En su breve texto sobre Beckett, o más bien sobre una fotografía de Beckett tomada en 1961 por Lutfi Özkök, Pierre Michon define y agasaja a Beckett como «rey» de la literatura (Cuerpos de rey es el título del libro), en igualdad con Joyce, Shakespeare o Dante, un rey que habría subido al trono ocho años antes, fecha del estreno de Esperando a Godot o diez años antes, fecha de publicación de su trilogía narrativa. Al final de ese texto, Michon, describe así la fotografía: «Las pupilas de hielo toman al fotógrafo, y lo rechazan. Noli me tangere. Los signos rebosan. El fotógrafo dispara. Aparecen los dos cuerpos del rey»1. «Las pupilas de hielo toman al fotógrafo, y lo rechazan». Pocas frases como ésta explican con tal precisión el modo de mirar de Beckett, que es también su modo de escritura. Según Michon, un gesto propio de la majestad del autor (ya no de su divinidad), pero también un acto del que son huella sus textos incluso antes de su definitiva coronación. «Toman al fotógrafo…», en efecto, pero no en un ejercicio de apropiación de la imagen del otro para su reducción posterior a objeto, a imagen desecada, como podría deducirse de una lectura primera de sus textos. Más bien se trata de una atracción, de una seducción. Y no se puede seducir meramente en superficie, mediante la imagen privilegiada del rostro, la disposición de los labios, la sonrisa detenida, congelada antes de producirse. Para seducir es preciso implicarse, arriesgarse en la manifestación de algo que está más allá de la piel, más allá de la superficie acuosa de las pupilas. Y, sin embargo, «lo rechaza». Atracción y repulsión son casi acciones simultáneas. «Noli me tangere». Pero en ese trasiego de miradas, de esa intensa relación intersubjetiva que finalmente queda reducida a una foto, a una superficie de papel emulsionada o impregnada, se desprenden fragmentos de intimidad que se transforman en signos. «Los signos rebosan. El fotógrafo dispara. Aparecen los dos cuerpos del rey». El primer cuerpo se evade y con él arrastra la memoria, el ser informulable. El segundo cuerpo resta, fijado en superficie, visible, potencialmente significante, pero incapaz de dar cuenta del ser.

Cuerpos

La acción fotográfica descrita por Michon tiene muchos paralelismos con la escritura visual practicada por el propio Beckett en sus piezas teatrales, radiofónicas, televisivas y fílmicas. En ambos casos, Beckett mantiene el control. Cuando exhibe su rostro, seduce ocultándose. Cuando se proyecta sobre sus personajes, les salpica con residuos significantes de su propia subjetividad, pero se cuida mucho de trasladarles la capacidad de seducción: Beckett mantiene la propiedad de su imagen como mantiene la propiedad de su discurso subjetivo, cuyos fragmentos desperdiga, en forma de restos minuciosamente construidos, entre sus figuras de desesperanza: sus mutilados, sus melancólicos, sus encerrados, sus recurrentes y cómicos suicidas. La mutilación y la carencia son signos visibles de una pérdida original. Los cuerpos arrojados a la superficie impresa se pasan la existencia buscando la memoria, la subjetividad, el sentido del que han sido privados en la operación reproductora. Insisten en la búsqueda, más allá de los límites de la vida, pero la búsqueda está condenada a la infinitud, es decir, a la repetición, o también a la teatralidad. Una de las grandes ficciones que sustentan su producción literaria es precisamente la duplicación (o la multiplicación) del cuerpo, que tiene su correlato en la disociación, la fragmentación, la mutilación. Y obviamente tal operación sólo es posible una vez reducido el cuerpo a superficie: no en el papel fotográfico, sino en «las pupilas de hielo», de las que retorna convertido en signo. El sentido de su existencia es de segundo nivel, ya no tiene que ver con la vida, tiene que ver con la espera. La primera gran mutilación que Beckett inventa para su rey, para el viejo Hamm de Final de partida es la de la visión: le tapa los ojos, no sólo le priva de la mirada, sino de que los demás vean sus ojos. Beckett niega a este rey Lear degradado a rey de ajedrez condenado a la derrota la capacidad significante, le hace consciente así de su condición de mero personaje. «¿Para qué sirvo?», se pregunta Clov. «Para replicarme», responde Hamm2. Pero éste no es superior a aquel en la estructura dramática: realmente Hamm solo sirve para que Clov le replique y para pronunciar unas palabras que obviamente no les pertenecen, sino que le vienen dadas como líneas de un texto aprendido y mil veces repetido. «Ahora me toca a mí» o «Es mi turno» introducen muchas de las intervenciones de Hamm, que quiere a toda costa continuar permanentemente con la representación, en contraste con Clov, que intenta interrumpirla, que se acabe harto ya del sucederse de «las mismas preguntas» y «las mismas respuestas»3. Esa metateatralidad existencial, igualmente reconocible en Esperando a Godot, priva a los personajes de consistencia psicológica y los arroja en escena meramente como cuerpos a quienes se agregan fragmentos de discurso. Pero ¿qué tipo de cuerpos? Entre otros condicionantes que afectan a la concepción de la corporalidad en el teatro de Beckett, me parece importante tomar en consideración la experiencia de sus primeras puestas en escena y su colaboración con Roger Blin. Fue él quien se atrevió a hacer lo que otros colegas habían rehusado: poner en escena Esperando a Godot sin saber que con ello elevaría a Beckett a las alturas (aunque a él mismo no le reportara tantos beneficios artísticos). Roger Blin era un actor y director de oficio, consciente de sus limitaciones y de su función de intermediación entre el texto dramático y el público, distante, pues, de los grandes directores- autores surgidos en los años veinte y treinta, pero comprometido con la literatura de vanguardia. Los reformadores del teatro francés en las décadas previas a la segunda guerra, desde Copeau hasta Dullin, habían sido mucho más tímidos en su reivindicación del papel del director de escena que los revolucionarios alemanes o rusos. La escena francesa seguía siendo una escena eminentemente dramática, al servicio de poetas como Jean Anouilh, Paul Claudel, Jean Giraudoux o Henri de Montherlant, y, sobre todo, al servicio de los clásicos o los clásicos modernos del repertorio internacional. Fue contra ese teatro aún muy anclado en los modos del xix contra el que se había sublevado Antonin Artaud, el único revolucionario del teatro francés, y del que fueron discípulos Barrault y Blin.   Blin vio por primera vez a Artaud en una manifestación surrealista contra el cineasta danés Carl Theodor Dreyer (para quien Artaud actuó en La pasión de Juana de Arco). Esto no dice mucho a favor del joven Blin, pero explica su interés por una dramaturgia tan contraria al realismo como la de Beckett (Blin se posicionó contra un genio, el buscador incansable de un cine antiteatral, para encontrarse con otro buscador genial, en este caso del teatro antidramático). Artaud acababa de pasar por la efímera experiencia del Teatro Alfred Jarry y abandonaba forzado el grupo surrealista; Blin tenía 19 años y admiraba profundamente a Artaud: su talento tanto como su hermosura; Artaud acabó tomándolo bajo su protección. En 1935, lo nombró su asistente en la producción de Los Cenci en los Folies Wagram, en la que interpretaba además el papel de asesino.

Entre los elementos que impresionaron a Blin (además de la escenografía de Balthus) de esta puesta en escena cabe subrayar la escasa atención de Artaud al texto, su concentración en la musicalidad de la puesta en escena y, sobre todo, en la gestualidad y en el control físico de la misma (elementos estos últimos que reencontraremos, obviamente con otros matices, en la propuesta escénica de Beckett). En Los Cenci, Blin coincidió con el otro gran discípulo de Artaud, Jean Louis Barrault, quien le invitó a trabajar en 1937 en la puesta en escena de Numancia, de Cervantes y en Hambre, de Knut Hamsun, una pieza en la que Blin interpretaba un papel inventado por Barrault, una especie de doble del protagonista, que mostraba físicamente los sentimientos que aquél transmitía mediante la palabra. La idea del doble, de la duplicación, y la idea de la comunicación muda reaparece en la concepción de muchas piezas de Beckett de los sesenta. Blin y Barrault habían estudiado mimo y su simpatía hacia Artaud tenía también que ver con ese interés por las potencialidades comunicativas del cuerpo, que el propio Barrault había llevado al extremo en su primer montaje: Mientras agonizo (1936), basado en la novela de Faulkner. La mímica cumpliría también una función importante en las piezas de Beckett; no sólo en las pantomimas escritas como tales (Actos sin palabras I y II), sino también en las secuencias mímicas en el interior de las obras o en los personajes mudos que aparecen en muchas de las escritas a partir de los sesenta. Blin se enfrentó a la puesta en escena de Esperando a Godot, según su propio testimonio, sin ninguna interpretación previa, poniéndose al servicio del texto y tratando de mantener una actitud de escucha. En un principio, pensó montarla como un número de circo, con payasos; finalmente, optó por una estética de corte más expresionista. Una de las aportaciones más interesantes de Blin fue plantear la construcción de los personajes a partir de enfermedades que condicionaran su gesto y su movimiento. Así, Vladimir tenía problemas de próstata que le obligaban a salir entre cajas constantemente; Estragón se quejaba de los pies; Pozzo tenía una dolencia cardiaca y los pies planos y Lucky sufría de alzheimer (una propuesta del actor, Jean Martn)4. Es posible que a Beckett no le interesara demasiado esta justificación psicosomática de las acciones, pero lo cierto es que a partir de entonces, casi todos sus personajes estarán condicionados por una incapacidad fisiológica o una limitación impuesta desde el exterior al cuerpo. Los personajes de Fragmento para teatro I tratan de complementarse: uno es ciego, el otro es paralítico; el ciego habla de visiones, el paralítico de movimientos.

Al igual que en Esperando a Godot, se establece entre ellos una relación de mutua dependencia, que en algunos momentos se revela como necesidad de cariño y en otras despunta como comprensión desesperanzada de la degradación de aquel a cuyo destino está atado. Algo similar cabría decir a propósito de los personajes y sus relaciones en Final de partida: Clov cojea, Nagg y Nell viven en cubos de basura con las piernas amputadas y Hamm, con los ojos cegados, no puede moverse del sillón desde el que reina. Final de partida es, desde el punto de vista literario, el objeto dramático más perfecto escrito por Beckett. Coherentemente con el título, su estructura es, efectivamente, lúdica, la pieza se desarrolla como un juego basado en pequeños desplazamientos, ecos, retornos, variaciones, recomposición de equilibrios, alternancia y contraste de luz y oscuridad, construcción de memoria, escucha mercenaria. En la concepción  de la pieza es fundamental la relación intergeneracional y la plasmación de esas tres generaciones de forma estructural en los tres niveles de la escena: el centro inmóvil para Hamm, el proscenio lateral para los viejos, el fondo para Clov, dotado de movimiento, pero atado por ello también al servicio de quienes no pueden moverse. La cuestión de las tres generaciones reaparece en La última cinta de Krapp. En este caso, es el viejo que ya ha perdido, quien escucha su propia voz, que es ya la voz de otro individuo, veinte años antes. Un individuo que a su vez se encuentra en una situación similar a la del viejo ahora respecto al joven que antes fue. El personaje de Krapp, liberado en gran parte de la componente clownesca de Estragón o la metateatral de Hamm, sufre, sin embargo, una discapacidad más grave que la de sus predecesores: la voz que fue suya ya no le pertenece, la memoria que repite su experiencia ha sido transferida a una cinta magnética. Su deseo de «ser otra vez», de «vivir el pasado» se revela tan imposible como el de Hamm por mantener la partida abierta. Aunque tan dolorosa como la irrecuperabilidad del pasado, la pérdida de la mirada, retenida junto a la voz, en la cinta magenotofónica.

Memorias

Beckett reconoció que, al escribir Esperando a Godot, no tenía idea del funcionamiento del teatro ni de las posibilidades de la escena. Efectivamente, sus primeras piezas dramáticas son, sobre todo, dramáticas. La última cinta de Krapp, sin constituir una inflexión brusca, anuncia un nuevo ciclo en el que Beckett comienza a experimentar conscientemente con las posibilidades y las limitaciones del medio escénico. El primer signo de esa transformación es la disociación de texto y acción. La acción de Krapp se sitúa en un nivel distinto al texto. La acción escénica se reduce a situación de un modo mucho más radical que en las piezas anteriores, en tanto la acción dramática se desplaza al interior del texto, fragmentada gracias al recurso del magnetófono, que justifica las repeticiones, los avances y retrocesos, las interrupciones. El teatro radiofónico, que Beckett empezó a escribir en 1956, se cruza con su concepción visual de la escena como imagen concreta. La mirada es la clave: los ojos como acceso al ser. En Los que caen (1965) Beckett ensayó una forma de escritura que suplanta la mirada, «voces que llegan de la oscuridad» y que crean un espacio iluminado en que la visión es posible, un procedimiento que se repetiría en sus siguientes obras para radio: Cenizas, Cascando, etc. En La última cinta esa escritura de la mirada se convierte en el centro mismo de la obra, en el punto de fuga, en la irrecuperable epifanía: «Al cabo de unos instantes lo hizo, pero sus ojos eran como grietas por culpa del sol. Me incliné sobre ella para darle sombra y los ojos se abrieron. (Pausa) Me dejaron entrar.   (Pausa)»5. Es el momento al que Krapp vuelve una y otra vez. Pero el retorno es imposible. Le ha sido negado el acceso a la mirada. Para salvarse, el viejo se burla del hombre que fue hace treinta años antes y busca consuelo en una prostituta. Sin embargo, no puede evitar el recuerdo: «¡Qué ojos tenía!», exclama ensimismado. Y son esos ojos los que le incitan a volver, a intentar «ser otra vez», a pretender lo imposible, como Hamm, a esperar, como Vladimir, lo que nunca retornará. Pero al mismo tiempo que Krapp intenta burlarse de sí mismo, Beckett parece burlarse de su personaje: el recuerdo que construye para Krapp no es más que sexo. ¿Puede ser realmente identificado con la felicidad? Al menos, se trata de un momento de intimidad, de intimidad compartida, de sexo no comprado. Sin embargo, no deja de resultar algo pobre, muy pobre. Lo que siguió a la irrecuperable penetración en la mirada fue el silencio: un silencio inédito, «como si la tierra estuviese deshabitada».

En realidad, la felicidad no se encuentra en la palabra, ni en la imagen, sino más bien en el silencio absoluto que se identifica con la plenitud. A ese silencio se refiere Clov en Final de partida. Y, sin embargo, ningún personaje accede a él: todos permanecen en la verborrea, en los pequeños movimientos ordinarios, incapaces de llegar. En una primera lectura, podríamos pensar que Beckett intenta proteger de la mirada, incluso de la propia, esos momentos  de experiencia plena que únicamente dan sentido a la vida: evitar su conversión en espectáculo. De ahí que lo visible sea transmitido mediante la palabra, mientras que el espectáculo muestra solamente lo anodino. Sin embargo, prestando atención a lo recordado, más bien descubrimos que aquello sólo contenido en las palabras no es menos anodino que lo mostrado escénicamente, y que en cualquier caso, ambos, la memoria y la presencia sólo adquieren sentido en la elaboración formal mediante el lenguaje y la construcción visual. La metateatralidad, presente en las piezas anteriores de Beckett, es también efectiva en esta, aunque de un modo distinto: Krapp, el protagonista, es al mismo tiempo un oyente. Si Vladimir y Estragón juegan a representar a sus compañeros de drama y Hamm es consciente de su condición de actor de sí mismo, Krapp aparece más bien como un espectador de su propia vida, agotada. A partir de esta obra, la figura del oyente- espectador aparecerá en numerosas piezas de Beckett: el personaje de Willie en Happy days o el Oyente en Not I. La función de Krapp la cumplen igualmente la mujer de Rockaby, el protagonista de Eh Joe, el lector de Ohio Impromptu. En algunos casos, el oyente-espectador coincide con el protagonista real, sobre el que el resto de personajes actúa: es el caso del espectador C en Fragmento para teatro II (1958) o su eco, más de treinta años después, en el protagonista de Catástrofe (1982). La introducción de oyentes y espectadores podría ser interpretada como la tentativa por parte de Beckett de extender  esa mirada glacial, que congelaba la imagen escénica y reducía a los personajes a la inmovilidad o a un patrón muy limitado de movimientos, al espectador mismo, condenándole igualmente al estatismo.

El recurso empleado para apropiarse de la mirada del espectador fue la elaboración del «texto representacional»6. Beckett, consciente de que el arte escénico, como había adelantado Craig a principios de siglo, no puede ser meramente una traducción del drama escrito, sino que debe ser más bien concebido como la suma de acción, palabra, imagen y movimiento, decidió utilizar esos cuatro elementos directamente como material de escritura. Los días felices (1961) constituye la primera tentativa importante de escribir directamente para la escena, a costa de los actores. Si Esperando a Godot y Final de partida podían leerse escénicamente como un juego (y así insistió en tratarlas Beckett cuando le tocó dirigirlas él mismo), Los días felices podría más bien ser leído como una liturgia intrascendente, donde todos los actos, los objetos, las imágenes y las miradas ocupan un lugar preciso y están meticulosamente establecidos, aunque no signifiquen nada, o más bien, aunque no signifiquen nada «al estilo antiguo». Si en textos anteriores, Beckett había tratado de escribir la mirada de sus personajes, ahora trata de escribir la mirada del propio espectador mediante el control estricto de los elementos visibles y sus ritmos.   Como Vladimir y como Hamm, también Winnie juega a la repetición de las líneas ya sabidas. Aunque en su caso apenas puede contar con la colaboración de Willie para las réplicas. La relación de dependencia que en las piezas anteriores se daba entre varones (a excepción de Nagg y Nell), se desarrolla aquí entre hombre y mujer, aun partiendo de una imposibilidad sexual dado el enterramiento de Winnie y la incapacidad de Willie de trepar hasta ella. A Winnie se la va comiendo la tierra, la va devorando al mismo tiempo que devora su memoria. Esta tierra no es gaya, es una tierra yerma, cubierta de hierbas secas, un paisaje desértico donde la supervivencia de una hormiga constituye un acontecimiento feliz y extraordinario y probablemente irrepetible. Winnie habla mucho y dice poco, aferrada a su bolsa, consolada por la compañía muda de Willie: si dice poco es porque los recuerdos se le van borrando; no por ello la necesidad de afecto.

En el primer acto es posible divertirse con Winnie, con sus números circenses y su sonrisa a lo Shirley McLane, en el segundo, en cambio, la voracidad de la tierra (o la perversa imaginación de Beckett) la han reducido a un objeto dramático a punto de desaparecer. Es entonces cuando el personaje se hace consciente de que la tierra puede arrebatarle definitivamente la memoria y se decide a recordar el acontecimiento dramático: la historia de Mildred, la niña violada de ojos azules que grita ante la amenaza del ratón. Una vez relatado el trauma, una vez liberado lo real mediante la repetición del recuerdo, a Winnie le queda poco, como al Wolf de La hierba  roja de Boris Vian, agostada su memoria por la máquina. Beckett no necesita máquinas, le basta la tierra. Vivir es recordar, disfrutar y desear. Beckett priva a sus personajes del deseo, reduce el deseo a la espera. El placer es sustituido por la satisfacción de necesidades básicas (una zanahoria, una prostituta), y reconducido a la charlatanería y a la escucha. Sólo el recuerdo les es dado, pero a estos personajes les cuesta mucho recordar, sólo les es accesible en fragmentos. El único consuelo que resta a Winnie es el de ser mirada por Willie. Los ojos de Willie, el reflejo de Winnie en los ojos de Willie su último recurso para aferrarse al ser. Pero Willie no es un personaje, y éste es el gran problema de Winnie, Willie es una figura metadramática, la representación del espectador en el interior de la pieza. Y como espectador, nunca hará nada, es por definición cobarde; por más que simpatizara con Winnie, nunca intentaría salvarla.

Imágenes

Beckett dirigió Los días felices en el Schiller Theater Werkstatt de Berlín en 1971 y en el Royal Court Theatre de Londres en 19797. Había comenzado a poner en escena sus propias obras en 1966. Del modo de dirigir de Beckett se ha destacado su  rechazo a la interpretación de los textos, su negativa discutir sobre ideas, la búsqueda de la concreción y la literalidad, la prohibición de la expresión, su capacidad para apropiar figuras y composiciones de los grandes maestros de la pintura a quienes admiraba, la construcción minuciosa de la partitura gestual, la elaboración de patrones de movimiento que retornan, la composición musical de la totalidad de la pieza, la exigencia a los actores de que separaran radicalmente texto y movimiento8. Nada sorprendente: se trata de la traducción escénica de aquellos procedimientos que Beckett ya había elaborado literariamente en sus piezas durante veinte años. Lo importante es que su experiencia como director incidirá notablemente en su producción dramática posterior, o quizá habría que decir ya su producción representacional, concebida no sólo para la escena, sino también para la radio y la televisión. De hecho, en los sesenta, apenas escribió para el teatro. Después de Los días felices, escribió una dramatícula titulada Come and go, dos piezas radiofónicas, Palabras y música (1962), Cascando (1963), una película, Film (1964), protagonizada por Buster Keaton y una emisión televisiva, Eh Joe (1966). Come and go (1966), la primera pieza dirigida por Beckett en el teatro Odeón de París (dirigido entonces por Jean Louis Barrault) puede ser contemplada definitivamente como un  objeto escénico. Toda su producción dramática, desde Esperando a Godot, tiene ese carácter objetual, pero el formato, la estructura y el desarrollo de esta pieza permiten considerarla claramente como tal. La concepción de las obras dramáticas/ escénicas, como objetos tiene su contrapartida en el tratamiento de los personajes/actores como piezas que debían ser perfectamente encajadas para cumplir su función. No es de extrañar que Billie Whitelaw, actriz a la que Beckett dirigió en diversas producciones, confesara: «A veces sentía que era un escultor y yo una pieza de barro. Otras veces podría ser una pieza de mármol que necesitaba tallar»9. Probablemente, Beckett no habría utilizado esa referencia a lo escultórico, pero el sentimiento de la actriz expresa claramente la voluntad del autor de hacer coincidir la gestualidad, el movimiento y la voz de sus actores con aquello que él había diseñado. En este punto, Beckett parecía aproximarse nuevamente a Craig y su idea de la supermarioneta, si bien no quedaba en el irlandés en los sesenta rastro del romanticismo o del idealismo que aún guiaba al inglés a principios de siglo. Beckett, de hecho, se permitió el lujo de realizar aquello que Craig había imaginado ya en 1905: una pieza escénica sin texto y sin actores. Se trata de Breath, que por sus dimensiones podría también remitir a la idea futurista de un «teatro sintético », si bien desde planteamientos estéticos e ideológicos muy diferentes. La herencia vanguardista de Beckett se reco-  noce, no obstante, en su interés por explorar los límites del medio escénico, del que surgieron algunas de sus piezas más interesantes, escritas ya en la década de los setenta: Not I (1972), That time (1975), Footfalls (1975), Rockaby (1980), Ohio Impromptu (1981) y Catastrophe (1982). Se podría entender Not I (1972) como una consecuencia natural del proceso de inmovilización, reducción y disociación que Beckett había practicado sobre sus actores durante los años anteriores. El contraste entre carne y tierra (o cenizas) que animaba la primera parte de Los días felices ha desaparecido mediante un juego tenebrista que transfiere al teatro el plano detalle cinematográfico. La negación de la identidad (I/She) era visualizada en escena mediante la aparente suspensión de una boca aislada del cuerpo a tres metros de altura; las palabras pronunciadas por la boca eran escuchadas por un oyente con chilaba sobre un podio a un metro y medio de altura.

En la versión televisiva realizada para la BBC en 1976, Beckett optó por un primer plano fijo de la boca, lo que hacía superflua la figura del «conductor de atención hacia el objeto escénico». Sin duda, la pieza televisiva resulta mucho más eficaz que la escénica. El plano detalle de la boca elimina casi de inmediato la memoria de su pertenencia a una figura de mujer y la revela como un ente autónomo. Labios brillantes y flexibles, dientes sólidos que reflejan multiplicados las fuentes de iluminación, lengua húmeda e inapresable, paladar y garganta hundidos en las sombras; la boca provoca en el espectador una inquietud en la que se mezclan el miedo ante lo inaudito y el deseo de atravesar, de buscar en ella aquello que, sabemos, nos es negado o simplemente no existe o no corresponde a nuestro deseo. La potencia muscular, responsable de la emisión velocísima de las palabras y los gritos, es una fuerza disociada del significado de ese discurso fragmentario, que el espectador se ve obligado a recomponer con dificultad y que una vez más nos remite a un suceso traumático y a una búsqueda imposible. La búsqueda del ser, en este caso, la búsqueda del yo.

Sombras

La primera realización televisiva de Beckett data de 1966: se trata de Eh Joe, producida por la SDR alemana. Beckett, el dramaturgo de vanguardia que se había dado a conocer en un teatro de bolsillo, decidió escribir para el medio de comunicación de masas por excelencia10. La televisión de 1966, en blanco y negro y monitor abombado, seguía siendo físicamente un pequeño formato y la recepción solitaria o familiar se aproximaba igualmente a la recepción posible en una sala minoritaria. Pero los espectadores potenciales, y esto es lo importante, podían ser muy diversos, y mucho más numerosos. Beckett filmó Eh Joe en un largo plano secuencia,  mediante una cámara que, como la voz femenina que lo enfrenta a su pasado y a su responsabilidad, acosa al personaje desde un plano general del cuarto con tres salidas impracticables hasta un primerísimo plano de los ojos que ensayan la huida mediante la risa final. ¿De qué quiere escapar? De su soledad irreversible. Y de esa voz que le asalta le culpabiliza de haber sido incapaz de corresponder a la única mujer que le amó y que por su desprecio acabó suicidándose. Esa voz es ahora indestructible, pues es la voz de una mujer muerta. Por tanto, esa voz es él mismo, un sujeto dividido, disociado, incapaz por tanto de encontrarse, atrapado en la soledad y en la mirada de alguien que le vigila y que es él mismo. Como ya había hecho en el teatro, Beckett renuncia a la espectacularidad y traslada el contenido visual y dramático de la obra a la palabra susurrada, mientras confronta al espectador con las reacciones de otro espectador de su propia vida: Joe. Una vez más la cobardía, una vez más la angustia de la irreversibilidad, una vez más el enclaustramiento sin salida. A diferencia de Krapp, Joe ya no puede manipular la voz que le habla, ya no puede hablar, apenas se mueve, simplemente gesticula. Joe ya no es un personaje como aún lo era Krapp, por muy limitado que estuviera, Joe es una figura. El personaje, si hubiera que buscarlo en algún lugar, estaría disperso en el espacio abstracto que configuran la voz-texto, la cámaraojo, la imagen-pantalla y el rostro-gesto. Consciente de la especificidad del medio en que trabaja, Beckett se permite un paso más en su mirada disolutoria y reduce su ser dramático a lo que en efecto es: configuración electrónica, o en términos de Beckett: «sombra». También en la televisión, Beckett pasó por un proceso de aprendizaje: cuanto mejor conoció o se hizo consciente de las posibilidades del medio televisivo, más las utilizó en sentido contrario a las funciones de espectacularidad y entretenimiento, y al mismo tiempo, más radicalmente se esforzó en encontrar en ellos nuevas formas de crear aquello que él admiraba en la pintura de Rembrandt y Vermeer, en la música de Beethoven y Schubert o en el cine de la segunda década: la construcción de la imagen pura, la revelación de la emoción abstracta. La televisión, el medio que heredó de la radio y del cine los recursos para transmitir y por tanto construir la realidad del modo más efectivo, sirve a Beckett para albergar sueños, o más bien sombras que sueñan sombras y que, pese a su irrealidad, su estatismo, su pureza, nos afectan estética y emocionalmente. El sueño es lo que resta a esas figuras sin cuerpo, privadas ya de la mirada, que pese a ello no se resisten a convocar una y otra vez la presencia de lo perdido. Así ocurre en Geister Trio, con una estructura visual cuadrangular y una estructura temporal triangular y asimétrica, en la que un personaje aferrado a un reproductor de cintas de sonido llega a afectarnos y está a punto de arrastrarnos de no ser porque Beckett decide interrumpir el ritmo aprendido y lo conduce en la tercera parte a una deriva que nuevamente nos impide acompañarle.

En …nur noch Gewölk… (1977), el espacio aparece disociado de la figura: un espacio circular fuertemente iluminado permite la aparición de la «sombra» construida por el soñador, en tanto la suya y la de la mujer privada de mirada aparecen fuera del espacio; paradójicamente, el espacio visible se correspondería con el espacio mental, o con el espiritual, en tanto las dos figuras estáticas compartirían un no-espacio donde, por tanto, es imposible el movimiento, el contacto o la visión. La estructura del soñador y el sueño se repite igualmente en la última producción televisiva, Nacht und Träume (1982). Como ya había hecho en Not I, Beckett recurre a la posibilidad de aislar fragmentos del cuerpo humano que aparecen como flotantes sobre la pantalla-sueño: en este caso el rostro y las manos. El mismo procedimiento utilizaría en la versión televisiva de una de sus últimas piezas: What Where (1982), producida al año siguiente por la Südeutscher Rundfunk con el título de Was Wo. La televisión permite que el «máximo parecido» buscado por Beckett entre las cuatro figuras sea absoluto, y que un solo actor pueda poner rostro a todas ellas. El juego combinatorio y espacial rigurosamente diseñado por Beckett se superpone a otro juego, real y por tanto irrepresentable, al que las figuras se entregan con obediencia y sin permitir que sus palabras revelen el horror de la tortura, del grito, del llanto, de la anulación de lo humano. Muy diferente es Quad I+II, quizá una reducción esencial de algo que ya estaba presente en Come and go. Esta pieza, que agota la combinatoria de movimientos de cuatro personajes asexuados vestidos con chilabas sobre un cuadrilatero cuyo centro evitan, es sin duda el objeto televisivo más fascinante producido por Beckett. Quad es un perfecto objeto televisivo del mismo modo que Final de partida es un perfecto objeto dramático y Not I un perfecto objeto escénico. Es también una de las piezas más difíciles de leer, no porque su sentido sea oscuro, sino simplemente porque la lectura del guión, que prescinde ya por completo de la literatura, no permite imaginar la potencia que alcanza realizado en el interior de un pequeño monitor. Retando una vez más las convenciones del medio y las expectativas de los televidentes, Beckett ofrece una partitura geométrico-musical que puede funcionar en su recepción al nivel que se elija: desde el puramente lúdico o sensible hasta el filosófico o el religioso.

Miradas

La dedicación de Beckett a la televisión es una consecuencia natural de su interés por el cine y por la radio. Si bien Beckett era muy consciente de la especificidad de cada medio, la transferencia de recursos expresivos y lingü.sticos del cine al teatro fue uno de las primeras estrategias que utilizó para enriquecer y al mismo tiempo poner a prueba el medio con el que trabajaba, tanto el de la escritura dramática como, posteriormente, el de la realización escénica. Beckett, que de joven quiso estudiar con Eisenstein y con Pudovkin, se negó paradójicamente a que se filmaran sus obras. «¿Cómo filmar las palabras?» Y, sin embargo, pocas obras dramáticas hay tan cinematográficas como las de Beckett. ¿Por qué se negaba? Porque Beckett, el gran disociador, el amante del tenebrismo, de la oposición radical entre inmovilidad y vida, entre charlatanería y mutismo, también entendía en términos radicales la propiedad de cada medio de expresión: la literatura crea imágenes con palabras, el cine crea narraciones con imágenes. Para Beckett, el cine es sobre todo el cine de los viejos maestros, del mismo modo que para él la pintura es sobre todo la pintura de los grandes maestros. ¿Qué sentido tendría, en opinión de Beckett, filmar la inmovilidad? De hecho, Film es una película itinerante, muy diferente de sus propuestas dramáticas. Pero muda, o casi muda. Y lo que nunca habría aceptado Beckett es la traducción visual de las imágenes verbales. ¿Estaba en lo cierto Beckett al prohibir la filmación de sus piezas dramáticas? Esta es la pregunta a la que trató de responder Michael Colgan, uno de los promotores el proyecto Beckett on Film, acometido en 1999 por la productora Blue Angel, que encargó a 19 directores la filmación de 19 obras dramáticas de Beckett, desde Esperando a Godot hasta Impromptu de Ohio. Los resultados son heterogéneos, en función del talento del director y su proximidad a la obra del dramaturgo para acertar en el tratamiento adecuado. En general podemos decir que la versión fílmica de las obras dramáticas (es decir, aquellas donde existe definición de personajes y una mínima acción) aparece como un medio de difusión y relectura de la obra de Beckett más eficaz que su versión escénica e incluso impresa. Sin embargo, lo que a priori debería resultar más interesante, la versión de sus textos representacionales, es quizá lo más decepcionante del proyecto y muestra que la radicalidad de Beckett, su compromiso en la construcción de la imagen pura resulta muy difícil de alcanzar para directores de teatro y cine, acostumbrados a la construcción de lo espectacular y alejados de una búsqueda más frecuente en los terrenos del videoarte. En el primer bloque de piezas, creo que son rescatables la versión de Final de partida propuesta por Conor MacPherson y la de La última cinta de Krapp, dirigida por Atom Egoyan, de la que hemos visto un fragmento anteriormente. No es de extrañar que Egoyan, el realizador de Exótica o Ararat, tan interesado por la relación intergeneracional, los dobleces de la personalidad, la recuperación de la memoria y los mecanismos de mediación comunicativa eligiera esta pieza para contribuir al proyecto. La última cinta es, por otra parte, la pieza dramática más cinematográfica de Beckett, por su uso motivado del blanco y negro, por el recurso exhaustivo y preciso al montaje, por la estructura temporal y por el suspense generado por la búsqueda de la memoria por parte de Krapp. Al ver la versión de Egoyan, resulta inevitable la asociación de Krapp con el aduanero de Ararat y reconocer en la epifanía del recuerdo amoroso la epifanía de esa otra memoria terrible rescatada por Egoyan en su película. En cambio, resultan decepcionantes las versiones de piezas que, a priori, podrían ser fácilmente trasladadas de la escena a la pantalla, debido a su construcción cinematografíca, como Play (1962), que reduce la memoria de un triángulo amoroso a una instalación en la que tres cabezas que asoman de sendas urnas construyen un puzzle sonoro estimuladas por tres focos que se encienden y se apagan, y que Anthony Mingella no consiguió interpretar acertadamente, o Not I: aunque la interpretación de Juliane Moore ofrece cierto interés, la visión de su figura y sus resonancias glamourosas dificultan la recepción de la pieza, y si bien el montaje de varios planos tomados desde distintos ángulos decidido por Neil Jordan podría contribuir a subrayar la dimensión objetual de la boca, resulta sin duda mucho menos eficaz que el plano fijo frontal utilizado en la versión realizada por Beckett. Más pulcra resulta la versión de Ohio Impromptu (1982), en la que un mismo personaje duplicado en escena escucha las palabras leídas por él mismo, palabras que son restos de su memoria y por medio de las cuales trata, como Krapp, de recuperar el pasado, desesperándose una y otra vez ante la irreversibilidad del tiempo. En la versión cinematográfica de Charles Sturridge, Jeremy Irons interpreta las dos figuras del personaje. Sin embargo, a diferencia de lo que podía ocurrir en What Where en ese juego de cuatro individuos repetidos y fragmentados, en la versión de Sturridge pesa demasiado un romanticismo casi intrínseco al actor, y la acción primera de la cámara rodeando las figuras, contraria a la práctica habitual en Beckett que insistió en la frontalidad, no contribuye a la creación del objeto escultórico como aparentemente pretende, sino más bien a sugerir una soledad concreta. El desvanecimiento del lector y el fundido final a blanco, que enfatiza la dimensión del silencio: «Nothing is left to tell», podrían ser procedimientos más del gusto beckettiano pero no bastan para salvar la versión. Harold Pinter, amigo y admirador de Beckett, interpreta el papel de director en la versión que David Mamet firma de Catastrophe (1982), dedicada, como se sabe al dramaturgo Vaclav Havel (entonces perseguido por el régimen checoslovaco). Se trata probablemente de una de las versiones más aceptables de la serie, si bien el realismo conferido a la puesta en escena del conjunto tampoco tendría una correspondencia con los intereses visuales de Beckett. La pieza, no obstante, es de una intensidad tal que supera ese obstáculo. Como en sus primeras obras, Beckett recurre a la metateatralidad, al tratamiento de la superficie del propio medio, para hacer efectiva la denuncia de la crueldad, de la deshumanización, en este caso con el referente concreto por parte de Beckett de los regímenes dictatoriales del Este. Como en muchas otras piezas, la figura del protagonista es reducida a su dimensión matérica, y sólo al final de la misma se permite la visión de su rostro: el de un anciano asustado, como un pobre conejo. El actor mudo fue interpretado por sir John Gielghud (1904-2000), que murió pocas semanas después de filmar la película. Lo que resta, son sus ojos. Entre las versiones más interesantes, yo citaría la de la segunda pantomima escrita por Beckett, Acto sin palabra II. Aunque probablemente Beckett nunca la habría filmado así, la versión incide en dos aspectos importantes: la referencia al «slapstick», al cine cómico de la segunda década, y a la materialidad del medio, a la realidad de la película como película. Indudablemente, Beckett habló sobre esto de una forma más precisa y más austera en su propia producción cinematografíca. Al visionar nuevamente Film después de haber visto las versiones de Beckett on film, resulta evidente lo mucho que aún hay que aprender del dramaturgo reconvertido en cineasta. Según Jenaro Talens, Film constituye «la culminación de la obra de Samuel Beckett»11. No me atrevería a ser tan tajante, pero lo que sí es seguro es que, siendo su única obra cinematográfica, alcanza un grado de perfección inaudito en la tentativa de trasladar al cine, por tanto al discurso visual, la tensa labor de anulación y revelación que durante décadas había realizado en la narrativa y en el teatro por medio del discurso verbal. Film es la representación de una mirada que huye de sí misma, de un ser que se resiste a la percepción y por tanto que busca en vano la condición de no ser. Anticipándose a lo que luego hará en teatro y televisión, Beckett descompone el personaje en dos dimensiones: el ojo (la cámara) y el objeto (el actor). La disociación de cuerpo y mente ya anunciada en Murphy da lugar a la disociación de cuerpo e imagen, de consciencia y de mirada. La película resulta del montaje alterno de los planos subjetivos correspondientes a E y a O, que se distinguen (y ésta es una decisión que nunca convenció del todo a Beckett) por una lente que desenfoca ligeramente las imágenes vistas por O.

Sin pretender entrar en un análisis detallado de esta película12, me gustaría simplemente llamar la atención sobre la mirada de Buster Keaton, que finalmente el espectador puede contemplar al final de la película, cuando E sobrepasa el ángulo de inmunidad y se sitúa frente a O: esa mirada es casi antagónica a la mirada de Beckett descrita por Pierre Michon. Si O se resiste a ser mirado y a mirarse a sí mismo es no sólo porque teme ser en términos absolutos, sino porque teme precisamente descubrir que ya no es o que es aquello que no quisiera ser. En ese personaje disociado vuelve a aparecer la misma tensión sobre la que hablé al principio: esa tensión entre el mostrar y el ocultar, el atraer  y el rechazar. El horror y la angustia en el rostro de Keaton contrastan con la seguridad en el rostro de Beckett. Sus rostros contrastados son también dos dimensiones de un mismo personaje que se oculta tanto como se muestra y del que sólo son visibles sus figuras. Sin embargo, hay algo en la mirada de este personaje que huye de sí que plantea una resistencia a la negatividad, a la voluntad de abolir la identidad y renunciar al ser: es la contemplación de las manos. Las mismas manos que ocultan y que tratan de impedir la revelación de la mirada aparecen tratadas con un cuidado, con una ternura sorprendente. Inevitablemente, pensamos en las manos de Krapp, en las manos de las tres mujeres en Come and go, en las manos de Nacht und Träume y también en las manos de Worstward Ho. Manos que actúan, manos que se relacionan, manos que acompañan, manos que comunican con el otro en silencio. En contraste con el párpado de «textura reptil» con el que empieza la película, las manos son siempre retratadas con un tempo que no las reduce a objeto. El ojo del protagonista mostrado al inicio en plano detalle encuentra su réplica en los ojos de los tres personajes con que se cruza, en los del perro, los del gato, los del pájaro, los del pez, los del dios Abu e incluso los de la silla y el sobre que contiene las fotografías. Pero sólo hay unas manos: las manos que cuidadosamente cierran la puerta, cubren la ventana, expulsan al perro y al gato de la habitación, destruyen la imagen del dios, acarician la imagen de la niña y a continuación rompen las fotografías  que registran la memoria de una vida. Esas manos son las que finalmente ocultan el rostro del protagonista. Y la ternura hacia las manos muestra la complejidad del discurso beckettiano, aparentemente abstracto, aparentemente alérgico a lo orgánico, tan lejano de los rumores de la naturaleza. En las cartas dirigidas a Alan Schneider, Beckett insistía en considerar Film un proyecto fallido. «Ser artista –escribió en otra ocasión– es fracasar como nadie se atreve a fracasar, el fracaso es su mundo y el huir de él traicionarse». «¿Por qué se fracasa, si no, en la vida? –se pregunta Fassbinder citando a Theodor Fontane–. «Exclusivamente por la ternura13. ¿Tiene esto algo que ver con el fracaso al que se refería Beckett? Intentando comprender la genialidad de la mirada, ¿no me habré dejado de lado lo realmente importante, la clave de su fracaso?

Notas

  1. Pierre Michon, «Los dos cuerpos del rey», en Cuerpos de rey (2002), Madrid, Anagrama, 2006, pp. 14-17.
  2. Ib., p. 60.
  3. Ib., p. 13.
  4. Véase S. Heed, Roger Blin, Dijon, Circe, 1996, pp. 114 y ss.
  5. S. Beckett, La última cinta de Krapp, en Pavesas, traducción de Jenaro Talens, Barcelona, Tusquets, 1987, p. 72.
  6. R. Salvat, «Aportaciones del teatro de S. Beckett», en J. Bargalló y F. García (eds.), Samuel Beckett: Palabra y silencio, Sevilla, CAT, 1991, p. 127.
  7. A. Hübner (ed.), Samuel Beckett inszeniert «Glückliche Tage», Frankfurt, Suhrkamp, 1976.
  8. Véase A. Rodríguez Gago, «Beckett dirige Beckett o el arte de dar forma a la confusión», en Primer Acto nº 233 II, 1990, pp. 18-37 y 90-98.
  9. J. Knowlson, «Beckett as director», en J. Knowlson y J. Haynes, Images of Beckett, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.
  10. Sobre la producción televisiva de Beckett véanse los textos de David Cortés «Mirar de nuevo» y Gilles Delleuze, «El agotado», publicados en el catálogo D. Cortés y B. Viejo (eds.), Samuel Beckett, Madrid, MNCARS, 2006, pp. 27-36 y 63-87.
  11. J. Talens, «A propósito de Film», en S. Beckett, Film, Barcelona, Tusquets, 1975, pp. 13-28.
  12. Véase B. Viejo, «Hacia un cine-pensamiento»; S. Beckett y A. Schneider, «Correspondencia»; Samuel Beckett, «Sobre Film», en D. Cortés y B. Viejo, Samuel Beckett, ed. cit., pp. 17-26; 37-62.
  13. Rainer Werner Fassbinder, Effie Briest