RESUMEN. Desde los procedimientos epistemológicos y la insistencia de su presencia, este texto pretende ser una aproximación a las vicisitudes y contextos que rodean a la palabra «proceso» en las denominadas prácticas artísticas contemporáneas. Desde un intento de territorializar la palabra «proceso», el trayecto de este texto irá conformando las relaciones y las redes secretas que se articulan en torno a esta noción aparentemente liviana y poco problemática. PALABRAS CLAVE: proceso, producción, creación, epistémico, experimental.

ABSTRACT. From the epistemological procedures and the insistence of its presence, this text tries to be an approximation to the vicissitudes and contexts that surround to a word as “process” in the so called contemporary art practices. From an attempt of territorialize the word “process”, the path of this text will be shaping the relations and the secret networks that are articulated around this notion seemingly easy and little problematic. KEYWORDS: process, production, creation, epistemic, experimental.

 

Palabras, palabras y más palabras. A las palabras en muchas ocasiones les ocurre lo mismo que a los electrodomésticos. Los usamos cada día pero evidentemente no sabemos cuál es su funcionamiento interno: sabemos que nos asan el pollo, nos lavan la ropa o los platos y en su modo de ser utilitario ni pensamos en cuáles son sus mecanismos más básicos para que dichas funciones se efectúen convenientemente. Ni qué hablar de su modo de ser automático…

Las palabras nos sirven en su forma de consensuar el mundo en el que vivimos para manifestar su verificación y, como la lavadora, son útiles en nuestro día a día para comprender y hacernos comprender automáticamente. Y cuando se estropean, llamamos al técnico o les hacemos un arreglo casero para que nos duren un poco más antes de comprar unas nuevas. Las palabras son de usar y tirar y como consumidores de palabras nos las tragamos con mejor o peor digestión, nos las ofrecen y se utilizan de forma masiva a través de los medios de comunicación, las repetimos de forma automática y, cuando nos damos cuenta, ya dibujan nuestro contexto más superficial con la misma rapidez con que las cambiamos o las prostituimos.

Sin duda, los asuntos de lenguaje vienen de lejos y los debates siguen tan vigentes hoy como ayer. Sabemos que el lenguaje desvela el mundo en el que vivimos y sabemos también que es una herramienta performativa poderosísima del modo en que el mundo verificado puede tambalearse al omitir, al cambiar el orden o al hacer manifiesto algo que no lo era.

Hace años que me han hecho observar una presencia insistente de la palabra «proceso» en las aulas, los debates, los textos relativos al arte contemporáneo. Hace años que esta palabra deambula un poco sonámbula en nuestros discursos de tal modo que al nombrarla parece que todos sabemos por qué lo hacemos y a qué nos referimos, y sin embargo, al tratar de desmenuzarla, de argumentarla y contextualizarla se produce un espacio casi vacío y un tanto silente, porque aparentemente no es una palabra excesivamente problemática, sino una palabra amable que sirve para casi todo.

Pero la cosa se complica porque, al nombrar los procesos, emanan de un modo casi naturalista los términos «producción» y «creación». Y parece tan lógico y genérico, que aparte de saber que nos referimos a aquello que los artistas hacen y en ocasiones al modo en que lo hacen, no existen diferencias relevantes en sus sentidos; tampoco en los diccionarios que dicen: «Conjunto de operaciones o actividades que se suceden conforme a un fin, como elaboración de “algo”».

Y en este camino que se enreda podemos suponer todas sus combinaciones así como todas sus derivas y decimos: los creadores, la creación, la obra, los artistas, los procesos de creación y/o producción, el arte, etc., casi todas ellas con mayúsculas.

No quisiera señalar hacia un habla que se traba al pensarse y tratar de ser correcta, pero como investigadora de estos términos y de la densidad de sus designaciones reconozco que en ese habla cotidiana nuestra ahora siento una cierta dispepsia en su escucha indiscriminada y en un uso de las  mismas, que en conciencia o en su falta, es jerarquizado, sublimado y cultural.

Y el problema seguramente no resida en las palabras sino en la pertinencia de una pregunta como la efectuada por Deleuze y Guattari[1]: «Pero, ¿cómo pueden identificarse las cosas y nombrarlas si han perdido los estratos que las cualificaban, si han pasado a la desterritorialización absoluta?».

Como ellos mismos señalan, la cuestión reside en su indistinción, en la falta de una pertenencia a un régimen de signos, a una estratificación, a una territorialidad, a una diagramatización que nos las haga percibir como contemporáneas, que las muestre como parte de nuestra episteme, de nuestros modos de producción social y por tanto cultural.

Porque es un asunto arduo, histórico, epistemológico. Y en este sentido la palabra «proceso», que es un signo cualquiera, necesita de esa diagramatización que la haga legible dentro del contexto de lo que hoy denominamos prácticas artísticas y que en última instancia también forma parte de la lógica relacional que estamos poniendo sobre la mesa a través de este término.

Matizar, ir a sus orígenes etimológicos o funcionales desvelan sentidos que desconocíamos y que de un modo profundo deslocalizan nuestra mirada llena de cotidianidad.

Así ocurrió el sábado pasado (9 de marzo de 2013) cuando en la conferencia que Beatriz Preciado dio en el MNCARS comentó la dificultad para dar con el origen de la palabra «feminismo». Finalmente la encontró en un texto titulado Del feminismo y del infantilismo en la tuberculosis, publicado en 1871 por un médico francés llamado Ferdinand Valére Faneau de La Cour. El término fue utilizado para designar un proceso por el cual los pacientes tuberculosos presentaban una serie de rasgos infantiles y feministas: cabello fino, pestañas largas, piel blanca, mamas voluminosas, etc. y en donde lo femenino se vinculaba con lo patológico. Más adelante, y siguiendo la estela de este primer texto, será Alejandro Dumas quien la utilizará despectivamente en sus textos periodísticos para descalificar a los hombres que apoyaban la causa política de las mujeres y no será hasta finales del XIX cuando se empiece a utilizar por los movimientos sufragistas para designarse en su lucha[2].

Lo que me ocurrió a mí con la palabra «proceso» se parece desde algún sentido correspondiente. Mis búsquedas me llevaban hacia el proceso entendido como una operatividad de la creatividad —término acuñado, estudiado y formalizado desde la psicología de los años cincuenta— que infería un sentido psicologizado de la cognición desde el que el proceso era un trayecto de descubrimientos, inspiraciones, hallazgos y estados mentales previos al resultado u obra.

No será hasta que lo vincule con los términos «creación» y «producción» como pares de una misma relación y que al mismo tiempo entienda que estas palabras han designado epistemológicamente formas de nombrar el hacer del arte como formas de conocimiento específicas, y por tanto diagramatizaciones concretas, cuando las preguntas relativas a la insistente presencia de esta palabra actualmente puedan construir el espacio de su territorialidad.

A modo de síntesis, me gustaría indicar que la cartografía de estas nociones permite elaborar esas estratificaciones que cualifica la designación de cada palabra según contextos particulares, según esas estructuras subyacentes profundas llamadas «epistemes» que refiere Foucault[3] y que nos permiten acercarnos a los contextos históricos con una metodología que no se basa en los acontecimientos ni en las circunstancias, sino en los sistemas formalizados de conocimiento, redes secretas de relaciones según las cuales el pragmatismo y el pensamiento de un contexto se conectan adecuadamente.

No es casual entonces que la episteme antigua señale hacia el uso de la palabra «producción» para designarse como una «producción original de algo con base en una realidad preexistente», y que, como distingue Agamben[4], sea una pro-ducción, un conducirse hacia adelante.

Es complejo dibujar con brevedad el perfil necesario para entender que en la episteme antigua no tiene cabida una noción como la creación o el proceso porque es un mundo preexistente, en donde lo Uno es su dimensión, en donde producir es desvelar y su resultado es la presencia, en donde todo es producción pero, si es natural es emanación y si es humana, es técnica; que en el mundo antiguo por sus categorías sociales el arte no es algo en potencia o virtual sino en acto, que tampoco es praxis artesanal sino poiesis, que la mímesis no es una copia sino la herramienta de la acción y el discurso y, por esto, el teatro es su forma más elevada de arte, porque como nos hace saber Arendt[5], el teatro está en relación con las cuestiones de la polis, lugar de convivencia, lugar de los asuntos humanos.

Podemos advertir aquí una primera estratificación o diagramatización por la cual el sentido etimológico del término «producción» nos ayuda a construir una red conceptual por la cual hacer manifiestas las unidades, los conjuntos, las series y las relaciones que se construyen alrededor de una única palabra gracias a la cual se desvela un contexto histórico y social completo, el de la episteme antigua, el de la Grecia de Aristóteles y Platón.

Así ocurre con todas y por esto la episteme medieval es la episteme de la creatio ex nihilo, de la entidad divina como único agente de la creación, en donde la Nada es la otra dimensión junto a lo mundano, en donde la creencia y la fe son las formas de conocimiento, en donde la revelación y la interpretación son sus procedimientos y en donde el libro sagrado es el código de lo visible y lo decible.

Y no me resisto a continuar con este modo esquemático por el que la episteme clásica se define por una creatio continua del agente divino, y de una producción humana de la duda cartesiana, de una certidumbre capaz de llegar a la verdad a través del experimento como procedimiento, de la hipótesis que puede llegar a ser demostrada en un proceso racional, que aísla y disecciona los fenómenos, que ordena a través del signo, de la representación, del cuadro.

Y la episteme moderna de los siglos XIX y XX que presenta ya una dialéctica de la creación y la producción humana desde las perspectivas de la organización y análisis de sus procesos, a través de las perspectivas biologicistas de Darwin de la evolución y la transformación, pero también del trabajo y el consumo englobados en el ciclo de la vida, del pragmatismo y la identidad por la que somos aquello que hacemos, y cambiamos aquello que queremos por la revolución, por la que la producción industrial es social a través de la cooperación y la división, la mecanización y automatización, las cadenas y las series, y por lo que aquello que hacemos, los productos, se multiplican a través de esta organización y, por supuesto, de la reproductibilidad técnica.

Asimismo, la influencia de los modelos analíticos del materialismo histórico y el psicoanálisis ponen de manifiesto que desde los sistemas de organización material y social —de gestión de la vida— como es la fábrica o la familia, se puede terminar entendiendo la estructura subyacente profunda —lo impensado— por la cual una sociedad piensa como piensa, y un ser humano construye y determina su conciencia.

Observamos entonces que no siempre se nombró con la misma palabra el pragmatismo del arte y la forma de conocimiento que generaba; que la producción parece estar relacionada con un proceder humano y racionalizado y que la creación por origen parece vincularse siempre con un cierto factor mistérico, bien por parte de una entidad superior, bien por un actuar oscuro e informe de lo impensado. Podemos observar asimismo una ausencia del término «proceso» hasta que el hacer y el saber se entienden como un recorrido operativo, bien certero como el experimento clásico, bien transformador y evolutivo, influencia de la reproductibilidad técnica o del biologicismo moderno —que heredamos ineluctablemente en todo lo bio—, pero hasta aquí siempre bajo el epígrafe de un valor sistemático, ordenado y efectivo.

Y no desearía detenerme más en este inciso necesario para abordar por fin el modo en que el proceso establece su red conceptual particular y por tanto epistémica de un contexto cultural contemporáneo múltiple, heterogéneo, inmaterial, experimental y un largo etcétera que lo configuran como nuestro complejo territorio. Un territorio descrito por una empiricidad epistemológica en la que los modelos del saber según Foucault «se entrecruzan y pueden interpretarse siempre unos a otros, sus fronteras se borran, las disciplinas intermediarias y mixtas se multiplican indefinidamente y su objeto propio acaba por disolverse[6]». Un territorio en el que el arte no puede ser definido ya ni por sus medios, ni por sus objetos, ni por sus formas, ni por sus lugares, ni por sus herramientas; en donde los sistemas llamados abiertos están fundados en interacciones, en los que los conceptos remiten a circunstancias y no a esencias, en los que los conceptos no preexisten sino que hay que inventarlos. Y en donde, como veremos, los conceptos de práctica, de pragmatismo o funcionalismo suponen establecer el centro de las preguntas en torno a los funcionamientos y los contextos en lugar de las preguntas relativas al ¿qué significa esto?

Para volver con la noción de proceso desearía señalar un ejemplo que estaría evidenciando el devenir de nuestras prácticas artísticas con una claridad abrumadora para su contexto y que hoy sigue definiendo sus sentidos más radicales; me refiero a las máquinas de escritura de Raymond Roussel.

Debemos saber que Raymond Roussel (1877-1933) no escribía para decir algo —huía de todos esos «falsos azares de la inspiración y de toda intención subrepticia»— e inventaba reglas y juegos con los que aproximarnos a los complejos asuntos del lenguaje, del pensamiento y de la escritura como algo eminentemente práctico. La escritura como procedimiento de Roussel nos guía hacia la construcción de un espacio neutro que manifiesta una condición del lenguaje fundamentalmente operativa como la que describe aquí[7]:

Elijo dos palabras similares. Por ejemplo «billiards» —billar— y «pilliards»—pillo—. Entonces les añadía palabras similares tomadas en dos direcciones diferentes y obtenía dos frases casi idénticas.

1.º Las letras del blanco sobre las bandas del viejo billar [Les lettres du blanc sur les bandes du vieux

billard].

2.º Las cartas del blanco sobre las bandas del viejo pillo [Les lettres du blanc sur les bandes du vieux

pillard].

Halladas las dos frases, era cuestión de escribir un relato que pudiese empezar con la primera y acabar con la segunda. Amplificando el proceso buscaba nuevas palabras que llevaran a la palabra «billiards», tomándolas siempre en una dirección diferente de la que se presentó al principio de todo, y esto me proporcionaba cada vez una creación. El proceso evolucionaba/se movía y acababa tomando una frase que obtenía de la dislocación de las imágenes, un poco como si fuera cuestión de extraer algo de un jeroglífico.

Mediante la elaboración de unas reglas según las cuales, y en palabras de Roussel, liberarse de la «angustia del significante», sus máquinas de escritura funcionaban sin más clave que la de su juego, según la clave de unas condiciones que dejaban al azar y producían un resultado indeterminado —aunque los textos resultantes poseyeran tan extrañas cualidades que tanto los surrealistas como los miembros de OULIPO[8] lo proclamasen como su precursor—.

Roussel nunca quiso ocultar nada y buscaba la imagen del procedimiento mismo, sin embargo, tuvo que escribir un texto póstumo para que pudiéramos comprender la auténtica naturaleza de su propuesta y, como bien advierte Foucault:

(por instantes da la impresión de ser el resultado de una espera decepcionada, de algo así como un despecho porque el lector no vio lo que allí estaba)[9] […] Roussel, poco antes de su suicidio, dispuso una trampa suplementaria. «Reveló» cómo había escrito esos relatos maravillosos cuyo encanto parecía sin embargo residir tan solo en sí mismos. A la vez explicación causal y consejo para quien quisiera hacer otro tanto: tomar una frase al azar –de una canción, de un cartel, de una tarjeta de visita–; reducirla a sus elementos fonéticos, y reconstruir con ellos otras palabras que sirvieran como trama obligada. Todos esos milagros microscópicos, todas las vanas maquinaciones de las Impressions y de Locus Solus no son más que los productos de la descomposición y recomposición de un material verbal pulverizado, arrojado al aire, y caído según unas figuras que pueden llamarse, en sentido estricto, «disparatadas»[10].

El alcance que supone pensar en el texto de Roussel Cómo escribí algunos libros míos [Comment j’ai écrit certain de mes livres, 1933] como una «revelación» señala certeramente las formas que las obras finales hasta entonces parecían provenir de un saber cualitativo, estable, absoluto, oculto y mistérico. «Revelar» el «cómo» suponía desplazar el espacio del saber hacia el espacio del lenguaje como procedimiento y alinear a un nivel la producción, la creación, la construcción, la fabricación de literatura en este caso, en un territorio para todas y todos, «para quien quisiera hacer otro tanto”, explicando sus causas y haciendo funcionar la máquina productora de textos, la escritura como un proceso.

Roussel abre así dos perspectivas que hay que tener en cuenta. Por un lado, revelar el funcionamiento de su escritura parece atentar contra la superficie inalterable de la representación, su valor cultual y aurático, así como contra la figura cualitativa del artista cuando dice que «tal vez los escritores del futuro podrían usarlo con provecho[11]». Por otro lado, la idea de procedimiento como el establecimiento de unas pautas singulares según las cuales la escritura funciona sin intenciones subrepticias sino azarosas y con resultados indeterminados incide sobre las posibilidades del vínculo entre la producción y la creación, lo pensado y lo impensado trabajando en conjunto bajo la inscripción de los procesos en curso.

Y tal vez esté todo en esa idea de pensar el procedimiento desde donde surgen esas metodologías procesuales reveladas como la de la escritura surrealista, los poemas dadás, los ready-mades y los infrafinos de Duchamp o las derivas situacionistas. En donde los procesos de producción o creación con un carácter eminentemente materialista y objetivo dan paso a los acontecimientos y los procesos de flujo, a la producción deseante, a lo molecular, lo microscópico, «lo intelectivo, lo intensivo, lo conceptual y afectivo» del trabajo inmaterial definido así por José Luis Brea[12].

Y es que podríamos hacer muchas aproximaciones en torno a los conceptos de otras epistemes para sabernos distintos. Como cuando decimos que para Roussel o los oulipianos el lenguaje es un sistema potencial, con lo que podemos deducir que no es en acto como en la episteme antigua y por tanto el concepto de presencia que ahí se definía no define nuestro tiempo cultural.

Porque, de hecho, a lo que llamamos «proceso» fue definido ya por John Cage allá por los años cincuenta de un modo tal que incluso la idea de procedimiento de Roussel, entendida como revelación de cómo se habían escrito sus relatos, de cómo habían sido hechas las cosas del arte, se amplía exponencialmente al situarse crítica y analíticamente entre la tradición y el espectáculo, al entender que el proceso no es un asunto exclusivo del hacer del artista sino de todas sus dimensiones —como la interpretación o la recepción— de un modo experimental.

Así define Cage el trabajo con el sonido en relación con un concepto de actividad que también es una noción de proceso:

La idea no es la de una actividad cuyo propósito sea integrar los opuestos, sino más bien la de una actividad caracterizada por un proceso y esencialmente sin sentido. La mente, aunque privada de su derecho al control, aún está ausente. ¿Qué hace, si no tiene nada que hacer? ¿Y qué pasa con una obra musical cuando se hace sin sentido?[13]

Es evidente la vinculación de Cage y Roussel al entender la práctica como una dimensión que ya no está vinculada con la representación sino con un empirismo que produce en su curso derivas, acontecimientos y situaciones de un modo indeterminado. Y esa indeterminación o pulverización de los sistemas, de los sentidos y las figuras tiene que ver con un modo en el que la práctica es un proceso que somete de forma crítica y experimental toda idea de estructura o génesis, todo plan trascendente de organización[14].

Y es en este sentido en el que el proceso, designando trayectos sin principios ni finales, está asimismo definiendo qué es aquello a lo que llamamos experimental:

La palabra «experimental» es apta siempre que se entienda no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido […] aquello que surge elástico, espontáneo, unido de nuevo con un más allá de ese poder que es fluido (entra o sale), pleno (puede aparecer dónde, cuándo, cómo sea [rosa, uña, constelación]) […] En el acto cuyo resultado es desconocido, abierto a cualquier posibilidad y eventualidad, que introduce lo desconocido planeando su construcción, parece «lógico» que sus fallos formen parte de sus procesos tanto como sus usos, en tanto que lo experimental no se juzga bajo esos términos[15].

Experimental, de experiencia y experimento (del latín experiri, «comprobar») nos muestra un cambio etimológico y epistemológico en relación con una operatividad que comprobaba y demostraba para devenir en una operatividad posible, eventual, espontánea, que practica, ejercita, ensaya, tantea, funciona y falla —y por tanto la actual noción de prácticas artísticas referida al arte adquiere así una cierta dimensión lógica—.

Porque dentro de los mismos parámetros por los que John Cage anuncia que dentro de las modalidades de acción experimentales surge lo desconocido y lo espontáneo como efecto, también está evidenciando que esa elasticidad y fluidez surge «planeando su construcción».

Del mismo modo que vimos cómo Roussel explicaba los procedimientos según los cuales su escritura se convertía en un proceso autónomo, John Cage utiliza el I Ching o el tarot como metodologías por las cuales la composición musical es un procedimiento aleatorio alejado tanto de intenciones como del buen o del mal gusto para situarse en un lugar crítico y analítico con respecto al ámbito de la música tradicional y comercial.

En la pieza silenciosa —4´33´´— Cage hace el siguiente análisis. El sonido tiene cuatro características: altura, timbre, intensidad y duración; su aparente opuesto complementario es el silencio —utilizado habitualmente como pausa entre sonidos— que conserva únicamente un vínculo con las características del sonido, su duración.

El proceso compositivo de esta pieza fue desarrollado por una tirada de cartas de tarot en la que cada carta tenía anotada una duración. Seleccionando la tirada de la herradura, la suma total dio como resultado 4´ 33´´dividida en tres tiempos de 30´´, 2´ 23´´y 1´ 40´´a un tempo o compás de 60.

Su primera interpretación la hizo David Tudor en Woodstock en el año 1952, en cuyo caso marcaba el inicio de cada movimiento cerrando la tapa de un piano y poniendo en funcionamiento un cronómetro; finalizaba el movimiento abriendo la tapa del piano y parando el reloj; en otras ocasiones utilizó la acción de leer la partitura y al pasar las páginas marcaba el límite de las duraciones.

Como vemos, que las composiciones sean para John Cage «composiciones indeterminadas con respecto a su interpretación» se explica a través de este ejemplo y se aclara cuando entramos en el análisis que hace del espacio físico de la interpretación, en cuyo lugar los procesos toman cuerpo a través de un intérprete que debe utilizar las acotaciones dictadas en la partitura como aperturas para que el ambiente y la espera de lo inesperado hagan emanar la experiencia en toda su particularidad.

El espacio físico de la interpretación es también el lugar de la posibilidad, de la presencia que también es ausencia, del espacio operativo y conceptual que se encarna en lo intensivo ―hasta «mascar» el silencio―, y al mismo tiempo hacer una afirmación fundamental: el silencio no existe, al menos en los parámetros de nuestra perceptividad, porque los ruidos que el ambiente y nuestros propios cuerpos producen, son la presencia de su indeterminación: un murmullo, un estornudo, un suspiro o un motor lejano; lo «infraleve» es aquí una experiencia y su ejecución, única y, por tanto, siempre distinta y siempre parcial como apertura del espacio de la producción singular.

Habiendo desarrollado brevemente la complejidad e infinitud interpretativa de una pieza como 4´33´´ vemos como la noción de proceso se ha extendido al ámbito de la interpretación y al de la recepción: tanto el intérprete que decide en cada ocasión el microgesto con el que marcar las duraciones y el tempo del proceso, como la escucha, que se ha transformado de modo radical en auténtico percepto y así lo expresa Cage[16]: «los sonidos son simplemente vibraciones, ¿no es cierto?, parte de una enorme extensión de vibraciones entre las que se cuentan las ondas de radio, la luz, los rayos cósmicos, ¿no es cierto?».

El proceso infiere así un sentido de la continuidad y la virtualidad así como un sentido de la singularidad conformada por el contexto y las personas que de ello participan. Planeando la construcción para que lo desconocido e indeterminado puedan surgir, el proceso se configura como el centro de una práctica artística que funciona según un plan de infinitas posibilidades como el definido por Natalie Sarrature[17]:

Libera partículas de una materia anónima, las hace comunicar a través de la «envoltura» de las formas y de los sujetos, y solo mantiene entre esas partículas relaciones de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud, de afectos flotantes, de tal forma que el propio plan se percibe al mismo tiempo que nos permite percibir lo imperceptible (microplan, plan molecular).

«Planear su construcción» supone por tanto pensar acerca de ese funcionalismo que parece conveniente aclarar que nada tiene que ver con un funcionalismo utilitarista convencional, sino con una idea del trabajo del arte al que ahora no debemos preguntarle ¿qué es lo que ello quiere decir?, sino, y como hacen Deleuze y Guattari[18], «¿cómo marcha ello?, ¿cómo funcionan las máquinas deseantes, las tuyas, las mías, qué fallos forman parte de su uso? (…) Ello no representa nada, pero ello produce, ello no quiere decir nada, pero ello funciona (…) y la más alta potencia del lenguaje ha sido descubierta cuando la obra ha sido considerada como una máquina que produce ciertos efectos, sometida a un cierto uso».

Las máquinas de Rebecca Horn pueden ser otro referente de la planificación de esas construcciones energéticas, amorosas, violentas o melancólicas que funcionan desde procesos de subjetivación singulares, intensivos, reproduciendo los más tiernos sentidos de lo frágil, de lo humano, porque, como ella misma dice:

Mis máquinas no son lavadoras o coches. Tienen una calidad humana y tienen que cambiar. Se ponen nerviosas y se detienen a veces. Si una máquina se detiene, no quiere decir que no funciona. Es solo cansancio. El aspecto trágico o melancólico de las máquinas es muy importante para mí. No quiero que se ejecuten para siempre. Es parte de su vida que se detengan y desmayen[19].

Planificar los procesos que producen y reproducen los sentidos de una práctica sin resultados materiales, los sentidos de un trabajo del arte que articula y funciona según las complejas dinámicas de la subjetivación, los afectos y las intensidades, pero también la crítica a los sistemas formalizados de lo económico, lo político o lo cultural desde la elaboración de la resistencia a las prácticas productivas estandarizadas como en los procesos de deambulación de Bruce Nauman, los procesos de procrastinación de Francis Alÿs, los procesos de aburrimiento en Andy Warhol, los procesos involutivos y de aislamiento de Gregor Schneider, los procesos de disolución de Jana Sterback, los procesos dependientes de Sophie Calle, etc. y así unos cuantos de todos los demás.

Y es que sería del todo imposible estratificar, codificar y territorializar de un modo definitivo, como parecía que haríamos, la definición de la palabra «proceso» en una contemporaneidad como la nuestra; porque si hablamos de conceptos como la singularidad, lo experimental, la producción deseante, los flujos, las prácticas siempre en curso, las derivas o lo molecular, hablamos también de la imposibilidad de establecer ningún enunciado estable y exitoso. Porque, de hecho, el lenguaje es parte de este entramado que se desvela inaprensible, que nos muestra que en el cambio de una letra o de unas comillas puede cambiar el sentido de todo lo dicho, que «cada palabra tiene varios sentidos y que las palabras son menos numerosas que las cosas, que en realidad, lo que falta son los signos»[20] y en consecuencia la re-significación, los emparejadores o acopladores del gram derridiano parecen seguir siendo nuestro presente proposicional.

¿Y no encontramos en el proceso, por ejemplo de la repetición de la escritura de unas letras (x 6), el efecto de una dilatación y una flotación que en el proceso de lectura ralentizado generan una dimensión sin gravedad? ¿y no es esta suma de letras el modo en que Nauman hace de la enunciación un proceso temporal que declamando va diluyendo su designación para convertirlo en pura vocalización, en una práctica que subraya la producción de sus sonidos, en una práctica que subraya el lenguaje como acción y todos los matices implicados?

El carácter activo que implican estas propuestas hacen que se desarrolle un concepto del proceso que en su capacidad de desbordar todas las categorías ideales de la tradición y la contemporaneidad apuntan a una manera procedimental potencial que, además de ser automodelable, singular, fluida y elástica, que además de no pertenecer ni permanecer enteramente a nada ni en ningún lugar, que además de funcionar y fallar simultáneamente, afirma otro carácter que debemos tener en cuenta.

La multiplicidad y la heterogeneidad son las magnitudes que definitivamente nos dicen que es del todo imposible definir la palabra «proceso» si no es desde todas estas condiciones, y de estas últimas en particular: el proceso se convierte así en «los procesos» que, sin categorías y dentro de aquello que apuntamos como los sistemas abiertos, nos hacen ver que planificando construcciones como los de la ralentización, la dilatación, la impasibilidad, el caminar, la oscilación, la extensión, la inmovilidad, la dependencia, la persecución, la cooperación, la sumisión, la inutilidad, la metamorfosis, el tartamudeo, las delegaciones, las procrastinaciones, los magnetismos, los ecos, los rumores, las superposiciones, los retardos, los plagios, las simulaciones, los crecimientos involutivos…. las desbordadas prácticas artísticas han multiplicado sus funciones, y por tanto los efectos y los usos que de las obras podemos hacer.

Esta condición de lo múltiple singular dibuja el régimen de las disyunciones inclusas de los sistemas abiertos según lo cual el ocularcentrismo[21] también se ha desvanecido con los desarrollos de los procesos de la producción singular. Las imágenes no funcionan ya como las superficies de la descripción y la interpretación sino como el punto de un vasto mapa para ser pensado bajo las preguntas ¿cómo funciona?, ¿y en relación con qué funciona?, ¿a qué objetos, textos, prácticas, circunstancias, movimientos, personas, etc.?

Esta multitud heterogénea de la que hablamos es una multiplicidad interconectada, informe y en movimiento. Porque si de las condiciones de producción se arguyen las relaciones de cada producción, estas relaciones son su funcionamiento constelado y así dice Brea: «La energía que en ellos pone la pregnancia psíquica que produce el pensamiento ya no tiene que ver con las formas de la inercia, de la resonancia o la rememoración. Sino que tiene que ver con el efecto de constelación que cada parte de un sistema proyecta sobre toda otra»[22].

Y efectivamente John Cage, que se supone que no hace imágenes sino que trabaja con sonidos, nos ofrece la hermosa imagen que sigue, la imagen de un proceso tal cual lo hemos narrado: según unas condiciones prácticas, se logra construir el plano para que se produzca el espacio-tiempo de lo circunstancial, señalando asimismo esa forma constelada por la cual cada parte de un sistema se proyecta sobre toda otra, un sistema estelar y un sistema sonoro.

Atlas Eclipticalis fue escrita mediante la utilización de un mapa de estrellas y constelaciones, trasladando sus trazos a una plantilla de ochenta y seis partes instrumentales. Utilizando el I Ching, relaciona las tiradas con las posiciones de las estrellas y dibuja pentagramas en papel transparente. Elabora así un universo microtonal en el que cada instrumento es una estrella y cada estrella forma parte de una constelación: de acuerdo con las coordenadas de las estrellas, otorga la altura de las notas; el brillo lo traspola a la intensidad musical y la dimensión de cada cuerpo celeste la convierte en la duración del sonido. Las separaciones entre estrellas-instrumentos-sonidos generan unos vacíos que hacen posible su individual irradiación.

No tenemos espacio aquí para establecer todas esas correspondencias que Cage propone, pero no quiero dejar de mencionar que ese universo microtonal es una forma sonora que señala hacia una multiplicación de los sonidos a través de sus formas intermedias; porque como Charles Ive[23] explica, «los microtonos son las notas entre las teclas del piano», es decir, son las notas de los intervalos, la multitud excluida de los doce sonidos del sistema tradicional dodecafónico.

John Cage, traspolando los trazos del mapa de estrellas, consigue una partitura de ochenta y seis partes instrumentales, ochenta y seis sonidos distintos, una heterogénea multitud sonora relacionada en constelación que aun así cuida la individual irradiación de cada sonido absoluta, micro y atómicamente singular.

Y es un asunto importante el hecho de haber logrado comprender que en una mínima modificación se encontraba la clave de los cambios como en los neones de Bruce Nauman: de los procesos de producción y/o creación a la producción y/o creación de procesos. O rizando el rizo, y teniendo en cuenta que si la producción tiene que ver con ese construir la planificación, los procesos como el lugar y medio de transporte y la creación con lo impensado, lo indeterminado, lo desconocido, lo imperceptible, lo incontrolado, «el inconsciente activo que centellea, vibra, viaja…»[24], ¿podríamos decir entonces: la producción de los procesos de creación?

Dejo ahí la engorrosa pregunta y las posibles combinaciones implícitas para incidir en la idea de que producir procesos supone también situar al tradicional autor en un espacio intermedio proposicional. Supone como en los microtonos, como en el plan de inmanencia o vida, como en esa concepción del decir y del hacer sin categorías, sin modelos ni reglas, supone, como dice Ranciére[25], «una revolución estética que extiende al infinito al ámbito del lenguaje y al ámbito de lo poético lo que implica una gran anonimación de lo bello, la idea de igualdad en estrecha relación con la idea de lo anónimo».

Y por eso Roussel trabajó denodadamente en una escritura sin inspiración ni cualidad ni personalidad, y reveló [porque no había misterio, porque no había nada que ocultar] cómo había escrito algunos libros suyos diciendo:«para quien quiera hacer otro tanto».

Por tanto, escribir, componer, interpretar, elaborar imágenes, objetos, disponer situaciones, puede pertenecer así al territorio de lo común, de lo colectivo, porque en 0´00´´ Cage también escribió la partitura, la acción para ser interpretada por cualquiera de cualquier modo como una acción disciplinada. Porque las condiciones están establecidas para que el proceso lo continúe quien tenga a bien, cuando quiera y de cualquier modo, porque en esa idea de lo anónimo, del decir y hacer manifiesto se implica una idea de la interrelación como proceso que construye continua, diferencial, parcial y proyectivamente lo común.

Porque la importancia de los procesos no radica únicamente en mostrar el working progress de la materialización de una obra de arte, ni siquiera la revelación de intenciones y procedimientos, sino la estrategia crítica desde la cual desplazar el conocimiento y el habitar estable, universalizable, controlable, eficaz, cuantitativo y objetivo, por un conocimiento y habitar que ensaya y tantea y que en ese frágil y experimental deambular puede advertir lo inadvertido, puede construir el sinsentido pulverizando los elementos de los que se componen los ámbitos del saber, puede elaborar experiencias singulares, puede reflexionar acerca de los sistemas hegemónicos para proponer nuevas formas de subjetividad y por tanto nuevas formas de vida que, críticas con las categorías establecidas, proponen y explican la dignidad de sus reinvenciones y que en palabras de José Luis Brea[26] suena así:

Si este territorio es una ciudad es porque trazar su mapa es todavía hacer de la psicogeografía de lo colectivo, de lo común, de lo público, porque los trazados que en este espacio se articulan comprometen aún y por siempre el destino constelado de los afectos y el conocer, la vida de los hombres y las mujeres que lo habitan, que en él se encuentran y se reconocen y se constituyen en la interrelación en lo común, como atragantados aún por el deseo incolmable de que su vida sea todavía algo más, algo aún más intenso y libre, justo y real.

Y como un proceso más, este texto debe cumplir una condición fundamental: el proceso no es una finalidad, no es un fin, ni hay que confundirlo con su propia continuación hasta el infinito. Por esto agradezco la atención y espero haberme hecho comprender. Si he fallado, este fallo debiera formar parte de su funcionamiento.

Notas

  • [1] DELEUZE, Gilles, y GUATTARI, Félix. Mil plateaux. Capitalisme et schizophénie, París, Les Editions du Minuit, 1980 (tr. española de José Vázquez Pérez y Umbelina Larraceleta, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, 5.ª ed., Valencia, Pre-Textos, 2002, p.74).
  • [2] Se puede encontrar esta información en el resumen del seminario impartido por Beatriz Preciado en la Universidad Internacional de Andalucía titulado Cuerpo impropio. Guía de modelos somapolíticos y de sus posibles usos desviados. Disponible en: http://ayp.unia.es/index.php?option=com_content&task=view&id=703 [Consulta: 17/03/13].
  • [3] FOUCAULT, Michel. Les mots et les choses, une archéologie des sciences humanes, París, Editions Gallimard, 1963 (tr. española de Elsa Cecilia Frost, Las palabras y las cosas, una arqueología de las ciencias humanas, 4.ª ed., Madrid, Siglo XXI Editores, 2009, p. 7).
  • [4] AGAMBEN, Giorgio. L´uomo senza contenuto, Milan, Rizzoli, 1970 (tr. española de Eduardo Margaretto Korhmann, El hombre sin contenido, cap. Séptimo, La privación es como un rostro, Barcelona, Ediciones Áltera, 1998, pp. 100-103).
  • [5] ARENDT, Hannah. The human condition, Chicago, Illinois, The University of Chicago Press, 1958 (tr. española de Ramón Gil Novales e introducción de Manuel Cruz, La condición humana, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1993, p. 211).
  • [6] FOUCAULT, Ob.cit., p. 347.
  • [7] ROUSSEL, Raymond. Comment j’ai écrit certain de mes livres, 1933 (tr. española M.ª Teresa Gallego Urrutia y M.ª Isabel Reverte, Cómo escribí algunos libros míos, texto incluido en Impresiones de África, Madrid, Ediciones Siruela, 1990-2004).
  • [8] OULIPO. Movimiento literario francés de los años sesenta; definido por uno de sus fundadores –Raymond Quenau– como Taller de Literatura Potencial, entienden el lenguaje como una potencia de experimentación basado en el establecimiento de restricciones, pautas, condiciones, reglas e instrucciones para apartarlo de su funcionamiento rutinario y desvelarlo como un sistema potencial. Llegan a definir al oulipiano típico como «una rata que construye ella misma el laberinto del cual se propone salir».
  • [9] FOUCAULT, Michel. Dits et écrits, París, Éditions Gallimard, 1994 (tr. de Miguel Morey, Entre filosofía y literatura, Obras esenciales, vol. 1, cap. ¿Por qué se reedita la obra de Raymond Roussel? Un precursor de nuestra literatura moderna, Ediciones Paidós Ibérica, 1999, p. 281).
  • [10] FOUCAULT, Michel. Raymond Roussel, París, Editions Gallimard, 1963 (tr. de Patricio Canto, Raymond Roussel, cap. II, Las bandas del billar, p. 17; cap. IV Aspas, minas, cristal, pp. 53, 73, Buenos Aires, Ediciones Siglo XXI, 1976)
  • [11] ROUSSEL, Ob. cit. p. 9.
  • [12] BREA, José Luis. El tercer umbral. Estatuto de las prácticas artísticas en las sociedades del capitalismo cultural, Murcia, Editorial CENDEAC, 2004, p. 14. También disponible en: http://joseluisbrea.net
  • [13] CAGE, John. Silence, Wesleyan University Press, 1961 (tr. de Marina Pedraza, epílogo de Juan Hidalgo, Silencio, cap. Composición como proceso. Cambios (1958), Madrid, Ediciones Ardora, 2007, p. 22 ).
  • [14] Nathalie Sarrature propone una clara distinción entre dos planes de escritura: el plan trascendente de organización que organiza y desarrolla formas (géneros, temas, motivos), que asigna y hace evolucionar sujetos (personajes, caracteres, sentimientos ) y otro plan que aparece desarrollado en el presente texto. (en MM, Deleuze y Guattari, ob.cit., p. 270).
  • [15] CAGE, ibíd., pp. 13-16.
  • [16] CAGE, ibíd., p. 51.
  • [17] SARRATURE, ibíd.
  • [18] DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Felix. L´Anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie, París, Les Editions de Minuit, 1972 (tr. de Francisco Monge, El anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 1985, pp. 114-115).
  • [19] HORN, Rebecca. The Bastille Interviews II, París, 1993, Rebecca Horn con Stuart Morgan, en Rebecca Horn, Guggenheim Museum, Nueva York, 1993 (traducción mía), p. 27.
  • [20] DELEUZE, Gilles. Arts, 23-29 de octubre de 1963, p. 4 (acerca del libro de Michel Foucault, Raymond Roussel, París, Gallimard, 1963).
  • [21] JAY, Martin, en Devolver la mirada. La respuesta americana a la crítica francesa al ocularcentrismo, Estudios Visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual del arte contemporáneo, n.º1, noviembre, 2003, pp. 60-81.
  • [22] BREA, José Luis. Cultura_RAM, mutaciones de la cultura en la era de su distribución electrónica, Barcelona, Editorial Gedisa, 2007. También disponible en http://joseluisbrea.net
  • [23] http://es.wikipedia.org/wiki/Microtonalismo
  • [24] Deleuze y Guattari, AE, ob.cit., p. 13.
  • [25] RANCIÈRE, Jacques. Le Destin des images, Paírs, ed. La Fabrique, 2003 (tr. y prólogo de Pablo Bustinduy, El destino de las imágenes, Pontevedra, Editorial Politopías, 2011).
  • [26] BREA, ob.cit.

 

Bárbara Sainza Fraga. Doctora en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, miembro del grupo de investigación Prácticas Artísticas y Formas de Conocimiento Contemporáneas y colaboradora honorífica del Departamento de Pintura de la misma facultad. Desarrollo mi práctica artística desde las complejidades de los imaginarios alucinados así como desde los análisis y prácticas políticas feministas en grupos de trabajo como XXYY o History is herstory too.

Disponible en:

http://www.efimerarevista.es