¿Por qué nos esforzamos en buscar el placer en la irrealidad y necesitamos la certeza para vivir cuando la incertidumbre, la controversia y la duda son el eje de nuestra existencia y el único lugar posible para albergar la belleza? Carlos Marquerie, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta), Madrid, Contextos, 2004, p. 8.

La obra de Carlos Marquerie constituye una reflexión sobre la belleza, una reflexión que parte de la pintura y el dibujo, el color y la luz (a la que se le sumará luego la creación literaria) para llegar a la escena. Este necesidad de la escena no es un azar, porque en su obra la belleza remite a un misterio, un límite frágil contra el que choca la razón y la capacidad de entendimiento, pero la belleza y su rareza, a menudo cotidiana, no son nunca un objeto muerto, algo detenido o acabado, sino un momento, el instante —siempre vivo y real— de una percepción, y esto solo puede ser (re)producido desde la escena y ante unos espectadores reales que están ahí, compartiendo, con sus miradas y sus cuerpos, ese momento de la creación (de la belleza). La reflexión artística de Marquerie es, por tanto, de orden esencialmente escénico; su obra, impulsada por la necesidad de llevar los planteamientos estéticos —y por tanto también éticos— hasta sus últimas consecuencias, había de expresarse inevitablemente desde la escena teatral y frente a un público.

Fruto de esta evolución es la formación en 1996 de la Compañía Lucas Cranach y su separación a partir de ahí de La Tartana, de la que había sido miembro fundador desde sus comienzos en 1977. A mediados de los años noventa La Tartana había adquirido cierta complejidad como unidad de producción, sobre todo a raíz de su paso por el Teatro Pradillo que inauguró en 1990. La voluntad de Marquerie de encontrar una estructura ágil que le permitiera trabajar con mayor libertad, según el ritmo impuesto únicamente por la propia obra, le lleva a la formación del nuevo elenco. Esto no supone, sin embargo, una ruptura con sus trabajos anteriores, desde el estreno de Ciudad irreal en 1984, pero sí una nueva fase resultado de un desarrollo en una determinada dirección. Lucas Cranach define de forma clara una poética escénica que lleva adelante algunos elementos ya presentes con anterioridad. La producción de La Tartana había estado marcada por un sentido plástico resultado del trabajo con muñecos y máscaras, materiales como la madera, agua, arena, así como estructuras rítmicas y un verbo poético de cierto hermetismo, procedentes de autores como Heiner Müller, Antonio Fernández Lera o Hans-Magnus Enzensberger. Lucas Cranach describe un decidido giro hacia el actor como presencia física, viva e inmediata; de ahí también la necesidad de encontrar una estructura que hiciera posible un proceso de trabajo flexible, que se acomoda a las necesidades generadas por el proceso orgánico de creación física que debía surgir desde el mismo actor. La focalización del cuerpo y la acción como centro de la escena obliga, por tanto, a una estructura de creación distinta. Esto no implica la renuncia a la dimensión plástica que caracteriza toda su obra (Fernández Lera, 2002), pero ahora los cuidados matices lumínicos y el trabajo con los materiales se proyectan sobre el cuerpo, no un cuerpo quieto, pasivo en cuanto objeto de la mirada, como lo pueden ser los dibujos, proyecciones u otros objetos, que no dejarán de aparecer en sus obras, sino un cuerpo como presencia viva y real, límite y elemento de contraste con esa otra materialidad plástica, detenida y muerta. A pesar de la convivencia de elementos diversos, la nueva formación puede entenderse como la evolución de Marquerie desde las imágenes, cada vez más manipulables en una cultura de las imágenes, hasta el cuerpo y la palabra, aunque estas primeras volverán a recuperarse posteriormente. De este modo, a este sistema de tensiones hay que sumarle un tercer elemento que permite distinguir el camino emprendido por Lucas Cranach, el mayor espacio de una palabra dirigida directamente al público, libre de mediaciones y con una voluntad de claridad que parece distanciarse de poéticas de sentido más oscuro. Se trata de un denso plano verbal, escrito a partir de ahora por el mismo Marquerie, que se había mantenido al margen hasta entonces de la creación literaria. La palabra escénica lucha contra su origen literario para hacerse más cercana. Estos tres elementos, lo real del cuerpo inmediato y desnudo, la tendencia al estatismo plástico y la presencia fundamental de la palabra, actúan como fuerzas de creación que conviven de diferente forma en cada una de las obras, definiéndolas en uno u otro sentido. El resultado es una poética escénica de profundo tono personal, que busca un nivel de sinceridad casi íntimo, tratando para ello de situarse más allá de su inevitable condición artística como espectáculo teatral. La obra de Marquerie define un teatro de la experiencia, que crece desde la emoción para dirigirse a la sensibilidad personal de cada uno de los espectadores, al margen de convencionalismos escénicos, culturales o intelectuales. Desde esta postura de libertad creadora, no movida nunca por un afán de provocación, es posible rescatar para el centro de la escena una emoción tan ahogada por siglos de historia como la belleza (Sánchez, 2002).

La compañía toma el nombre del texto de Antonio Fernández Lera, Lucrecia vista por Lucas Cranach, del que todavía La Tartana llegó a hacer una lectura dramatizada. El mito de la violación de Lucrecia sobrevuela los primeros años del nuevo elenco. En 1997 la nueva formación lleva a escena otra versión, a la que se añaden textos de William Shakespeare y Carlos Marquerie, y más tarde se retoma, ya a partir únicamente del texto ampliado de Marquerie, en Lucrecia y el escarabajo disiente. Pero antes de esto, el primer trabajo será, ya en 1996, El ignorante y el demente, de Thomas Bernhard, que servirá de antesala a El rey de los animales es idiota, estrenada un año más tarde, una de las obras fundamentales de la nueva andadura. Vistas desde fuera ambas obras no tienen mucho en común, pero el tipo de proceso creativo que llevará a El rey, construida a partir de un intenso trabajo físico, se puso en marcha con el texto de Bernhard, aunque los resultados difieran bastante. En ambos casos se trata de una situación única con un fuerte sentido escénico, desbordada por largos monólogos donde las palabras fluyen y fluyen, en un sentido casi performativo que apunta a la enfatización del instante (escénico) de la enunciación aquí y ahora, una de las claves del trabajo de Marquerie. La diferencia es que El rey se desviste de los barrocos ropajes literarios y estéticos que configuran el mundo del autor austriaco para presentar una situación cercana y fácilmente reconocible por el público, de extrema desnudez, dramática y escénica, aspecto que se va a acentuar en la trayectoria del nuevo grupo. A los actores de El ignorante y el demente, Marisa Amor, Carlos Fernández, Juan Loriente y Nekane Santamaría, en su mayor parte viejos conocidos de La Tartana, se añade para El rey Gonzalo Cunill.

El comienzo de El rey, cuyos personajes llevan los mismos nombres que los actores que los realizan, podría considerarse una declaración programática del teatro de Marquerie y de la fundamental condición escénica de toda su estética (ética): «A mí lo único que me satisface es ocupar mi tiempo. Ocuparlo sin más, no pasar por él, ni que él pase por mí. […] Yo ocupado en cada instante, sin más, al cien por cien, mi momento, vivir en su duración, sin querer que sea más largo o más corto» (p. 4). A partir de ahí es posible deshilvanar la madeja de ideas que como una constelación giran en el espacio escénico y mental de cada una de sus obras: la belleza que fluye mágica en un instante, los misterios de la percepción y la dificultad del conocimiento de la realidad, la presencia como algo que se revela en un momento concreto, la muerte como la otra cara de la vida, la ausencia como la otra cara de la presencia, el horror, la violencia y la crueldad como otros tantos elementos inherentes a la vida, incom prensibles, pero que están ahí, unidos en muchos casos a la belleza, siempre dolorosa por su condición pasajera, por su vocación de ausencia.

El rey crece en torno a tres textos de hondo cariz personal, escritos ante la necesidad del autor de enfrentarse con tres situaciones vitales de una tremenda fuerza emocional, tres momentos de ausencias y presencias: la muerte de un amigo (Esteve Graset), el nacimiento de un hijo y el viaje de otro que le obliga a separarse de su padre. El resto de la obra parece arropar, como explica el autor, esos tres momentos. Ahora bien, estos no están representados físicamente en la obra, sino dichos por un actor. Este es otro de los elementos definitorios del trabajo de Lucas Cranach: los textos centrales, tratados con un respeto casi reverencial, se dicen con extremo cuidado, a menudo de manera íntegra por largos que puedan ser, pero no se representan. Las palabras suceden en el espacio, junto a las acciones físicas, los cuerpos desnudos, los dibujos, la música o las proyecciones; es decir, el teatro no se utiliza para representar textos, sino para crear momentos que rechazan otra justificación que no sea su misma ocurrencia, su estar-ahí, como los mismos cuerpos, las acciones o las proyecciones; un texto no se modifica en función del resto de la obra, porque tiene una entidad en sí mismo que lo justifica. La acción, el cuerpo, la imagen o la reflexión se construyen en escena, frente a la mirada del público, creciendo sobre una dinámica propia, y sin que unos acudan en explicación de otros. Esto incrementa el grado de emancipación de cada lenguaje y el sistema de tensiones, contrastes y oposiciones entre ellos, lo que no quiere decir que cada plano creativo deje de percibirse y mezclarse dentro de ese continuo unitario, pero también confuso, que impone la percepción humana. La distancia e incluso oposición entre los distintos momentos de la obra trata justamente de hacer visible la heterogeneidad de lo real tal y como lo percibimos, fruto a menudo del azar o de alguna lógica que escapa al intelecto, antes de que este comience su trabajo de abstracción y ordenación, inevitable empobrecimiento de la diversidad sensorial, con frecuencia contradictoria, en la que vive la realidad y única fuente, como dice el autor en la cita que encabeza estas líneas, de la belleza.

La situación única de El rey representa un grupo de amigos que se reúnen para charlar, beber y reír, para pasar el rato haciendo aparentemente nada, aunque no dejan de hacer cosas; un tiempo que crece caótico, indefinido, como el transcurso de una tarde de domingo, donde se suceden momentos de calma, quietud, belleza y poesía, junto a otros de extrema violencia física, exaltación, carreras, sexualidad en su versión más exaltada. El estatus de representación ficcional queda pronto cuestionado ante el efecto de realidad que adquiere la obra, la realidad inmediata de esos cuerpos, de esas conversaciones, diálogos disparatados, juegos y reflexiones, de las carreras, gritos y peleas. La poética de Lucas Cranach crece sobre esa difícil línea que separa lo que es representación y lo que está más allá de la representación, la verdad material, física y espiritual que llena la escena. El carácter confesional e íntimo de los textos, enfatizado por el tono cercano, cálido y dubitativo que le han sabido dar intérpretes como Carlos Fernández o Gonzalo Cunill, contribuye a abrir una brecha, una línea de fuga, en la superficie ficcional con la que por convención el espectador se acerca a la obra. En la base de este planteamiento late el rechazo radical al modo espectacular propio de la sociedad occidental, a la inflación de imágenes, representaciones, simulaciones y puestas en escena.

Para Lucrecia y el escarabajo disiente se amplia el elenco con la integración de Montse Penela y María José Pire. La revolución provocada por la violación de Lucrecia, que acaba con la dictadura de los Tarquinos y da lugar a la fundación de la República de Roma, marca un punto de partida en un tono de violencia física, deseo erótico y caos que irá evolucionando hacia registros de hondo lirismo con un ritmo más calmado. Frente a la unidad escénica de El rey, se presenta ahora una estructura fragmentaria en la que se hilvanan partes muy diversas. Este fragmentarismo, con la presencia constante de los actores en escena siguiendo con atención las actuaciones de sus compañeros, acentúa el tono de desnudez escénico, desvestido de cualquier planteamiento ficcional de conjunto. Como en El rey, la obra avanza por un difícil sendero que trata de evitar la representación de imágenes. La controvertida relación de Marquerie con la imagen encuentra explicación en su formación plástica, que le lleva a desarrollar a través de dibujos y fotografías una compleja reflexión sobre el mundo de la imagen y la representación; no otra será su relación con la palabra cuando se inicie en la escritura de textos, buscando igualmente un tono minimalista que trata de estar más allá de la representación. En diferentes momentos se recurre a las «Descripciones necesarias para visualizar…» determinadas escenas que, sin embargo, no se van a representar. La escena se presenta como un espacio vivo e inmediato de construcción, que quiere ser antes proceso que resultado acabado y listo, sin esquivar, sino al contrario a menudo resaltando, las posibles imperfecciones que se puedan deducir de tal sistema de trabajo. La sensación de vacío se acentúa; la escena quedará, finalmente, como el espacio de una ausencia. Sobre él se colocan objetos, a menudo de reducida proporciones, con los que se busca un efecto minimalista, de fragilidad e insignificancia, aspecto esencial en la obra de Marquerie. Los animalitos de plástico que Marisa Amor hace avanzar por su cuerpo desnudo o los escarabajos en una urna de cristal en primer plano de la escena es un buen ejemplo de esto. Observándolos de cerca, Gonzalo Cunill reflexiona en tono susurrante sobre la incertidumbre última que gobierna la vida y la dificultad para entender sus objetivos: «Un escarabajo camina cerca de mi ombligo / la suavidad de sus pisadas / lo irritante de su lentitud / la levedad de su indecisión al deambular / mi incapacidad para entender sus objetivos. […] Testigo casual de mi tiempo, doy tumbos por la historia como el escarabajo / sobre mi cuerpo» (inédito). Los cuerpos desnudos de los actores tendidos en el espacio casi vacío de la escena constituye el gesto último —minimalista— de resistencia ante la capacidad de manipulación desarrollada por la sociedad del espectáculo, el poder de las representaciones; pero esos cuerpos desnudos también expresan el deseo irreducible de seguir entregándose al placer del instante que no llegamos a conocer, fuente de la belleza y del dolor.

Frente a la exaltación vitalista de El rey y el registro intimista y lírico con el que se cierra Lucrecia, la siguiente obra, 120 pensamientos por minutos, se adentra en el caos insondable que habita en lo más profundo de la mente ante su incapacidad de entender lo verdaderamente importante de la vida. La obra se tiñe de tintes negros, acciones y dibujos de cuerpos mutilados, referencias fácilmente reconocibles a los desastres de las guerras, las torturas y otras situaciones de violencia. Esta evolución, reflejada en un elenco que quedó reducido a dos actores, Carlos Fernández y Gonzalo Cunill, traduce igualmente los procesos internos que surgieron durante la creación de Lucrecia. Las alusiones a escenas de crueldad, inspiradas en el Tito Andrónico, de Shakespeare, punto de partida lejano de esta obra, marcan la línea de llegada de un camino abierto con El ignorante y el demente y sobre todo con El rey. La obra comienza una vez más describiendo una situación de belleza y destrucción: un paisaje que arde, y los pensamientos contradictorios que acuden a la cabeza: «¿Cómo es posible que la destrucción sea bella? Hay ideas que me entumecen el cerebro y provocan una profunda desestabilización […] Es como si la contradicción fuera ocupando poco a poco todo el cerebro, y así bloqueara de manera progresiva sus funciones y lo dejara en una aparente paz» (p. 5). Este caos, expresión a su vez de las crecientes injusticias que gobiernan la historia contemporánea, hacen que la obra oscile entre momentos de horror y extrañas escenas grotescas que se adentran en lo ridículo, otro de los componentes de la naturaleza humana sobre los que reflexiona la obra de Marquerie. Por medio de contrastes violentos, subrayados por la música en directo y las proyecciones de vídeo, ambas realizadas por Javier Marquerie, se rechaza cualquier posibilidad de sucesión lógica o acabado unitario: «y yo, también, perdido / en un viaje que no sé donde comienza, / y no pregunto por su destino. / Incompleto. / Todo está incompleto. / Todo se ha detenido y mi cabeza galopa sin principio / ni aparente fin» (p. 14). Este estado de contradicción, cruce de ideas, fragmentación y caos son los motivos que Carlos (Fernández) aduce para explicarle a Willi (Shakespeare), en una amena charla telefónica, la imposibilidad de montar el texto que sirvió de inspiración inicial a la obra. Ante la insistencia del dramaturgo de Stratford de que «la verdad es única y por ella mueren sus héroes, y esa muerte es redentora y capaz de restaurar el orden y la justicia», Carlos insiste: «Hoy esto no ocurre, las guerras y las muertes parecen fin en sí mismo, sus tramas son ocultas, incomprensibles y oscuros intereses económicos las mueven» (p. 27). La cultura de los medios ha hecho que las representaciones pierdan credibilidad, incluida la representación de la propia muerte, a la que las cámaras de cine y televisión nos tienen tan acostumbrados. De modo irónico y quizá en forma de despedida, la pieza se cierra con un pequeño juego infantil: «Señora Luna, Señora Luna, el monstruo rojillo se come mi bocadillo» (p. 33).

Casi tres años más tarde, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta) se sitúa en otro mundo escénico, sin dejar por ello de desarrollar las constantes señaladas hasta aquí. Como el título indica, 2004 supone una reconciliación con la dimensión plástica que había quedado desplazada a favor del trabajo con el cuerpo del actor desde El rey. Sin embargo, a pesar de la cuidada factura estética y la quietud creciente de los paisajes, retratos, acciones e imágenes que hilvanan el espectáculo, hasta desembocar en la naturaleza muerta final, Marquerie no es capaz de renunciar a la aportación fundamental de Lucas Cranach para su mundo poético: el cuerpo del actor, carnal, físico y desnudo, inmediato, próximo y vivo. Montse Penela parece ser la única huella física de la trilogía anterior; junto a ella aparece Emilio Tomé. Se trata de cuerpos calmos, que se mueven con lentitud desde un extraño estado de sosiego, que se aleja de las frecuentes escenas de violencia de obras anteriores. Ya no hay carreras, gritos, bailes y descontrol, sino que todo está medido en su ejecución, cada paisaje, retrato o imagen se sucede con tranquila parsimonia, construidos a la vista del público, como siempre, pero diferente por la eliminación de excesos, ironías o humor. La voluntad de presentación directa de unos objetos, fotografías, dibujos, datos y acciones nos hablan de realidades y paisajes, como los de la guerra, todas las guerras, por ejemplo, la Batalla de Brunete en la Guerra Civil española, 40.000 muertos en 22 días de enfrentamiento en los que apenas hubo movimiento de líneas. Escasos sonidos o melodías interrumpen el fondo sordo que se termina imponiendo sobre una escena en penumbra que al final solo albergará una naturaleza muerta, sobre todo porque se fueron los actores y el propio Carlos Marquerie, que colabora en la construcción de algunas escenas mientras pone las luces y el sonido a un espectáculo ofrecido a la vista del espectador en su mínimo grado de espectacularidad, ni siquiera habrá aplausos atendidos por los intérpretes. El espectador queda enfrentado con el silencio del escenario y la duración cada vez más detenida del tiempo escénico, espacio del recuerdo y de la ausencia; un paisaje escénico y real al que remiten esos otros paisajes de vida y belleza, muerte y desolación de los que habla la obra, un paisaje ya quieto que se presenta como punto final de este viaje hacia la belleza y el dolor que supone cada proyecto artístico de Lucas Cranach.

Bibliografía

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Fernández Lera, Antonio, «La paciencia del dibujante (aproximación a la obra de Carlos Marquerie)», en Carlos Marquerie. Dibujos 2000-2002, Cuenca, Fundación Antonio Pérez, 2002, pp. 11-14.
Sánchez, José Antonio, «El salón de Marquerie (Lucrecia, Medea y los animales)», en Carlos Marquerie. Dibujos 2000-2002, Cuenca, Fundación Antonio Pérez, 2002, pp. 15-18.
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