Nos gustaría vivir en una sociedad democrática, donde cada cual dice lo que piensa, hace lo que puede y expresa lo que siente. Sabemos que no vivimos en una sociedad de ese tipo, y, además de intentar decir, hacer y expresar, debemos manifestamos contra quienes mienten, especulan y manipulan. Pero la mentira, la especulación y la manipulación no están en un afuera localizable, nos atraviesan. Por lo que la lucha política va necesariamente acompañada de un reto ético de transformación.
El problema de la teatralidad en la sociedad contemporánea se plantea en un campo formado por estos cuatro polos de tensión: espontaneidad (sinceridad, honestidad, transparencia), interés (mentira, especulación, manipulación), política (acción colectiva por el bien común y contra el interés particular), ética (decisión individual en libertad, pero condicionada por la presencia de los otros). Sería un error concebir que el punto de encuentro de estos cuatro polos se da en el establecimiento de una moral positiva que premiaría la espontaneidad y prohibiría el interés. Plantear la resolución de estas tensiones en términos morales conllevaría una anulación de la acción política, pero también de la misma ética, pues descargaría toda decisión individual en una moral establecida.
¿Dónde se sitúa la teatralidad en este esquema? De acuerdo a la concepción más peyorativa del término “teatral”, la teatralidad sería un modo de esconder la mentira, la especulación y la manipulación bajo las máscaras de la honorabilidad. La teatralidad del poder cumple una doble función: representar la fundación del poder en una ficción trascendente y ocultar bajo tal representación el interés no confesado. Pero esa teatralidad es muy fácilmente contestable mediante una teatralidad alternativa (o disidente), que, por una parte, mostraría como apariencia y no como trascendencia la fundamentación del poder y que, por otra, denunciaría la hipocresía moral de sus agentes. Ambos modos de teatralidad se desarrollaron en el ámbito artístico en la época ilustrada, como respuesta a una máxima teatralización de la vida social. La denuncia del teatro de las apariencias dio lugar a obras clásicas de la escena, de Beaumarchais a Genet. En tanto la concepción del teatro como institución moral atraviesa la historia de la modernidad de Diderot a Brecht.
La conversión de la acción política en acción moral implicaría pensar que bastaría la prohibición de los comportamientos considerados amorales para conseguir el objetivo deseado: la sociedad democrática. Pero la acción política sólo puede afectar los comportamientos mediante el establecimiento de límites. Por “acción política” se entiende “acción macropolítica”, aquella dirigida a la transformación de las leyes y los mecanismos de regulación social. La acción que sí puede operar transformaciones en los comportamientos de un modo diverso al establecimiento de límites es la micropolítica, de la que sí podría desprenderse una ética. La acción micropolítica es imprescindible para aproximar la realización de una sociedad democrática. Sin embargo, por sí misma, es inerme frente al despliegue sistémico del interés.
La moral es la máscara de una política que falsamente esgrime principios éticos. Las morales positivas, tradicionalmente vinculadas a creencias religiosas, han servido tantas veces de pantalla protectora a la injusticia, que dudosamente pueden ser consideradas buenas aliadas. ¿La prohibición de la mentira, la especulación y la manipulación acabaría con la injusticia, con la desposesión y con la explotación? Solamente si afectara no ya al comportamiento de los individuos, sino al sistema mismo, es decir a las leyes y procedimientos regulativos. De nada sirve que todos los participantes en un juicio digan la verdad si la ley es injusta. De nada sirve que los gestores, los trabajadores y los clientes de una empresa abandonen el propósito especulativo si la empresa misma se sostiene sobre la especulación. Y de nada sirve que los agentes del poder renuncien a manipular si solo ellos tienen acceso a los medios de comunicación.
Sin negar la potencia de una transformación de los comportamientos, ésta por sí sola no basta para cumplir el objetivo de la acción política, que es el reparto equitativo de derechos y bienes. Por otra parte, lo que se denuncia no es la mentira en sí misma, el comportamiento de quien miente, sino la intención y los efectos de esa mentira. Lo condenable no es la actuación moral de quienes participan en la mentira, sino sus efectos sobre el sistema político: el fraude de representación, la pérdida de legitimidad, la desconfianza en el sistema. Lo mismo cabría decir respecto a la especulación y la manipulación. El problema no es la especulación en cuanto acto moral condenable, sino el crecimiento desproporcionado de las desigualdades, la desposesión general que genera la actividad especulativa de unos cuantos, la concentración de la riqueza. Respecto a la manipulación, lo que se condena es la colonización de las subjetividades guiada por intereses particulares, que tiene como resultado la modelización industrial de la subjetividad como medio de impedir el devenir de la masa en multitud
Nos gustaría vivir en una sociedad democrática, donde cada cual dice lo que piensa, hace lo que puede y expresa lo que siente. Y aparentemente esto es posible en términos morales: vivimos en una sociedad muy tolerante respecto a los comportamientos individuales, siempre que estos no afecten al reparto de la propiedad. La libertad moral no sólo no es incompatible con el régimen político neoliberal, sino que constituye su base micropolítica. Pero no es la libertad moral lo que garantiza lo que hemos denominado “espontaneidad”, sino paradójicamente la responsabilidad ética. Y es en el ejercicio de la responsabilidad ética como el deseo choca contra la represión, donde la voluntad de sinceridad, honestidad y transparencia se enfrentan a la represión no moral, sino política, pues el problema no reside en los comportamientos, sino en la orientación y en los efectos de esos comportamientos.
¿El resurgir de la teatralidad en la protesta es consecuencia del fortalecimiento de la represión? Tal vez los oligarcas han advertido que sólo a ellos les es dado “hacer cosas con palabras”, pues solo ellos tienen los recursos para que lo que dicen se convierta en realidad y se imponga de manera efectiva al resto. Para quienes se manifiestan en las calles de nada sirve formular individualmente enunciados realizativos (performativos), la única vía para construir realidad pasa por una organización colectiva de la enunciación, en la que se hace efectiva la teatralidad. Esta no es exclusivamente una teatralidad de la representación, es en primer lugar una teatralidad de los cuerpos, afectados por la rabia, la indignación, el deseo de dignidad y la ilusión de una sociedad igualitaria.
La denuncia de la teatralidad hegemónica se produce, pues, no como negación de la teatralidad, sino como producción de una teatralidad artística que invierte o subvierte las pretensiones de representación. Pero también se produce en forma de una teatralidad social que utiliza la representación de modo diverso.

1. Teatralidad, poder y espacio público
El poder siempre ha sido representado, mucho antes de que llegara a ser entendido como resultado de la representación de los intereses ciudadanos. Dos modos de representación coinciden en la figura del gobernante. Este representa activamente su soberanía poniéndola constantemente en escena ante los demás. Y representa pasivamente en su cuerpo la soberanía que recibe de Dios, de los iguales en cualquier sistema de castas (desde los más tradicionales a los más sofisticados) o de los ciudadanos. Ambas representaciones están íntimamente ligadas, y sólo una sociedad radicalmente democrática podría evitar su superposición y su repetición. La lucha por el poder no es muy distinta a la lucha por el privilegio de representar en propiedad un papel protagónico. Adolf Hitler, convencido de la eficacia de la teatralidad y de la estetización del poder, lo formuló del siguiente modo:
No se puede gobernar exclusivamente por la fuerza. Es cierto, la fuerza es decisiva, pero igualmente importante resulta tener ese elemento psicológico que necesita el entrenador para dominar a sus animales. Ellos deben estar convencidos de que nosotros somos los vencedores. (Scott 1990: 75)
Los procesos y guerras de independencia, las revoluciones burguesas y socialistas, los golpes de estado fascistas, todos ellos han puesto en escena una ruptura de la teatralidad del régimen anterior para instaurar inmediatamente una teatralidad nueva. Esto es lo que Eisenstein secuenció brillantemente sobre la cubierta del acorazado Potemkim en el segundo acto de su película (1925), mediante la coreografía de marineros y oficiales. Al final del cuarto acto, los cañones de Potemkim destruyen el teatro de Odessa. Una ficción con la que se simbolizaba la salida del teatro a las calles en paralelo a la recuperación popular del poder. Sin embargo, muy pronto el poder soviético mimetizó las formas de teatralidad antiguas, y la política volvió a convertirse en espectáculo.
Brecht, que en sus Lehrstücke de final de los veinte había ensayado una teatralidad no jerárquica, mostró una versión mucho menos optimista en una de las piezas con las que se inauguró el Berliner Enselmbe: Los días de la Comuna (1956). Al final de la obra, desde los muros de Versalles, los burgueses observan “con gemelos de teatro” la caída de la Comuna:
BURGUESA. Mi única preocupación es que se escapen hacia Saint-Ouen.
UN SEÑOR. No hay cuidado, madame. Hace ya dos días hemos firmado un acuerdo con el príncipe heredero de Sajonia para que los alemanes no dejen escapar a nadie. ¿Dónde está el cestito del almuerzo, Emilie?
OTRO SEÑOR. ¡Qué magnífico espectáculo! ¡Los incendios, los movimientos matemáticos de las tropas! Se comprende ahora el genio de Haussmann al dotar a París de bulevares. Se discutía si contribuían al embellecimiento de la capital. Ahora no hay duda, ¡al menos contribuyen a la pacificación! (Brecht 1956: 95).
Brecht utilizó el teatro para criticar la conversión de la opresión, de la injusticia y de la guerra en espectáculo. Como en Potemkim, dos modos de teatralidad se mostraban en conflicto: la teatralidad de los ciudadanos de París, decididos a liberarse de los libretos impuestos y a actuar sus propias vidas, y la teatralidad de los poderosos, que, con la ayuda del escenógrafo Haussmann, no estaban dispuestos a renunciar al espectáculo de la dominación.
La teatralidad no sólo sirve para construir y mantener la apariencia del poder jerárquico, también funciona como medio para establecer y modificar las relaciones de poder en el espacio público. Esto es lo que estudió en profundidad Richard Sennett en La caída del hombre público (1977), tomando como campo de investigación las transformaciones sociales y culturales que las grandes capitales europeas experimentaron entre la época de la Ilustración (mitad del siglo XVIII) y la época de la sociedad del bienestar (mitad del siglo XX). El inicio de ese período coincidiría con el de mayor relevancia de la teatralidad en el espacio público europeo, en tanto a principios del siglo XIX la teatralidad habría ido desapareciendo, en paralelo a una disolución de la esfera pública misma y una expansión de lo que Sennett denominó “narcisimo”.
La sociedad urbana del XVIII era una sociedad teatral y su teatro correspondía de manera precisa con lo que acontecía en las calles. Esta sociedad se basaba en una distinción nítida entre el espacio privado y el espacio público. El espacio público era la esfera de la acción, pero también de la representación. Al salir a la calle, el ciudadano se ponía su máscara y el vestuario que le identificaba de acuerdo a su condición y a su función, adoptaba las manera propias de su personaje social y se comportaba y hablaba de acuerdo a un patrón preciso, aquel que habría de permitirle defender su posición y lograr su interés.
Según Sennett, la distancia entre la persona privada y la máscara social constituía (al margen de los excesos) la garantía para la existencia de una esfera pública real. De hecho, la moda de expresar los sentimientos en público, que se acentuaría en el siglo XIX con la cultura romántica, habría provocado una creciente erosión de la frontera entre la vida privada y la vida pública, y la irrupción de la “personalidad”.
Tras el concepto de personalidad se halla la pretensión de presentarse en sociedad sin necesidad de representar: la máscara es el propio rostro. Pero la “personalidad” social no es algo dado, es algo que debe ser construido. Y el esfuerzo en la construcción de la personalidad social conduce al narcisismo. El narcisismo burgués de final del XIX está en las antípodas de la teatralidad social. Y en tanto ésta hacía posible la esfera pública, al mantener claras las diferencia entre lo privado y lo público, el narcisismo sería síntoma de una renuncia a la vida pública, devorada por la privada. La teatralidad remanente en el espacio público es una teatralidad sin incidencia en la organización social, por ello Sennett asegura que el ciudadano contemporáneo es un “actor sin arte”.

2. Teatralidades disidentes: los discursos del disfraz y el anonimato
La representación de la sociedad como teatro y de una teatralidad conservadora, al servicio del orden establecido, dio lugar a acciones disidentes que pretendían evitar la representación y, sobre todo, la espectacularidad. La alergia a la representación dominó un largo período de tiempo en el ámbito de las prácticas artísticas radicales y disidentes. Sin embargo, no es evidente que la representación pueda ser evitada en absoluto, y por otra parte, el enmascaramiento, la asunción de roles sociales, puede ofrecer instrumentos adecuados para la práctica de una resistencia en la que los individuos no están solos, sino soportados por un dispositivo, por una comunidad y por una ficción útil.
Podríamos recordar muchas acciones teatrales de efectividad política, como las de Superbarrio en México, la caminata del profesor Moncayo en Colombia, las demostraciones de las Madres en Argentina o el lavado de la bandera en Perú. Y podríamos también recordar cientos de acciones de artistas visuales y escénicos que se cruzan en la esfera pública con las anteriores: la venta o alquiler de edificios públicos por Lalo Quiroz y el grupo Corredores de Arte en Lima, los escraches animados por el grupo Etcétera y otros actos de la internacional errorista, o las acciones de resistencia y actuaciones histriónicas de Jesusa Rodríguez en diferentes momentos, y muy especialmente durante la ocupación de la avenida Reforma tras el penúltimo fraude electoral en México en 2006.
La ocupación de Reforma sirvió de prólogo a las de la plaza Tahrir, Sol, Wall Street o la plaza que no se pudo ocupar durante la revolución siria. Se ocupan las calles, ya no se ocupan los teatros. El poder ya no está centralizado y refugiado en edificios. Quienes ocupan esos edificios son marionetas de otros poderes más difusos. De nada sirve ocupar los edificios, y mucho menos destruirlos. La teatralidad del poder es una falsa teatralidad, y la representación que se exhibe presenta graves fallos dramatúrgicos. El teatro, el gran teatro, si es que existe, es una esfera global, que escapa a la posibilidad de cualquier ataque externo. Y se trata más bien de descubrir en otras esferas cuáles son los principios que hacen posible la gran ficción, que harían posible el desmoronamiento de la gran ficción llamada capitalismo.
Jean Genet pareció adivinarlo ya en 1975 cuando puso en cuestión la efectividad de la ocupación del Odeón de París.
En mayo del 68 los estudiantes ocuparon un teatro, es decir, un lugar al que es ajeno todo poder, donde la teatralidad, aislada, subsiste sin peligro. Si hubieran ocupado el palacio de Justicia, en primer lugar, habría sido mucho más difícil, estando el palacio de justicia mejor vigilado que el teatrro del Odeón, pero sobre todo se habrían visto obligados a enviar gente a prinsión, pronunciar sentencias, habría sido el principio de una revolución. Pero no lo han hecho. (Genet 1975: 107) [traducción propia]
Desgraciadamente, las consecuencias de tal ocupación pueden ser mucho más graves que la ocupación de un teatro (como se comprobó pocos años después en Bogotá). No es evidente que ése sea el camino, sobre todo cuando parte de esa institución que se rechaza (en este caso la judicatura) podría ser el único soporte aún posible para una ciudadanía desposeída de democracia real.
En su libro Los dominados y el arte de la resistencia (1990), James Scott exploró la tesis según la cual, entre el discurso público de los grupos dominantes (la teatralidad del poder) y el discurso oculto de los oprimidos, existe un ámbito “del disfraz y del anonimato que se ejerce públicamente, pero que está hecha para contener un doble significado o para proteger la identidad de los actores.” (Scott 1990: 43) En cierto modo, la investigación de Scott es el reverso de la llevada a cabo por Sennet sobre el “discurso público”. Y la teatralidad que Scott analiza, complementaria, pero muy diferente, a la teatralidad de la esfera pública vindicada por aquél. Entre los procedimientos estudiados por Scott figuran el rumor o el chisme, el eufemismo, el refunfuño, así como los ritos de inversión, entre los que destaca sin duda el antiguo carnaval.
Lo que se pone en evidencia en el carnaval es la dimensión de apariencia del poder. En Los biombos (1959), de Genet, el descubrimiento por parte de una sirvienta de que el capataz europeo ha estado utilizando relleno para reforzar su apariencia imponente provoca que los trabajadores árabes dejen de temerle, se rebelen contra su autoridad y decidan a asesinarle. La obra de Genet en la que más claramente confluyen teatralidad del poder, carnaval y revolución es El balcón (1956). Ambientada en la España fascista, la acción se desarrolla en un burdel, regentado por Irma, donde los clientes, para satisfacer sus fantasías sexuales, se disfrazan de hombres poderosos: juez, general, obispo, jefe de policía. Fuera del burdel, estalla la revuelta y una de las prostitutas, Chantal, es elegida para convertirse en heroína de la revolución imitando La libertad guiando al pueblo. Desde el interior del burdel, la repetición de las representaciones y los disfraces desdibuja la línea entre lo verdadero y lo falso.
¿Verdadero es el que acepta el disfraz? En un momento dado, los personajes del burdel deciden vestirse con sus trajes de fantasía y entrar en la realidad. Irma asume el papel de reina y se hace acompañar por el juez, el obispo, el general, el jefe de policía. Pero en un momento dado, se asustan: no quieren seguir representando, el papel les pesa demasiado, quieren escapar de la representación. Representar siempre el mismo papel es algo muy parecido a la muerte. (Genet 1956: 336)
Genet utilizó el teatro para desenmascarar la teatralidad social, los juegos de poder sustentados por las máscaras. En su vida, intentó escapar a lo teatral, el busca de lo poético. « Cada vez más nos damos cuenta de que el pensamiento revolucionario tiene como origen una emoción poética ». (Genet 1970: 30) Pero lo poético se encontraba en lugares insospechados. En Palestina, Genet observó que la debilidad de los desposeídos era compensada con gestos y manifestaciones fuertemente teatrales. Genet presenció allí una teatralidad pragmática, que utilizaba, como observaría Scott, los procedimientos del enmascaramiento, la ironía, la astucia, el murmullo. Pero también una teatralidad demostrativa, que planteaba la lucha contra la ocupación con armas simbólicas muy similares a las utilizadas por los ocupantes para imponer su autoridad. La pugna por la teatralidad es una representación de la resistencia, una representación necesaria, ya que la desigualdad de fuerzas hace inviable una resistencia efectiva con garantías de éxito inmediato.
A diferencia de otros artistas de su generación, que animaron a una disolución de la práctica artística en la acción cotidiana o en la vida, el interés de P. P. Pasolini fue más bien la práctica de una poesía tan real como las acciones de la vida. Pasolini lo que propone es que la poesía sea acción y que la acción sea poesía. Y esto no implica renunciar a la invención poética sino más bien todo lo contrario, afirmar la invención poética en un compromiso con la acción. Para ser coherente, dice Pasolini, hay que arrojar el cuerpo a la lucha. Cada cual tiene sus límites y cada cual tiene su cuerpo. A Pasolini le costó la vida.
No pretendo proponer como modelo la opción de Pasolini; tampoco la de ninguno de los autores que he citado hasta ahora: son muchas las opciones y muchas las prácticas artísticas que pueden tener sentido en cada contexto y en cada marco. Pero sí parece rescatable su compromiso radical. Y él se mantuvo en una tensión fuerte, especialmente en los últimos años de su vida: entre la defensa de la poesía, la defensa del arte o la relación ineludible del arte con la belleza, con la emoción, con lo insólito, con el asombro ante la realidad, por una parte, y, por otra, el reconocimiento de una realidad social y política implacable y gris que demandaba respuestas. Y que demandaba incluso confrontaciones.
Pasolini fue uno de los intelectuales que con mayor claridad alertó sobre la persistencia de componentes fascistas y de un núcleo fascista en las ideologías neocapitalistas, que se harían fuertes en los años setenta en el contexto de la guerra fría y que finalmente triunfaron. El fascismo que Pasolini detectó no es el fascismo ostentoso que sufrieron y denunciaron Artaud y Brecht en los años treinta, es el fascismo implícito en el consumismo posterior al 68, que tanto sufrimiento causó en operaciones semiocultas practicadas por las dictaduras latinoamericanas, que se reinventa en los inicios del siglo XXI, que arremete nuevamente contra la expresión de la individualidad, bien bajo las formas del capitalismo neoliberal, bien bajo las formas del capitalismo reconciliado con la dictadura de partido único.
Ese fascismo latente, a veces de apariencia “cool” y risueña, a veces vestido nuevamente con los viejos ropajes de la ranciedumbre y la antipatía, es también el fascismo contra el que se rebelan artistas que practican la teatralidad e incluso el histrionismo como medio de denuncia. Reconocemos esa posición, por ejemplo, en la obra de Angélica Liddell, en el modo en que su cuerpo se lanza al campo de batalla que vuelve a ser el teatro. Ya convencida por Genet, su ocupación del teatro nacional, hace unos años, no tenía grandes aspiraciones revolucionarias. Durante las representaciones de Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007), se plantó sobre el escenario como una bufona, como un perro, pero exponiendo su contradicción, lanzó violentamente al auditorio una cuestión que ha estado muy presente en las discusiones previas de teatralidades expandidas: quién entra y quién se queda fuera (del museo, del teatro, de la universidad, de la vivienda…). (Sánchez 2007)
La acción disidente es una acción poética. La poesía es lo que se protege bajo la máscara histriónica. Y la poesía, la expresión del individuo afectado por la belleza y el dolor de lo que y de quienes le rodean, es aquello que resiste a esa otra forma de teatralidad que pretende la normativización, el aplastamiento del deseo y de la memoria, la sumisión a las normas y los cauces reglamentados.

4. Escenas domésticas, escenas laborales.
En la categorización tradicional, la teatralidad afectaba a la esfera pública, en tanto la esfera privada sería el espacio de refugio, donde los individuos se liberaban de la responsabilidad de representar, y podían libremente “ser ellos mismos”. Sin embargo, la diferencia entre espacio público y espacio privado se ha ido disolviendo de modo irrecuperable, como ya advirtiera Sennett (1977) y antes que él su maestra Hannah Arendt (1958). En La condición humana, Arendt planteó que la esfera privada (el ámbito de la familia) y la esfera pública (el ámbito de la política) habían sido diluidas por la aparición de una esfera intermedia, que ella denominó “social”. “Para nosotros”, sostiene Arendt, “esta línea divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos y comunidades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca y de alcance nacional.” (Arendt 1958: 55)
El crecimiento de la esfera social no sólo implica un encogimiento de la esfera pública, también una porosidad de la esfera privada, que se acentuaría en las décadas siguientes. Pero la teatralidad no entró en la escena doméstica como consecuencia de la expansión de la esfera social. Más bien ocurrió al revés: la teatralidad que se proyectó a lo social deriva mas bien de la asunción de roles propia del espacio privado que del juego de poder propio del espacio público. Obviamente, también en la esfera familiar se plantean relaciones de poder, pero sin el impacto con el que se plantean en el espacio público (a no ser que las familias sean en sí mismas sean socialmente poderosas).
La teatralidad en el ámbito social tenía la función de establecer normas de comportamiento entre desconocidos. Permitía la relación sin tener que conocer a las personas en profundidad o con intimidad. La teatralidad familiar tenía la función contraria: establecer límites en las relaciones entre conocidos, evitando que los afectos derivaran en liberación de los instintos o en violencia.
Precisamente porque la familia es el primer lugar de represión del instinto es también el lugar dramático por excelencia para representar la violación del tabú: así ocurre en la tragedia griega, en el drama isabelino, en propuestas dramáticas contemporáneas, de Album de familia, de Nelson Rodrigues, a la Trilogía de la aflicción, de Angélica Liddell. Pero en tanto la familia también es una unidad de producción camuflada como lugar de afectos, el espacio doméstico se ha convertido a menudo en espacio dramático para la representación de una crítica moral y social, especialmente en el período del drama burgués, de la Minna von Barhelm, de Lessing, a Casa de muñecas, de Ibsen, hasta llegar a La boda de los pequeños burgueses, de Brecht.
Cualquier interacción o acontecimiento que se produce en el marco familiar está en mayor o menor medida determinado por los roles aprendidos. Lo que entendemos como un “actuar con naturalidad” es más bien una reproducción de patrones de comportamiento repetidos desde la infancia. El naturalismo en cuanto estilo escénico y técnica actoral fue diseñado precisamente para representar verosímilmente ese supuesto “actuar con naturalidad” que se produce en el espacio doméstico. Pero es muy diferente actuar con naturalidad a actuar con honestidad, pues ser honesto puede requerir subvertir los roles aprendidos y provocar una ruptura de la convivencia. Quien antepone la honestidad, la espontaneidad o la sinceridad a la teatralidad vigente en el marco familiar puede ser rápidamente tachado de “aguafiestas”, “intolerante”, y sutilmente marginado en reuniones y celebraciones. Garantizar la convivencia exige muchas veces el silencio, el disimulo o directamente la representación.
Puede no ocurrir así, y puede que el espacio familiar sea de hecho un espacio de afecto, no condicionado por los roles. Ahora bien, la existencia de este espacio de afecto raramente se produce de manera natural, pues difícilmente la familia escapa a los condicionantes económicos que imponen esos roles. Lo que ocurre por otra parte es que las tentativas de subversión de los roles familiares tradicionales producen una distorsión o incluso una disolución de la familia en cuanto unidad de convivencia. Y esto en gran parte porque el entorno laboral y el entorno mediático son demasiado fuertes como para que desde el ámbito privado se pueda resistir la fuerte modelación social.
La teatralidad que estudió Goffman (1956) en el ámbito laboral es más bien la prolongación de la teatralidad doméstica y no tanto una democratización de la teatralidad del poder. La principal reflexión que deriva de la relectura de los análisis de la interacción social en el ámbito laboral realizados por Goffman es el reconocimiento de la persistencia de modos de teatralidad en ciertos marcos laborales y sociales, en los que los comportamientos de los individuos aparecen claramente estructurados de acuerdo a patrones y rutinas: en esos contextos los individuos no pueden asumir cualquier papel, sino que deben adaptarse socialmente a un repertorio de papeles establecidos. Son los marcos los que establecen las reglas de juego o las estructuras de comunicación.
Goffman concibió su modelo de teatralidad partiendo de la idea de que lo que todo el mundo quiere es evitar conflictos. Pero al prescindir de la psicología y ocuparse de la persona en cuanto “self” (es decir, en cuanto yo social), Goffman facilitó también la comprensión de una teatralidad del conflicto. La consciencia de la teatralidad puede permitir que las personas participen en el desarrollo y resolución de conflictos sin renunciar a las creencias, las experiencias privadas y los sentimientos íntimos que entre otros factores conformarían la personalidad, pero sin ponerlos en juego hasta el punto de disolver el marco de comunicación sin haber dado lugar a la generación de nuevos marcos.
Concebirse a sí mismo y a aquellos con quienes se interactúa en el marco de una situación social como personas (en cuanto actores sociales) y no como personalidades (en cuanto individuos que exponen su intimidad) constituye una condición de juego ineludible para el planteamiento de conflictos. La exposición del individuo en escena o en sociedad sólo puede despertar reacciones afectivas, siendo las más probables la crueldad y la compasión.
Considerar al adversario como ser humano desnudo y no como persona podría llevar a la desactivación del conflicto. La teatralidad, es decir, la aceptación del marco de actuación y juego, es la que permite paradójicamente persistir en el conflicto, que podría quedar desvirtuado o disuelto si intervinieran consideraciones personales o humanitarias. En este caso, cada uno de los jugadores debe aceptar su posición en el marco, y asumir las consecuencias de decisiones que han alterado la normalidad del juego y que impiden la fluidez y las buenas maneras. No obstante, en el teatro de la calle y del trabajo, en el ámbito de la vida cotidiana, los encuentros están siempre cargados de condicionantes y ambigüedades. Por ello la actuación teatral, si bien guiada por patrones y rutinas, no puede nunca desprenderse de la ética.

5. Niños, locos, extranjeros, tontos
Estas cuatro figuras pueden ser protagonistas de rupturas espontáneas de la teatralidad social, tanto en el ámbito urbano como laboral, y pueden también servir de modelos para la representación consciente de la disidencia. Los niños, los extranjeros o los locos pueden romper en cualquier momento la ecología de las relaciones que la teatralidad ayuda a mantener, ya que no son conscientes de su papel, no saben cómo representarlo, no conocen el marco o son incapaces de controlar sus acciones o sus palabras para adecuarlas al papel, al lugar o al marco. El comportamiento del enfermo mental “ataca la sintaxis de las conductas y desarregla el acuerdo usual entre postura y lugar, expresión y posición” (Joseph 1998: 85). El objetivo de Goffman es encontrar el método para incluir al enfermo en la ecología de las relaciones. Pero podría adoptarse la perspectiva inversa: concebir al loco como modelo para la práctica de una teatralidad disidente. El extranjero es tradicionalmente un “tartamudo social” (Joseph 1984: 74), aquel que en su vivencia de la pérdida, perturba la ecología de las relaciones. Pero la figura del extranjero, como la del loco, puede ser también una figura teatral del desacuerdo.
La actuación de los niños, locos o extranjeros se encuentra en la base de la teatralidad popular, codificada en diversas figuras rituales o carnavalescas, en la commedia dell’arte y actualizada en las figuras de los cómicos excéntricos de principios del siglo XX, y sus continuadores mediáticos. La figura del loco fue explotada por el romanticismo y el expresionismo; la del niño, por el simbolismo y el surrealismo. La del extranjero, por diferentes movimientos artísticos de la segunda mitad del veinte. En cada caso, la representación de esas figuras constituía una licencia de libertad, pero también un riesgo de exclusión o incluso de reclusión. Los idiotas, de Lars von Trier, constituiría uno de los últimos ejemplos de utilización disidente de la figura del loco, o, en este caso, del “tonto”.
Hacerse el tonto es un modo muy antiguo y extendido de disidencia entre los subordinados. Si los grupos dominantes señalan a los dominados como inferiores, ¿por qué los así calificados como “inferiores” deben poner su inteligencia o su imaginación al servicio de quienes no la reconocen y por tanto no la valoran en términos de derechos políticos, sociales o económicos? La teatralidad impuesta por el poder, con su reparto de papeles, avala representar el papel de subordinado inferior y, por tanto, “tonto”. (Scott 1990: 163)
Todas estas figuras pueden también ser reconocidas en el espacio privado. La inversión de roles es un juego practicado habitualmente en el contexto familiar, pero puede llegar a ser en ocasiones algo más que un juego. La teatralidad cotidiana puede ser rota fácilmente por extraños y provocar alineamientos imprevistos entre los miembros de una unidad de convivencia, así como despertar comportamientos reprimidos por el aprendizaje de los patrones y las rutinas. Finalmente, la estructura familiar de afecto puede ser “traicionada” por quien se aprovecha de ella con el propósito de obtener beneficios particulares o cumplir intereses ajenos a los de los miembros de la familia en que se apoya. Es precisamente la fuerte presencia de los afectos lo que distinguiría la teatralidad privada de otras, si bien en las sociedades contemporáneas, esa teatralidad de los afectos se ha expandido también al ámbito laboral, al social e incluso al público.
La moral burguesa considera la teatralidad incompatible con la naturalidad de las relaciones familiares. Sin embargo, esa naturalidad esconde muchas veces principios de organización y represión impuestos. Por lo que, sorprendentemente, “hacer teatro” puede ser un modo de disidencia en marcos de convivencia donde supuestamente la teatralidad está excluida. Una mujer bajo la influencia (1974), de John Casavetes, muestra claramente el conflicto entre la teatralidad de la convención familiar tradicional y una teatralidad espontánea. Mabel es, como dice uno de sus hijos, “una mujer nerviosa”. En su juventud, ese nerviosismo la hacía sin duda atractiva. En su madurez, representando el papel de madre, se le exige controlar los nervios y actuar como se espera de ella. Pero ella es incapaz de actuar naturalmente y lo que hace, especialmente cuando es sometida a presión, es actuar de manera aparentemente artificial: hace gestos y sonidos indescifrables, baila en momentos inadecuados, propone juegos de disfraces indecorosos… A Mabel se la cataloga como enferma y se la envía al psiquiátrico por practicar un modo de teatralidad diferente a la teatralidad naturalista reconocida como canónica en el ámbito doméstico. En realidad, los otros integrantes de la familia (marido, padres, suegros, cuñada) y los amigos de la familia manifiestan comportamientos mucho más inconvenientes e incluso destructivos que Mabel. Sólo los niños reconocen la espontaneidad de sus bailes, de sus gestos y de sus juegos, y a su cariño responde con tranquilidad y responsabilidad. En cambio, las exigencias contradictorias de actuación, especialmente violentas por parte de su marido, la abocan a una contradicción insostenible.
A Mabel no se le perdona que no respete el papel de mujer, madre y ama de casa que le corresponde, no se le perdona que quiera “actuar” de otro modo, no se le perdona supuestamente que “haga teatro”, cuando en realidad lo que no se le perdona es que haga “otro teatro”. Pero era ese “otro teatro” lo que a Nick, su marido, le resultaba tan atractivo, es ese “otro teatro” el que le pide que vuelva a hacer en intimidad cuando, tras su paso por la clínica, parece haber sido normalizada. Nick necesita a Mabel porque él ha perdido completamente la espontaneidad: él se comporta como piensa que debe comportarse. Pero no sabe; tal vez porque no lo ha vivido, tal vez porque sus padres no le dieron lo que él pretende dar a su mujer y a sus hijos. Y aunque conoce la teoría, lo hace todo mal. Esta incapacidad afecta en mayor o menor medida a todos los personajes adultos de la película: todos son malos actores en una función de aficionados que es su propia vida. Y la única persona con talento para la actuación, Mabel, es reprimida: pretenden que actúe como ellos, naturalmente, y que sólo cuando corresponda, “haga su teatro”, para quedar bien, para hacer gracia, para divertir. Pero ella no sabe representar, su teatralidad es espontánea, no la puede controlar, es una teatralidad improductiva, excesiva, pero también generosa, vital.

6. Teatralidad y transparencia
La utopía de una sociedad donde lo público no es necesario porque la sociedad se gestiona sin necesidad de acción política dio lugar a un debilitamiento de la teatralidad a favor de lo que se denominó “performatividad”, que en el sentido que aquí se utiliza sería definible como una forma de teatralidad derivada del “cada cual a su manera”. El debilitamiento de los límites y los marcos permite sin duda una mayor libertad de actuación, pero acentúa la vulnerabilidad de los individuos frente a las maquinarias de dominación política y micropolítica. Esta vulnerabilidad, experimentada como una desposesión de la experiencia y una colonización del deseo, puede dar lugar a nostalgias de tiempos en que los límites estaban claros, cuando existían refugios para la privacidad y espacios abiertos para la acción política.
Sin embargo, intentar recuperar la diferencia entre publico y privado nos conduce a un callejón sin salida. Porque los términos que permitían establecer esas diferencias, desde el punto de vista espacial y desde el punto de vista de la actividad humana, han desaparecido (si es que alguna vez existieron de modo que fuera posible su generalización). Cuando se habla de vida privada, se piensa en el interior burgués, es decir, la vida que sitúa los derechos en relación con la propiedad. En su momento, fue un avance sustituir la violencia física y la razón de sangre por la propiedad. Pero ese esquema ya no funciona, entre otras cosas porque la propiedad privada ya no es resultado del trabajo, sino en gran parte de la especulación, y la propiedad pública no es gestionada de acuerdo a intereses comunes, sino en función de intereses particulares.
Defender un retorno a la diferenciación entre un ámbito público y un ámbito privado implicaría reconocer el principio de la propiedad como principio de organización social. En realidad, vivimos en una sociedad marcada por la desposesión. Y la lucha ahora no es por recuperar espacios privados, basados en la propiedad individual, ni espacios públicos, basados en la propiedad del Estado, sino espacios comunes y espacios íntimos. El debate sobre lo privado y lo público se ha transformado en un pensar lo común y lo íntimo. Las esferas que se dibujan en torno a lo común y lo íntimo ya no son identificables con espacios. Y el reto está en hallar un equilibrio entre la flexibilidad y la estabilidad, en un fijar los límites de lo tolerable sin retornar a viejas categorizaciones ni truncar la potencia de los deseos.
En La sociedad de la transparencia (2012), Byung Chul Han sostiene la tesis según la cual la desaparición de los límites entre lo privado, lo social, lo laboral y lo público habría conducido a una sociedad pornográfica, en la que todo está expuesto, y que esa transparencia sería completamente lesiva tanto para los modos de relación propios de lo íntimo (la amistad, el amor, el erotismo) como para los modos de acción propios de la política. La sociedad transparente estaría abocada a relaciones maquinales, privadas de sorpresas y juegos. Han opone explícitamente teatralidad a pornografía:
El tiempo transparente es un tiempo carente de todo destino y evento. Las imágenes se hacen transparentes cuando, liberadas de toda dramaturgia, coreografía y escenografía, de toda profundidad hermenéutica, de todo sentido, se vuelven pornográficas. (Han 2012: pos. 39/983)
Han rechaza la sociedad de la transparencia en tanto es incompatible con la poesía, con la ficción, con la narración, con la teatralidad, con el tiempo de la experiencia. Aunque su crítica de la transparencia tiene una pretensión generalista, resulta más comprensible (y adecuada) en lo referido a las relaciones sociales, ese mismo ámbito en que instaló su crítica Richard Sennett. Las propuestas de ambos son en cierto modo coincidentes, aunque en Han no se hace presente una nostalgia de la diferenciación nítida entre lo privado (como protección de lo íntimo) y lo público (como espacio de la acción política), sino una nostalgia del juego y del silencio (o del ocultamiento) en los diferentes marcos de actuación social. La brevedad del ensayo de Han evita la complejidad. Aunque su mayor valor radica precisamente en cuestionar un nuevo mito, que, surgido de la crítica ilustrada y actualizado en los discursos de las nuevas izquierdas, ha sido también muy rápidamente apropiado por los gestores neoliberales, ansiosos de ocultar sus políticas de acaparación bajo una falsa transparencia.
No se trataría entonces de opacar nuevamente la pared que en teoría separaba el espacio público del privado, sino de reconocer la dislocación de acción e intimidad y recuperarlas fuera de los espacios tradicionales. No se trata de recuperar las cualidades del espacio público burgués, sino de practicar la acción política; no se trata de recuperar el espacio privado, sino de practicar la intimidad. En ese contexto, lo que ahora consideramos política se descubre como mera gestión (economía). Y, sin embargo, podría también entenderse que el esfuerzo orientado hacia la recuperación de una esfera de acción compartida es ya política.
Esto nos situaría más cerca de la posición de Jacques Rancière (1995), que entendía que la política comienza como un desacuerdo, un litigio o una distorsión, producida por la institución de una parte de los que no tienen parte. A la pregunta sobre “qué sustituye la propiedad como garantía de la acción libre en la polis” respondemos introduciendo la categoría de lo común. El procomún sería el lugar donde se instituyen aquellos que no tienen parte. La acción, en el sentido de Arendt, sólo se produciría realmente si esa institución va más allá de una mera administración de lo común, si la participación efectiva del procomún permite una trascendencia de lo individual, lo local y lo efímero, una trascendencia secularizada, en cierto modo una trascendencia materialista o una in-transcendencia. En tanto la acción no está garantizada por la propiedad, sino por la participación en lo común y el cuidado del procomún, la comunidad que realiza la acción ya no es una comunidad de derecho. Y aquí se ponen en juego los afectos. A la acción in-trascendente correspondería una comunidad in-orgánica, sostenida mediante vínculos afectivos. Los afectos que conectan los nodos de la red son modos de pensamiento.
¿Cancelaría la institución de lo común la actuación? ¿Es la actuación en sí misma algo que deba ser desterrado? Probablemente sí en un sentido absoluto, pero no en cuanto medio para la acción. El problema está en el supuesto “engaño” implícito en toda actuación. Pero si el “engaño” constituye un medio para la acción, y la acción en sí misma está en un plano diferente al de la actuación, el problema se disuelve. Y esto es válido tanto en el ámbito público como en la ámbito privado.
Una actuación privada es un medio de acción cuando contribuye a profundizar el conocimiento, a ganar intimidad, a visibilizar conflictos ocultos, o simplemente a provocar una risa vitalizante.
Una actuación pública es un medio de acción cuando contribuye a poner en cuestión el orden policial y burocrático, cuando genera afectos, cuando activa pensamiento. La actuación da color y sabor a la acción, siempre que no pretenda suplantarla y por tanto trasladarla al ámbito del simulacro.
La contraposición de teatralidad y transparencia implica aceptar que la teatralidad es siempre representación y que la representación oculta algo, que es más o menos opaca o más o menos transparente en relación a algo previo. Implica asignar a la representación un signo de ocultamiento, y no un signo de manifestación. Pero no toda teatralidad es representación. Y no toda representación es opaca.
No toda teatralidad es representación. En el ámbito de la teatralidad artística, este es un debate antiguo. Hay formas de teatralidad que implican representar algo previamente codificado en forma de texto o de repertorio. Pero hay formas de teatralidad basadas en el encuentro, en el juego, en el tiempo compartido. En el ámbito de la teatralidad social, hay formas de teatralidad que sigue códigos muy rígidos de conducta, cuya función es precisamente ocultar la personalidad o la individualidad de los actores: un desfile militar, un juicio. Pero hay otras formas de teatralidad que no implican ocultación: se puede representar el rol social sin creerse el personaje: dependerá de los actores cuánto quieren implicarse o mostrar de su personalidad, más allá de los códigos de representación. Y finalmente hay formas de teatralidad que contribuyen a la manifestación: y podríamos citar infinidad de juegos sociales que, mediante el establecimiento de ficciones o ‘como si’ contribuyen a que las personas manifiesten sin pudor lo que piensan, lo que sienten, lo que desean. Por tanto, la ecuación teatralidad = opacidad no puede ser un punto de partida, pues hay modos de teatralidad basados en la presencia y en la manifestación, donde lo que opera, como ya se ha señalado, es la repetición (de códigos, de patrones) y no la representación.
No toda representación es opaca. La función de la representación es precisamente comunicar algo que por sí mismo o en su inmediatez no puede manifestarse o no puede ser conocido, bien porque ya no esté, bien porque no es perceptible, bien porque no exista más que en la representación. La representación tiene la función de mostrar o de hacer presente, no de ocultar o provocar olvido. Que la representación oculte más de lo que muestra no se debe a una característica intrínseca de la representación, sino a una constricción o instrumentalización política. La representación, como la historia, no son por sí perversas, lo son porque están determinadas por el poder. Pero del mismo modo que la historia crítica puede tener una función transformadora, también la representación (o la teatralidad disidente) pueden tenerla. La representación, como la historia, no pueden ser juzgadas en términos de transparencia, sino en términos de adecuación o en términos de descubrimiento. La teatralidad no puede ser transparente, pero puede hacer aparecer o manifestar lo que estaba oculto. Del mismo modo que puede ocultar lo que de otro modo sería visible.
La transparencia es una cualidad ineludible en el ámbito de la gestión, en la producción de representaciones que determinan los modos y la calidad de vida de las personas. Pero las relaciones humanas no pueden ser simplemente un asunto de gestión. No podemos hablar de transparencia en las relaciones humanas, porque no hay nada que transparentar, ya que la experiencia ocurre en la comunicación entre los individuos. Y la teatralidad puede ser un modo de comunicación, el fingimiento puede ser un modo de comunicación que puede dar lugar a experiencias o relaciones afectivas más fuertes que la mera positividad. La transparencia, y en esto es acertado el diagnóstico de Han, acabaría con la poesía, con el arte, con el juego, incluso con el lenguaje, pues prohibiría igualmente las metáforas en las que se basa la actividad lingüística.
Si lo que queremos buscar con transparencia es honestidad, podríamos más bien pensar en la teatralidad como juego en el que las reglas son conocidas por todos. Sin embargo, entre esas reglas de juego, deberían figurar las del ocultamiento y la sorpresa, pues de lo contrario el juego se volvería aburrido. Se trataría entonces de apostar por una teatralidad lúdica, por una teatralidad de la ficción conocida, o por una ficción de códigos abiertos.

7. Teatralidad de los afectos
En sus formas más básicas, la teatralidad resulta de la empatía. La mímesis es una práctica corporal mediante la cual uno se pone en la vivencia del otro. Es un medio de convertir la vivencia (persona e intransferible) en experiencia (expresable y traducible). Es esta tensión empática que hallamos en el origen de la teatralidad espontánea la que permitiría pensar en otros modos (ya no disidentes, sino propositivos) de teatralidad, basada en los afectos.
En la mímesis no sólo se imita la apariencia, se reproduce la gestualidad o el comportamiento. Y al reproducir la gestualidad y el comportamiento se pueden reproducir también los afectos y las emociones. La empatía nos hace conscientes de la vivencia corporal del otro, de nuestra experiencia común. Y de esa empatía surge la necesidad del cuidado.
El cuidado es una consecuencia de la empatía y se transforma en acción. La madre cuida al niño porque empatiza con su dolor o con su hambre. Quizá asocie el dolor del niño a una vivencia propia. Pero no necesariamente. El cuidado exige la intervención de la imaginación. Pero también del conocimiento. La mímesis da origen a la representación. El cuidado precisa de la representación.
La vivencia no es representable, y por tanto tampoco susceptible de teatralidad. Pero la experiencia sí. ¿Qué se pretende expresar cuando se habla de la irrepresentabilidad de la experiencia? No se trata de un problema epistemológico, ni de que se carezca de los medios para la representación. Se trata más bien de una cuestión ética, y en otra dimensión de una cuestión política. Se trata de reclamar una mayor empatía, un mayor protagonismo de la empatía en el ámbito social. Es decir, un reclamo de los afectos en las formas de la mímesis y del cuidado. La mímesis puede ser útil a la solidaridad. El cuidado es necesario para la convivencia. Se trata entonces de desprenderse de la normativa, de la regulación, de la ley, de las formas, y traer a primer plano el ámbito de la experiencia.
¿De qué modo el teatro en cuanto práctica artística puede colaborar a una transformación de la teatralidad social?
Una teatralidad de la rabia, de la sinceridad enmascarada, del exceso que manifiesta el hartazgo, de la violencia simbólica que se opone a la violencia real.
Una teatralidad del juego, de las ficciones compartidas, de la creación de un tiempo de comunión que suspende el colonialismo de las ficciones hegemónicas y potencia la instauración de nuevas ficciones.
Una teatralidad del cuidado, que aprecia a las personas en cuanto personas, en su materialidad de máscaras, en su vibración corporal, en su vivencia, en su apertura a la experiencia común.
El amor es un factor indisociable del impulso poético. Obviamente, no se trata del amor que hemos aprendido de la gran “fábrica de mentiras”, sino un amor que se hace productivo más allá del egoísmo, que se hace productivo porque precisamente indica el camino hacia un cierto olvido del yo, hacia el ámbito de la empatía y el reconocimiento de lo común tanto como de la diferencia. Es ese amor el que permite una poesía en la que ya no habla el sujeto, la que permite una acción en la que ya no es un cuerpo singular el que se presenta, sino cuerpos que hablan una lengua del no-yo, que juegan en la consciencia de la intercambiabilidad de los roles, y por tanto con máximo cuidado y también con máxima valentía. Se trata de defender con uñas y dientes la expresión como principio y el juego como medio de convivencia, de creación de realidad, de ficciones útiles.
Acción y actuación son dimensiones de la misma práctica. La actuación es la dimensión social de la acción, pues toda acción lo es para otros, vista y comprendida por otros. La actuación es acción cuando afecta o interviene. Pero a acción no es sinónimo de acción directa. La acción se actúa también en una multipicidad de prácticas que tienen en común el reconocimiento de la potencia del cuerpo, que valoran la experiencia del tiempo compartido y que conciben el deseo como voluntad de realidad.

José A. Sánchez
Madrid 2014

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