El gran game se ofrece ante el espectador como una estructura de juego rígidamente determinada por un espacio cuadrado, blanco, impecable, salpicado de instrucciones, y una delegación de la composición al azar establecido por los dados, que determinan lo que cada uno de los intérpretes debe ejecutar en cada momento. Se arrojan los dados, se busca el lugar del tablero en que la instrucción está localizada, se ejecuta la acción. A veces, los dados provocan la ejecución de las excepciones: en ese momento, todos los intérpretes detienen su acción individual y se entregan a un juego gobernado por la música: dar vueltas una y otra vez a las perneras de un pantalón, o cambiarse de ropa tantas veces como sea posible sin perder la cuenta. En otras ocasiones motivan la entrada en el tablero de juego de personas ajenas: la sílfide, que ejecuta la primera frase de danza codificada de la historia; la coreógrafa, que trata de comunicarse directamente con personas concretas del público mediante el lenguaje de los sordos, o los extras, que salen a escena para ejecutar sencillos movimientos, consistentes en cambios de ropa y posturas. Con estas reglas y estos elementos, se compone un espectáculo cuya estructura está confiada al azar, pero cuyos límites están férreamente controlados. Transcurridos unos treinta minutos, la regidora comienza a retirar instrucciones del tablero de juego, con lo cual se van reduciendo las posibilidades de acción de los intérpretes hasta crear una tensión angustiosa, ya que por más que los dados establecen la suerte, la ausencia de instrucciones sobre el tablero condena fatídicamente a los ejecutantes a la impotencia. Cuando no quedan instrucciones, todos se retiran, con la misma tranquilidad con la que habían entrado. Hasta el próximo juego. Cada representación es distinta, por ello se van numerando, y cada una de ellas, a pesar del rigor matemático y la frialdad aleatoria que rigen la composición, constituye una experiencia nueva, estimulante y enriquecedora para la propia compañía. Una vez más, una estructura de muerte se vuelca en un orden vivo, trastocando nuestros criterios tradicionales para distinguir lo ordenado de lo caótico, lo estable de lo inestable, lo vivo y lo muerto. Y a esta liquidación subyace sin duda un factor subversivo.

Del balancín al tablero

La subversión puede derivarse de la introducción de lo lúdico en las estructuras tradicionalmente confiadas a la inteligencia constructora: el arte, la política, la organización social. Al menos así fue entendido por los revolucionarios de los sesenta, que llevaron lo lúdico al interior de sus discursos estéticos y políticos. En los últimos años hemos asistido a una recuperación de este factor en la escena contemporánea. Sin embargo, tal recuperación presenta rasgos muy diversos de los reconocibles en la escena de los sesenta. Si pensamos en la danza postmoderna, advertiremos que lo lúdico está asociado de forma inmediata a un factor liberador de la pulsión. Por ello, a lo que se recurre es al modelo del juego infantil, el juego que carece de reglas o que se rige por reglas muy elementales. Es el caso de uno de los primeras piezas conscientemente lúdicas, Balancín, de Simone Forti. El modelo infantil da pie a la construcción de una estructura física (el balancín), que permite la anulación de la estructura compositiva. Ahora bien, el juego del balancín carece de reglas, se basa en un acuerdo elemental: cuando el otro sube yo bajo, etc. Forti amplía esas posibilidades, permitiendo giros y movimientos del cuerpo imposibles en un niño. El resultado es una multiplicación de las posibilidades cinéticas (que no expresivas) del intérprete, absolutamente liberado de cualquier estructura formal1. En este juego no hay “agon”, es decir, no hay contienda entre los participantes, sino más bien acuerdo. De lo que se trata es de organizar la convivencia conforme a la predisposición espontánea a la acción común, permitiendo que aflore el instinto social desde el interés puramente hedónico: el juego del balancín, que reporta disfrute, es imposible en solitario, por lo que la presencia del otro genera el placer individual, que se acrecienta al convertirse en placer colectivo. Casi el mismo esquema se proyecta sobre la coreografía en sí misma. Se pretende, pues, compartir el placer, y de esa manera proponer un modo de acuerdo social distinto al del contrato ilustrado. Esta exaltación del “jugar” se corresponde con un momento de vanguardia radical con centro en Nueva York. Al igual que las vanguardias históricas, las vanguardias neoyorkinas, y especialmente las de la danza, tratan de partir de cero, de crear una relación totalmente nueva con el cuerpo, con el espacio, con el espectador y con la propia institución, al mismo tiempo que tienen la ambición de incluir en su discurso estético un discurso ético y un discurso político. El primitivismo de las vanguardias históricas renace en los años sesenta en un terreno cultural (el de la joven nación estadounidense) mucho más libre de pesos históricos que la vieja Europa en la que tuvieron que jugar a destruir y construir los vanguardistas de principios de siglo. El primitivismo no pudo mantenerse demasiado tiempo. Los mismos creadores que en los sesenta propusieron una danza analítica o lúdica elemental reorientaron sus propuestas hacia composiciones más complejas. El juego infantil fue abandonado lentamente en beneficio de composiciones donde lo lúdico sólo podía ser entendido en sentido puramente estético. Cuando el juego se reintroduce en la década de los noventa, podemos reconocer algunos elementos comunes: un descontento con la idea de composición, una voluntad de relacionarse de manera diversa con el público, la búsqueda de una liberación respecto a las formas de la danza contemporánea, excesivamente formalizada… Pero el radicalismo vanguardista, que reaparece igualmente, no se manifiesta en un “tabula rasa” tan primitivo como el de los sesenta. De ahí que, a diferencia de los juegos infantiles, que sirven de base a las propuestas de los sesenta, los juegos de la última década sean más bien juegos de adultos. El concepto de juego que aparece en los noventa tiene más que ver con el de los sesenta que con el definido por Huizinga en su Homo ludens. Para Huizinga la cultura en su conjunto se genera como juego: no existe cultura donde no existe impulso lúdico. Y lo lúdico está íntimamente asociado a lo agónico. Huizinga considera el juego como una actividad desligada de las nociones de deber, por lo que le otorga el atributo de la libertad. En segundo lugar, lo caracteriza como un espacio diverso al de la vida corriente, como un “escaparse de ella a una esfera temporera de actividad que posee su tendencia propia.” Por último, destaca la exigencia de un orden absoluto: “la desviación más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su carácter y lo anula”. “Resumiendo —escribe Huizinga—, podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada ‘como si’ y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga de ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual”2. El modelo de juego que sirve a Huizinga para elaborar su definición no es, desde luego, el juego infantil, sino el juego reglado. Sobre este modelo es sobre el que trabajan, igualmente, los creadores de los noventa. Y cuando en alguna ocasión se introducen en la estructura elementos lúdicos infantiles, son sometidos a un tratamiento de compresión. Una de las Piezas distinguidas consistía en la salida de La Ribot a escena con las manos en los bolsillos: miraba al público, se daba la vuelta, contaba “un, dos tres, palito inglés”, volvía a mirar al público y con mucha seriedad delataba a uno de los espectadores: “Te he visto”. El juego en este caso no tiene una función suplantadora de la composición, más bien al contrario, es privado de su espacio-tiempo expandido, natural, libre, por medio de la compresión: brevedad y singularidad de la acción y relación directa con alguien anónimo que no participa en el juego. También los juegos infantiles introducidos en El gran game (las excepciones) se ven privados de todo privilegio compositivo y son tratados como elementos en una estructura que comprime y reduce su expansión natural. El juego reglado domina al juego intuitivo, la complejidad a la naturalidad. ¿Qué se mantiene? La problematización de la idea de composición. En el caso de El gran game es confiada al azar, aunque no totalmente. La estructura es aparentemente muy sencilla: una primera parte en la que se suceden acciones determinadas por las tiradas de dados, y una segunda parte, en que la ejecución de esas acciones se ve limitada por la presencia/ausencia de las instrucciones sobre el tablero. Aparentemente, tan simple como la estructura de Balancín. La multiplicación del número de reglas no afecta a la composición en sí misma, sino al contenido de las acciones. Sin embargo, la introducción del azar como elemento definitorio de la composición sí aporta una complejidad al juego que no tenía anteriormente. Se mantiene también la voluntad de una relación diferente con el cuerpo. No se trata de devolver al cuerpo la libertad del cuerpo infantil, sino simplemente de liberar al cuerpo de la tensión hacia la representación, hacia la ficción, hacia la imagen. Los intérpretes- cuerpo de El gran game no representan, tampoco construyen, se limitan a ejecutar secuencias previamente elaboradas por ellos mismos con la misma naturalidad con la que cualquier jugador de un juego de mesa mueve su pieza sobre el tablero y ejecuta las instruccones que se derivan de su tirada. Es decir, el cuerpo se hace mental. ¿Y cuál es la consecuencia? Que el placer no procede de una liberación de la pulsión, de la sensualidad, cuanto de una liberación de la inteligencia. El intérprete-cuerpo no obtiene placer de la ejecución física de su acción, sino de la consciencia de no verse enajenado en esta acción. Y es este placer intelectual el que se transmite al público. La liberación de esa tensión representacional resulta muy evidente en los momentos de descanso. A diferencia de otros espectáculos de danza contemporánea fragmentados, en los que los intérpretes interrumpen su danza para representar que descansan, los intérpretes de El gran game realmente descansan, pues el juego avanza por sí solo sin ninguna tensión dramática. El público contempla el espectáculo con una sensación ambigua. La primera reacción es la de desconcierto ante unas secuencias de movimiento que adivina construidas de acuerdo a un código que desconoce. El espectador piensa que debe esforzarse en conocer ese código. Cuando descubre que eso le resultará imposible, se irrita, pues advierte que los intérpretes están jugando a un juego cuyas claves desconoce, que ellos disfrutan mientras trabajan en tanto él se ve privado del acceso al espacio lúdico. Pero en el momento en que el espectador comprende que el espacio del juego no es tanto físico como mental, comienza realmente a compartir con los intérpretes el placer que se deriva del juego. Se relaja en su butaca y se deja llevar por la sucesión aleatoria de las acciones, la brillantez de las excepciones y el toque de imperfección de los extras.

El espacio del azar

La aparición de los extras no tiene ninguna incidencia estructural sobre la pieza. Parece más bien un homenaje al happening, una flecha que apunta en dirección a los sesenta en reconocimiento de una deuda, aunque sin hipotecas creativas. Igualmente, el espacio aleatorio que se crea en El gran game sólo indirectamente tiene que ver con el happening. En primer lugar, porque el contenido está rígidamente establecido, la imagen cuidadosamente fijada y el público sometido a algo más que una alteración perceptiva. Es cierto que sobreviven dos importantes elementos: la limitación de la obra mediante la acotación temporal y la utilización del azar. Ahora bien, el azar de El gran game es históricamente diverso del azar cageano. Los dadaístas, animados por las teorías científicas contemporáneas, en las que se había introducido los principios de indeterminación e incertidumbre como consustanciales al estudio de la naturaleza, desarrollaron procedimientos compositivos basados en el azar que tuvieron como resultado la escritura automática o el collage. El denominado neodadaísmo, que tiene su referencia en Cage y del que derivará el happening y la danza postmoderna, rescató ese procedimiento con planteamientos aún más radicales: el azar no sólo intervenía en la composición, sino también en la recepción, dado que la obra no quedaba en ningún momento fijada.  Entre la experiencia de los neodadaístas y El gran game se han producido nuevas transformaciones en el pensamiento científico que, sin duda, subyacen a la fórmula desarrollada por la Ribot. Desde la publicación del célebre ensayo de Jacques Monod Azar y necesidad, los científicos han comprendido que el límite que separa ambos conceptos, como el límite que separa los conceptos de caos y orden, es un límite permeable3. Y que el azar no tiene por qué asociarse con un principio desestructurador, ya que a veces su función es solidaria con la creación de un orden aparentemente determinado. Así, a pesar de que la Ribot mantiene la presencia de lo azaroso como condicionante de la recepción (la ordenación de los materiales que el público recibe), la invariancia de los códigos y las reglas del medio dan lugar a una íntima colaboración de lo azaroso y lo predeterminado en la construcción de un espectáculo que el público recibe como un todo cerrado y perfecto. En esto tiene sin duda un papel relevante el tratamiento de la dimensión espacio-temporal. La Ribot siempre ha forzado los espaciotiempos de sus piezas. En las Piezas distinguidas la brevedad forzaba una concepción limitada del espacio, a veces como consecuencia de la práctica ausencia de desplazamiento en escena, otras por la acotación lineal de estos. En cualquier caso, la Ribot subvertía la espacio-temporalidad habitual del espectáculo escénico para aproximarse a una más propia de la plástica, corregida por un principio de no-reversibilidad: aunque el tiempo era comprimido en cada una de las piezas, se mostraba implacable en la sucesión de las mismas. Esta idea de no-reversibilidad aparecía claramente en Oh, sole, donde un cronómetro anunciaba el tiempo de espectáculo restante e introducía la tensión por el desarrollo de la que carecía la acción, más centrada en un tipo de tensión físico-vocal. También en aquella ocasión el espacio había sido comprimido, reducido a escasos metros cuadrados. A pesar de que en El gran game parece haber una estrategia muy distinta, el concepto sigue siendo el mismo. Es cierto que el espacio se amplía hasta los doce metros cuadrados, pero en su interior los intérpretes siguen igualmente constreñidos por las casillas de instrucciones y por la cuádruple linealidad del público. En cuanto al tiempo, ya no es sometido a compresión, pero sí a fragmentación: la superposición del tiempo de las acciones particulares, el tiempo de las excepciones (determinado por la música) y el tiempo global del espectáculo provoca la relativización del factor temporal y finalmente su espacialización. Si las Piezas distinguidas podían ser vistas en su conjunto como una sucesión no-reversible, El gran game queda en la memoria como una simultaneidad espacial en la que se acumulan acciones recurrentes. Una imagen simultánea que no obstante se desbarata si concebimos la pieza en su totalidad, es decir, como la sucesión de cada una de las representaciones de El gran game, que son todas distintas y van por ello numeradas, exactamente igual que las Piezas distinguidas. La Ribot juega de este modo no ya a subvertir el espacio-tiempo propio de lo escénico, sino a saltar de nivel en la ubicación espacio-temporal, explorando físicamente espacio-tiempos sólo mentalmente explorables: los de la física subatómica o la astronomía física. La estructura de juego propuesta por La Ribot en El gran game presenta numerosos parecidos con los juegos involuntariamente pensados por los físicos nucleares en su avance hacia la definición de las partículas elementales. Los hiperelementales quarks, por ejemplo, obedecen a tres colores, dos sabores, una extrañeza y un encanto. Y de la combinación de estos factores tan pintorescos, se supone, está construida la realidad. Lo pintoresco tiene que ver con nuestra imposibilidad de concebir lo infinitamente pequeño o lo infinitamente grande, y con la desproporción entre el objeto de estudio y el instrumento de estudio (un gigantesco y billonario acelerador para el estudio de las partículas frente a unos relativamente pequeños telescopios para el estudio del universo). Este trastrueque de las dimensiones produce una inevitable alteración de nuestra concepción de la dimensión espacio- temporal (que desde las investigaciones de Einstein es única y no divisible), que a su modo traduce la propuesta de La Ribot. Pero tiene también consecuencias sobre un factor íntimamente asociado al juego: la muerte. La muerte es el final del juego. A veces se presenta de forma explícita sobre el tablero; las más, oculta bajo otras figuras. La muerte es el horizonte del juego tanto para el ganador como para el perdedor. Por eso, ninguno de los dos desea que llegue la muerte del otro. La buscan, se las ingenian para provocarla, pero no se desea su llegada, porque en el momento en que el perdedor muere, también deja de jugar el ganador. En El gran game esta relación con la muerte está relativizada como consecuencia de la alteración de la dimensión espacio-temporal: al nivel de las partículas, la muerte en sí se convierte en un juego. Baste recordar, por ejemplo, la amable resignación con la que los perdedores de una de las excepciones aceptan su castigo y esperan tranquilamente en el suelo el error de uno de sus compañeros para volverse a incorporar al juego. Esa muerte menor, ese castigo por no haber acertado a darle la vuelta a la pernera del pantalón, se convierte en un descanso ecológico, que sirve para devolver fuerzas al jugador y para crear espacio libre para los otros. Es cierto que en este caso no se puede hablar propiamente de muerte. Sí se puede hacer, en cambio, respecto al final de la partida. Como en Oh, sole, el cronómetro es el instrumento determinante. Pero en El gran game no se ve. La visión del cronómetro hacía al espectador centrar la atención en el momento final y en esforzarse en aprovechar cada uno de los minutos que quedaban hasta ella. Pero ese disfrute del espectáculo estaba tan condicionado por la conciencia del tiempo límite, que se teñía de dolor, el mismo dolor que acompañaba aparentemente a los personajes en sus acciones lúdicas y caprichosas. En El gran game ocurre algo muy distinto. Los intérpretes no manifiestan tensión en sus acciones, al contrario, en muchos casos parecen disfrutar con el juego, un disfrute muy sereno, casi matemático. El final, que el espectador adivina gracias a la figura de la regidora y sus intervenciones, se proyecta sin angustia sobre el espectáculo. Es más, tanto el espectador como el público reciben ese elemento de limitación temporal como algo deseable, ya que el juego podría de lo contrario prolongarse infinitamente, dado que no existen ganadores ni perdedores. Los intérpretes de El gran game parecen haber asumido la lección que Gulliver recibe de los “luggnaggienses” y desconfiar de las ventajas de la eternidad.4 O bien se han familiarizado tanto con el mundo de los quarks, con sus colores, sus sabores, su extrañeza y su encanto que ya conciben la muerte más como un ocultamiento lúdico que como un final irreversible.

La danza y el silencio

Si los extras apuntan al happening, la presencia de la sílfide deja claro que los referentes con los que se trabaja son dancísticos. La sílfide sirve casi como marca de juego para el tablero: se trata de la primera secuencia codificada en la historia de la danza, que interpreta en cada ocasión una bailarina de ballet contratada para la ocasión. No deja de ser significativo que la bailarina (como los extras) no pertenezca a la compañía, sino que sea un elemento ajeno e intercambiable. Resulta coherente, ya que su función es la de poner una especie de marca perfectamente codificada que cualquier especialista puede ejecutar sin problemas. El código centenario es rescatado y colgado como una bandera en un lateral del tablero: señala el territorio de la tradición dancística, cuyos representantes actuales no son las figuras del Bolshoi o el ballet de Nueva York, ni siquiera los primeros bailarines de las compañías de danza contemporánea multiplicadas por el mundo, sino propuestas que la propia institución (bastante desorganizada, por otra parte) de la danza considera ajenas a sí. De modo que la sílfide, viejo estandarte, aparece colgada de una pinza, frágilmente sujeta al espectáculo. La pinza servirá para que el resto de los intérpretes se cuelguen también al código y ejecuten una versión irónica de él, a veces de forma individual, a veces de forma colectiva, acompañando sus movimientos de un silabeo rítmico que hace innecesario el virtuosismo. La sílfide nos recuerda que la danza ha sido durante muchos años cuestión de códigos. Así que este homenaje a la danza que la Ribot emprende, después de unas Piezas distinguidas sin código y casi sin movimiento, y dúos más próximos a lo teatral que a lo dancístico en el sentido tradicional del término, se resuelve como un regreso a la elaboración del código. En un afán purista, la Ribot se interroga además sobre el otro elemento que ha caracterizado a la danza: el silencio de los intérpretes. Tradicionalmente la música creaba la estructura y el ritmo, los intérpretes siempre han sido mudos. En El gran game la estructura y el ritmo vienen marcados por el tablero y las reglas del juego (incluido el azar). El código procede de quienes naturalmente habitan el silencio, los sordos. Así que la pinza que cuelga a la sílfide sirve también para cerrar la boca de los intérpretes y privarlos de voz mediante un artificio distinto (quizá más orgánico) que el utilizado por el ballet clásico. El lenguaje de los sordos traduce códigos verbales en códigos físicos. En ésta, como en todas las traducciones, hay una pérdida y una ganancia: significados y connotaciones que se quedan en el proceso, connotaciones y significados que surgen de él y que en una traducción inversa se alejarían aún más del original. Esto es lo fascinante de la traducción. Un ejercicio de traducción que también estaba en la base de la sílfide: ahora, no obstante, el código verbal ha desaparecido y sólo queda el código físico. En El gran game, la sílfide es reintroducida en un espacio donde la simultaneidad de códigos corporales y verbales (ocultos) pone en evidencia la existencia de ese código original y devuelve a la vida (al proceso) la secuencia coreográfica. Siguiendo el modelo del lenguaje de los sordos, es decir, la traducción de lo verbal a lo físico, y teniendo a la sílfide como estandarte, los intérpretes llenan de contenido el juego traduciendo físicamente secuencias verbales que permanecen, eso sí, ocultas al público. Para el público en general, el código verbal de las secuencias de danza y movimiento es tan enigmático como el código de las manos que la Ribot utiliza en un momento de la pieza. Sabemos que nos están hablando, pero no sabemos lo que nos dicen. En ese mundo de bailarines elocuentes, es el espectador el que se siente excluido, es el espectador ahora el mudo. Así que la Ribot invierte las condiciones tradicionales de la danza: intérpretes mudos/ sonido (música) elocuente frente a intérpretes elocuentes/música silenciosa (inaudible). En el centro queda, como quedaba, el cuerpo. Pero existe una enorme diferencia entre el cuerpo del intérprete clásico y el de los intérpretes de El gran game. Aquellos (como la sílfide) se limitan a repetir códigos físicos traducidos o directamente construidos previamente por otros: no necesitan saber siquiera el significado de los códigos para poder ejecutarlos. Los segundos interpretan los códigos que ellos mismos han creado a partir de la traducción de los códigos verbales previos. Y dado que en toda traducción hay una pérdida y una ganancia, estos cuerpos son algo más que ejecutores, son intérpretes en el sentido literal de la palabra, en cierto modo; por tanto, y a pesar de lo aparentemente cerrado de la propuesta, también creadores. Hay una componente borgiana en este enigmático ejercicio de traducción de códigos. Borges sueña un mundo convertido en palabra y conservado en una biblioteca infinita, que a su vez puede ser contenida en un libro infinito, en el que se hallan no sólo todos los libros escritos, sino todos los libros posibles, y que por tanto es más amplio que cualquier realidad vivida. El juego de Borges consiste en traducir a lenguaje el mundo y, una vez trasladada a la biblioteca la vida, cualquier combinación es posible: así se justifica lo fantástico, como el encuentro en la palabra de lo vivido y lo pensado, de lo orgánico y lo matemático, de lo posible y lo soñado. Pierre Menard cambia su cuerpo carnal por un cuerpo verbal (cervantino) y así las palabras de Cervantes salen de él con toda naturalidad5. Algo parecido había intentado, con más violencia, el director de la colonia penitenciara soñada por Kafka: introducir las palabras hasta lo más profundo del cuerpo para que éste aprendiera el código de forma tan orgánica que no le supusiera ningún esfuerzo respetarlo y comportarse de acuerdo a él. La Ribot no practica tal violencia ni tales extremos, ante todo porque sus cuerpos no son cuerpos literarios, sino carnales y no renuncian a la carnalidad, ni al gozo (como queda patente en los intervalos lúdicos llamados “excepciones”). Sin embargo, sí hay un ejercicio de traducción similar, donde el medio final no es como en Borges la palabra, sino el cuerpo. El resultado, no obstante, es el mismo: la entrada en un espacio ligero, en que lo posible y lo vivido se muestran como factores de una misma ecuación. Esto permite a La Ribot escribir descripciones de su trabajo como la siguiente: “Cuando paseo, veo la cadera como una caja perfectamente cúbica que se menea levemente de arriba a abajo, estoy contenta El lenguaje de signos convierte esta visión en una coreografía y el movimiento, el código de danza, hace de ella una radiografía. Entonces, ¿hablamos de la coreografía de un cubo contento que radiografiado se menea en mi mente?”6 La Ribot, como Borges, escribe sus coreografías con la ligereza o el contento de quien se sabe paseante de lo infinito. El infinito surge de la consciencia de la imposiblidad de desvelar el enigma, el enigma de la unión entre palabra y cuerpo, ese secreto que permitiría vivir los mundos borgianos o pensar la vida animal y cuyo desconocimiento lo hace imposible. Entre la palabra y el cuerpo hay algo más que una pinza. La búsqueda de ese algo se revela muy pronto como quimérica. Un empeño aparentemente tan inútil como el de recorrer la biblioteca (que es el universo) o encontrar la primera página del libro de arena. En el proceso, sin embargo, aparecen nuevos elementos, nuevas traslaciones de lo posible a lo vivido, que nos hacen conscientes del infinito.

La Gacela

La gacela es una de las instrucciones que figuran sobre el tablero y es un modo de movimiento caracterizado por la levedad. La gacela es en cierto modo la traducción contemporánea de la sílfide: a diferencia de ésta, lastrada por el peso de la tradición, la gacela conserva intacta su levedad. “Levedad” es una de las seis propuestas de Italo Calvino “para el próximo milenio”, que es ya el presente. Las otras propuestas son “rapidez”, “exactitud”, “visibilidad”, “multiplicidad”; y sin duda no sería difícil reconocer estas ideas en el trabajo de La Ribot: rapidez en la sucesión de acciones, resultado de una velocidad mental que altera las dimensiones espacio-temporales; exactitud en la ejecución de las tareas, en la aproximación a los objetos; máxima iluminación que hace visibles las ideas sin menoscabo de los colores y de los cuerpos; multiplicación de los referentes, de las reglas, de los intérpretes. Italo Calvino, que también jugó con el azar en obras como El castillo de los destinos cruzados o con la estructura de secuencias brevísimas y tiempos rápidos (Las ciudades invisibles, Micromegas), defiende la levedad como necesidad en un momento histórico dominado por el aligeramiento de la materia, como consecuencia tanto de las investigaciones científicas, “que parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos…”, como de la invasión de la experiencia cotidiana por la informática, que reduce el mundo a bits, un flujo de información corriendo por circuitos en forma de impulsos electrónicos7. La levedad caracteriza El gran game en todas sus dimensiones: en la opción por un lenguaje silencioso, en los zapatos de los intérpretes, en los saltos y en los silabeos, en las imágenes ocultas y en las visibles, en la seriedad relajada, en la sonrisa comprensiva, en los colores, en la ausencia de color, en la elección de la música, en la relación con el mundo. “Aquí —escribe La Ribot— tratamos de imaginar un discurso político con apariencia de gacela”8. Hay una disposición vanguardista en esta formulación. Si las vanguardias históricas proponían una intervencion del arte en la política mediante la invención del lenguaje, La Ribot parece proponerla mediante la recuperación de un modo, la levedad, con indudables consecuencias compositivas, estéticas y formales. La levedad de la gacela tiene mucho que ver con esa ligereza de la que anteriormente se ha hablado a propósito de Borges y su confrontación con lo infinito. “Lo que más me interesa subrayar —escribe Calvino— es cómo realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima congestión, con el fraseo más cristalino, sobrio y airoso…”9. Tiene que ver con un retraerse del mundo de las cosas para acercarse a éstas desde el mundo de los nombres; en el caso de El gran game, un retraerse de las cosas para acercarse a éstas desde los lenguajes del silencio. Se contempla entonces el mundo en superficie, tal como el protagonista de Los viajes de Gulliver —según recuerda también Calvino— tiene ocasión de hacer desde la isla flotante de Lapuda, poco antes de llegar al reino de los luggnaggienses. Esta ligereza, asociada a la superficialidad, es, según Richard Foreman, uno de los atributos más eficaces de la experiencia artística: “No defiendo la superficialidad en cuanto tal, o tal vez sí, ya que de pronto me viene a la memoria la discusión de Ortega sobre el teatro (Ortega es mi padre intelectual, un asunto demasiado complicado para entrar aquí en él), discusión en la que él señala que la única gloria del teatro es proporcionar al hombre —cuya vida es siempre un proyecto mortalmente serio que tiene que ver con su inevitable condición de náufrago— su única gran ocasión de escapar a esa terrible seriedad y vivir durante una o dos horas con la ligereza de un dios. Cocteau solía quejarse de que sus críticos le reprobasen por una cierta ligereza en su obra, lo cual le enfurecía, pues él también mantenía que bajo una ligereza tal se ocultaba el más alto valor estético. Pues si escapamos de nosotros mismos, escapamos de la pesadez y de la seriedad de nuestras circunstancias (dado que ser un ser social es creer profundamente que nuestras circunstancias son serias y nos exigen un esfuerzo real y responsable). Ahora bien, existe el “escapismo” —que nos traslada a un mundo exótico sin dejar de ser quienes somos— y existe algo más, que me atrevo a llamar arte, que NO es escapismo, porque no nos lleva a ningún otro lugar, sino que, sin movernos de donde nos encontramos, atacando a nuestra percepción y a la estructura de nuestro ego, nos hace ser distintos del yo condicionado que somos en nuestro mundo real, y, por tanto, nos hace ligeros”10. Así que siguiendo a Foreman, que aprendió de Ortega y que coincidía con Borges, discípulo de Cervantes, de quien aprendió Calvino, heredero de Swift, La Ribot nos sitúa en un espacio marcado por la levedad, un tablero de juego ligeramente elevado sobre la realidad cotidiana desde donde contemplar la superficie de la realidad política, de la realidad privada, de la realidad científica, de la realidad de la danza, no en un ejercicio de escapismo, sino en un ejercicio de ida y vuelta, del que se regresa contento, pero no satisfecho, condición indispensable para seguir afrontando el reto de la transformación.

Notas

  1. Cfr. BANES, S. Terpsichore in Sneakers. Post-modern Dance, Hanover: Wesleyan University Press, 1977
  2. HUIZINGA, J. Homo ludens, Madrid : Alianza, 1998
  3. Véase Jacques Monod, El azar y la necesidad, Barcelona : Tusquets, 1993. En esta obra, el científico expresaba su visión de que el origen de la vida y el proceso de evolución son resultado del azar, aunque este azar está limitado por la invariancia del código genético, que justifica una actividad teleonómica, es decir, una evolución de los organismos en una dirección, en la dirección de la adaptación. De ahí que los límites entre azar y necesidad aparezcan como endebles.
  4. Entre los “luggnaggienses” se encuentran algunos condenados a la vida eterna: en contra de las expectativas del protagonista, que asocia eternidad y sabiduría, la eternidad es para los “luggnaggienses” síntoma de vejez, enfermedad y pérdida de memoria permanentes. Esta visión lleva a Gulliver a aceptar la muerte como necesidad ecológica y a enfrentarse a ella de manera irónica. Véase Jonathan Swift, Viajes de Gulliver, Madrid : Espasa-Calpe, 1999
  5. Pierre Menard consigue escribir un nuevo Quijote, idéntico al original, no copiando éste (mera ejecución), sino buceando en la vida y circunstancias de Cervantes hasta llegar a una identificación tal con el autor que las palabras que se propone escribir son idénticas a las que Cervantes se había propuesto escribir. Ahora bien, esa identificación con el autor del pasado es una identificación no inmediata, sino mediada por la palabra (la historia, la literatura, la documentación de normas y costumbres). Es decir, para poder escribir de nuevo el Quijote, Pierre Menard ha de renunciar a su vida y vivir una vida literaria, anularse en las palabras.
  6. Situaciones: programa, Facultad de Bellas Artes de Cuenca, 1999
  7. CALVINO, I. Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid : Siruela, 1990
  8. Situaciones: programa, Op. cit.
  9. CALVINO, I. Op. cit.
  10. FOREMAN, R. “Putting the DEMAND into the work” en Two and Two, Stitching Mickery Workshop, Amsterdam, Julio de 1985, versión catellana: “Plantear la demanda en el trabajo” en Cuadernos El Público, Madrid, Octubre 1986