hilos atados a un bastidor, a igual distancia unos de otros, se suspenden otros tantos cardos, hojas de pitas y flores secas. Por detrás de este telón de naturalezas muertas, dos micrófonos, frente a los que se colocan Getse y Lola para dar comienzo a la obra: “El arte de la fuga. Juan Sebastián Bach. Contrapunto XIV. Grabación de Glenn Gould”. También al fondo una palangana, donde Getse se lavará el cuerpo con agua y una esponja para limpiarse el pigmento que le quedó en el cuerpo. En el centro, una superficie lisa, de color del hormigón, en bloques geométricos, y en medio de esta un recuadro con piedras pequeñas de color rosado. En este espacio de inscripción se irán construyendo las alegorías, naturalezas muertas con cuerpos vivos.
Un mundo de texturas y geometrías, de medidas y ritmos, para llegar a una verdad, la verdad de una confesión íntima, personal, que sólo se revela en el acto preciso de una ceremonia —escénica—.

Como todos los ritos este también tiene algo de antiguo y de secreto. El temblor de la carne es un clásico, un clásico antiguo en el que se recogen ecos de siglos pasados y presentes, partituras del barroco y estridencias electrónicas de la modernidad, metros poéticos que no conocieron los teclados, subjuntivos de una gramática en extinción, imágenes de grabados y figuras de lienzos desde el Renacimiento hasta Goya, que llenan el imaginario dormido de Occidente. Como todos los ritos, esta obra atraviesa los siglos para traer al presente una verdad terrible, despertarnos de un ensueño con otro ensueño, utilizar un espacio fantasmal y detenido para desvelar otros fantasmas —como pensó Benjamin que debían funcionar las alegorías—, para hacer sentir un instante que es el instante de una revelación, de un acto de participación, de desciframiento, de una ceremonia propuesta como interrogante. De ese instante emana una eternidad, como la que duerme en esas hojas secas y animales muertos, en los casquillos de bala y restos de metralla, en las calaveras y en ese CETME, el arma de asalto reglamentaria del ejército español, que corona la vanitas con la que se cierra la obra. Esas imágenes vuelven a tomar vida en estos tres cuerpos que se ofrecen, una vez más, para realizar el sacrificio de la representación, dejar de ser uno mismo para, siendo otro, ser más uno mismo al quedar confrontado con lo más terrible, su propia desnudez —decadencia y vanidad—:¡Y qué lejos veo la caducidad definitiva del cuerpo. Y qué difícil me resulta admitir la ausencia de vigor. Y qué arduo aceptar enfrentarme en cada instante con mi deterioro […] vivir en el pensamiento aquello que el cuerpo no aguanta, lo que ya no soporta, y sin embargo no concibo la idea de vivir para mantener el cuerpo. (16)

El espectador asiste a un momento de creación poética en el sentido antiguo de este término, poético porque algo se está haciendo, aquí y ahora, de acuerdo a una técnica aprendida con calma, a través de repeticiones, de palabras dichas una y otra vez, escenas que se ensayan, distancias que se miden, objetos que se colocan en el sitio preciso, cuerpos que se lavan, estómagos que se contraen y sexos que florecen, corazones que laten y gargantas que gritan; todo está meditado, pensado, porque todo es escénico, su única razón de ser es ser en escena, y en ese ser-escénico cobra su única vida como artificio en construcción. El resultado habla, en primer lugar, de algo que fue hecho, algo que ocurrió, que tuvo lugar, y ya no está; la huella de una acción, de un paso por la escena, por la escena de la vida, de la historia o del arte. La forma precisa queda así enfrentada a la emoción de dar forma a lo que difícilmente se deja informar, geometrías de lo imposible, la emoción de intentar otra vez hacer nuevo lo viejo, celebrar la repetición de la palabra y los cuerpos, de las acciones y los gestos, tratando de desentrañar el misterio mudo que ocultan.

Enfrentado a este jeroglífico de imágenes, cuerpos y palabras, el espectador despierta a un momento de ensueño, por la magia de eso que está ocurriendo tan cercano y material como lejano y extraño, y sueña con ese enigma que se despliega delante suya, el enigma de esos cuerpos que están ahí, haciendo y diciendo cosas con esos materiales raros y esas palabras olvidadas, con esos tiempos largos que se suceden lentos, a comienzos del siglo XXI. Se pregunta por el misterio que encierra todo este escenario, el misterio de la historia y de la vida, de todas las historias y todas las vidas, y de esa historia que tiene ahí delante, concreta y real, que es la historia de una obra y de su creador, Carlos Marquerie, que vive cerca de Madrid, dedicado a hacer —resistir— en escena desde hace casi treinta años, y de unos actores que ya no son jóvenes, aunque lo puedan parecer, o que incluso han dejado atrás la madurez, como Andrés, que ya hizo teatro con Marquerie hace más de una década, y ahora vuelve a estar ahí.

El espectador observa atento ese paisaje muerto y vivo al mismo tiempo, y se pregunta qué hacen ahí esos actores haciendo cosas tan antiguas, tan repetidas y tan lentas, celebrando de nuevo la ceremonia del teatro, como tantos otros actores a lo largo de la historia y los siglos, entregados con sus cuerpos, e imagina que esta obra fue realizada en la II mitad del siglo XIV por un afamado hombre de armas con un oscuro pasado de libertinaje y escándalos, que en la vejez decidió retirarse a una abadía abandonada para pensar en el tiempo transcurrido y en su deseo vano de querer atraparlo en cada acto de amor, en cada acto de muerte, de creación. Restos de aquel manuscrito fueron encontrados por un viajero alemán a comienzos del siglo XIX, cuando España era todavía un país exótico (hoy lo sigue siendo, pero se nota menos). Se cuenta que a finales del XIX extraños grupos de actores ligados a la teosofía y otros movimientos espiritistas volvieron a dar vida a aquel texto en una especie de rituales secretos, en iglesias góticas derruidas, donde se hacían cosas peligrosas. Estos rituales fueron prohibidos. Finalmente Menéndez Pelayo introdujo la obra en la historia de la literatura como un clásico del teatro medieval. Hay quien dice que a partir del 2000, con los movimientos antisistema, se hicieron convocatorias por Internet para volver a celebrar El temblor de la carne; todos iban vestidos de una manera peculiar, se quemaban banderas de Estados Unidos y terminaban en grandes orgías. Pero lo único cierto es que desde finales de los noventa la obra, analizada por los teóricos como paradigma del teatro pre-dramático, fue recuperada por algunos teatros oficiales en Cataluña en un gesto de vanguardismo trasnochado para representarlo el Día de Todos los Santos en lugar del Don Juan Tenorio con un enorme éxito de crítica y público, y más recientemente desde el teatro alternativo la Cía. Lucas Cranach volvió sobre este clásico para darle un tratamiento más austero, libre de la tramoya y retóricas de las que se había ido cargando. Pero todo esto no es verdad; esta obra fue en realidad escrita y escenificada por Carlos Marquerie, e interpretada por Andrés Hernández, Lola Jiménez y Getsemaní de San Marcos en el año 2008 de nuestra era.

 

* De El temblor de la carne, editado por Antonio Fernández Lera en el número 21 de la colección Pliegos de Teatro y Danza (www.aflera.com).