La repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia.

Gilles Deleuze

Yo en el futuro, estrenada por Federico León en el 2009 en el Kunsten Festival des Arts de Bruselas, es un suerte de ceremonia escénica de poco menos de una hora de duración, una ceremonia, por tanto, de la repetición, en el sentido de que lo escénico implica un espacio donde cada actor va a repetir su papel. Es el ritual de mostrar algo y mostrarse a otros, un ritual escénico por definición, y lo que se muestran son unas películas que los mismos personajes que las muestran grabaron de niños. Como todo ritual, tiene algo de confrontación con un pasado, que se hace presente en escena, y algo también de ya sabido, de aprendido.  La proyección de estas grabaciones ocupa el centro de la obra, pero no son el centro de la obra; el centro está en lo que ocurre en escena, en lo que está ocurriendo mientras se muestran esas imágenes, en cómo se están mirando y lo que experimentan quienes las miran, otro proceso escénico por naturaleza. Ese acto de mirar da lugar a un pequeño ritual de iniciación, donde los mayores inician a los menores, a través del hecho de mostrarles algo, de dirigirles la mirada, y con ella la vida, en un sentido determinado. Lo que se muestra tiene algo de secreto, de impúdico, quizá incluso de perverso. Como en todo ritual hay un grado de violencia, la violencia de un orden (escénico) impuesto, el orden preciso con el que todo tiene que suceder, con el que todo se tiene que repetir, el trauma del paso de un estado a otro, de la niñez a la adolescencia, de la adolescencia a la vejez, la violencia de una pérdida del no saber. Los niños van a ser guiados para mirar esas imágenes y tomar nota, pero no tanto de lo que allí están viendo, junto a los mayores y a los jóvenes, sino sobre todo de ellos mismos mirándose en ese presente escénico, un acto iniciático que habrán de recordar cuando, años después, ellos sean los que dirijan la ceremonia. Tres generaciones compartiendo el ritual de mirar juntos, de mirarse juntos. Como en todos los rituales, incluido el del teatro, los participantes se congregan en un espacio para hacer algo ya predeterminado, se congregan para mirar. Los mayores, ya iniciados, conocen las reglas, como una rutina que se repite a lo largo del tiempo; los niños, que aún no saben cómo actuar, son conducidos por los mayores, que les van marcando los momentos de entrar, salir, cambiarse o el sitio donde situarse en escena. Así comienza y acaba la obra, con estas breves instrucciones que una de las ancianas da a los niños. Las órdenes tienen algo de cotidiano, como una abuela hablaría a su nieto, pero al mismo tiempo dejan sentir una cierta rigidez, una cierta impostación, como si en realidad ese no fuera su nieto, pero estuviera haciendo como si, como si hicieran teatro. Así se suceden las órdenes que van a ir marcando la ceremonia, y que son casi lo único que se dirá en escena: podés ir a cambiarte, quedáte quietito, andá al piano, seguí, vamos chicas, ya venimos…

Y junto a los enunciados que ordenan la disposición espacial, aparecen otros referidos a la posibilidad de la identificación, el juego de yo soy ese, entre los actores en escena y las imágenes en la pantalla: no aparezco porque estoy filmando, ahí estoy yo, iguales… Todo está cuidadosamente medido para que las cosas salgan como tienen que salir, para que todo se repita una vez más, y el rito del teatro vuelva a funcionar, el teatro de la vida como una lucha por llegar a concretar(se) de modo singular lo que, en la cultura occidental, va a estar movido por una fuerza de abstracción, que transforma vida, cuerpo y alma en ideas. Salvarse de la representación es un viejo debate de la filosofía de la Modernidad y también de su teatro, la búsqueda de un acontecimiento (escénico), la conquista de la singularidad, el aquí y el ahora, material e inmediato, frente a la lógica de la abstracción. Recuperar una realidad por encima de los discursos, ideológicos o teatrales, que la representan. Pensar el teatro más allá de la representación o la historia más allá de la historia, ha sido uno de los retos de intelectuales y artistas. En los años sesenta, retomando muchos de los referentes culturales de la Modernidad, entre ellos Nietzsche, Mallarmé, Proust o Artaud, se vuelve a escenificar este debate tanto en la escena artística como en el campo de la filosofía. En 1969 Gilles Deleuze, en diálogo con estos y otros autores, publica Repetición y diferencia, obra a la que Michel Foucault dedicará una reseña con el título de Theatrum philosophicum. En ese libro Deleuze propone la repetición como un modo de escapar a la lógida abstracta de la representación, entendida como la relación de un concepto con su objeto. Frente a la generalidad de lo particular a través del concepto o la categoría, la repetición se presente como la universalidad de lo particular, las potencias de lo singular; frente a la ley de la representación, cuyo órgano es la cabeza, el milagro de la repetición, cuyo órgano es el corazón, el “órgano amoroso de la repetición” dice Deleuze (en Foucault y Deleuze, 1972: 51). La obra de Federico León conjuga de una forma extraña un alto contenido de abstracción con un máximo de concreción escénica. Si Deleuze se refiere a la repetición como la filosofía del futuro, una filosofía no teatral, sino teatralizante, de igual modo podríamos pensar en la repetición como operación para un teatro del futuro. Yo en el futuro es una repetición puesta en acto, no en vano el futuro es la repetición de una posibilidad, de una potencia (de vida), y en su acontecer lo absorbe todo, como ocurre en la obra a partir de un juego de cajas chinas que termina engullendo al público dentro de ese estar-teniendo-lugar. Sólo al final, cuando toda la grabación de la representación vuelve a pasarse a cámara rápida y al revés ante los ojos de actores y público, se muestra una vía de salida que tiene que ver con lo efímero de la vida, dos personas mayores, las mismas que dirigieron la ceremonia, sentadas, en el patio de una casa, bajo la sombra de un árbol, mirando a ninguna parte, en ese mismo estar-teniendolugar; en la potencia de esa singularidad, la singularidad de ese momento, como repetición de lo mismo, se encuentra también la posibilidad de dejar de ser representación.

Yo en el futuro comienza como si se tratase de uno de esos cines antiguos, porque esto de mirar es algo antiguo, tantas veces repetido. El cine, citado dentro del teatro, funciona como un lugar más, uno entre tantos otros, donde se va a mirar. Lugares para mirar. Sin embargo, lo primero con lo que nos encontramos no es algo para ser mirado, sino para ser oído. Una señora mayor con ropas de época toca un piano situado en el lado derecho del escenario, orientado hacia la pantalla que ocupa todo el fondo de la escena. La escena inicial del piano, más de una vez utilizada en filosofía para explicar la cualidad de lo performativo, construye un presente en el que se anuncia que algo está por pasar, como al comienzo de cualquier otra obra de teatro. Esa melodía se repetirá de forma recurrente a lo largo de la obra, tanto en la pantalla como en la escena. En realidad, lo que se está escenificando es un cine, un cine antiguo, y lo que se va a proyectar durante toda la obra, con detenciones de la proyección en algunos momentos, los necesarios para que esta especie de ritual transcurra como tiene que transcurrir, son una serie de grabaciones hechas por algunos de estos personajes cuando eran niños. Los niños grabaron a sus mayores, y luego ya de adolescente se grabaron ellos mismos mirando estas grabaciones, y ahora se reúnen una vez más, ya de viejos, para volver a mirarlas, para mirarlas ellos con los adolescentes y los niños. Y junto a los actores, el público que ha ido ahí, a esa sala, para ver la obra. Todos miran algo, aunque nadie ve lo mismo; unos miran una proyección y otros, el público, mira la proyección y a los actores mirando la proyección, pero además de esta variación por la perspectiva espacial, cada uno mira desde una perspectiva temporal distinta, desde una edad y en un momento de la vida distinto. El hecho de mirar queda así teatralizado, puesto en escena, hecho visible. Lo que se mira no es cualquier cosa, es el medio para producir ese efecto de teatralidad que nos hace más conscientes del estar ahí, en ese presente, en ese aquí y ahora —escénicos—, mirando. Dejaríamos pasar lo esencial si nos conformáramos con pensar que lo que ese piano auncia es el acontecer de la imagen, porque lo que en realidad va a suceder, no es la imagen, sino el acto de mirar esa imagen, algo directamente relacionado con el orden de lo teatral, con un tiempo y un espacio que atraviesan un estar ahí, un estar ocurriendo. Ahora bien, frente a la presencia invasiva de las imágenes proyectadas en la pantalla, lo que ocurre en escena —un grupo de personas mirando las imágenes— puede parecer tan poco que incluso pase desapercibido. Sin embargo, es ahí donde está sucediendo algo en tiempo presente; lo otro, las imágenes, ya están hechas, sucedieron en otro momento. Si no pasara nada, ese dispositivo escénico, construido en los pocos metros que quedan entre la pantalla y la boca del escenario, en el que no se ve sino el piano y los actores que entran y salen, con una permanente actitud de espera, en el polo opuesto de todo histrionismo, como si no estuvieran haciendo nada, o casi nada, quedaría como algo innecesario. Sería suficiente con las imágenes.

A eso juega la obra, a hacer de lo más esencial algo extraño, difícil de percibir con claridad, la distancia en la que se cifra la diferencia entre dos personas parecidas, entre el padre y el hijo o el abuelo y el nieto, y la repetición de lo mismo como afirmación singular de esa diferencia que no remite ya a una representación común de las dos, sino a un espacio y un tiempo concretos en el que esa diferencia sucede, se realiza, se transforma en un movimiento que va de un lugar a otro sin ser ni una cosa ni la otra. Pero si volvemos al plano de la recepción sensorial de la obra, de lo que (nos) pasa cuando la estamos viendo, punto de partida de este ensayo, y dejamos por un momento la filosofía de lado, lo que tenemos es un sentimiento de extrañeza, de no saber bien a lo que estamos asistiendo. La respuesta en este caso no es fácil de enunciar, está pasando nada o casi nada, algo sutil, la mirada y la experiencia unida a esa mirada como conciencia de una identidad (es decir, una representación) que se tambalea. Ese acontecer —invisible como todo lo que ocurre por detrás de lo que se ve, es decir, todo lo teatral— se va a ir haciendo más presente a lo largo de la obra. Al final de la proyección, o sea, al final de la obra, se pasa toda la grabación al revés. En poco más de un minuto volvemos a ver toda la obra, y al comienzo de la obra al público entrando en la sala. La idea inicial era grabar al público en cada representación de modo que este se viera al final de la obra acomodándose, pero por cuestiones técnicas no se llegó a hacer así. Da lo mismo, el efecto funciona igual. Así se construye una estructura de cajas chinas, de puesta en abismo, que termina incluyendo a los propios espectadores, atrapados en ese juego de mirarse a sí mismos asistiendo a una proyección en la que se ve a unas personas que miran como otras miran, etc., etc. Y así queda todo al final convertido en una cinta, en una grabación audiovisual, que ya sólo contiene imágenes, pero no cuerpos, pasado pero no presente. Es como si todo ese pequeño ritual terminara desapareciendo tras su realización, y sólo quedara esa grabación, registros (título no por azar del volumen que reúne la mayor parte de las obras de Federico León) de una representación, que en la próxima función volverá a ponerse en escena, a tomar cuerpo a través de quienes miran, unos nuevos cuerpos que mirarán al público de la representación anterior mirando al público de la representación anterior… mirando a los actores que se miran a sí mismos viendo una grabación que hicieron de niños. Este juego de cajas chinas tampoco es lo más importante de la obra, pero queda bien. Si la obra fuera eso, se quedaría en un ingenioso entretenimiento escénico, en un jueguecito al uso, bien estructurado para experimentar con las imágenes en escena y todo eso del tiempo para delante y para atrás. Al comienzo de la grabación, después de volver a ver a cámara rápida y al revés todo lo que acaba de ocurrir en escena, aparece en imagen, ya a velocidad normal, la pareja de ancianos, vestidos de forma habitual, sentados uno a cada lado de un monitor como si acabaran de ver una vez más todo el vídeo de la obra en su casa.

Después la cámara sale por una ventana de ese salón en el que estaban sentados y se ve el patio de atrás de la casa. Plantas, unas sillas, ruido ambiente, quizá del tráfico que llega hasta la casa, y ella y él nuevamente sentados, en silencio, mirando… pero ya sin una representación que ver. Arriba, el sol filtrado entre las ramas de un árbol y un cielo azul de fondo. Aunque en realidad la obra no acaba con este rebobinado rápido, ni con esa imagen del mundo exterior, que nos hace tomar conciencia de lo encerrado del espacio en el que estaba teniendo lugar la ceremonia escénica. Cuando acaba la proyección, salen los actores a saludar, vestidos como al comienzo, y el público aplaude. Esa es la última escena de la obra, para la que los actores parecen prepararse después de la escena final, cuando una de las ancianas, que oficia de maestro de ceremonias, le dice a los niños “andá a cambiarse”. ¿Y qué es lo que todos estos personajes, mayores, adolescentes y niños, miran en esa pantalla? Esta grabación es, sin duda, una parte importante de este proyecto artístico. En ella se enlazan películas distintas y con calidades fílmicas tambien diversas, como si se tratase de uno de esos DVDs en los que la familia decide juntar todos los súper 8 de hace tantos años. Algunas de esas películas son en blanco y negro, las que se suponen grabadas por las personas mayores cuando eran niños, y otras tienen una calidad de video, ya en color, en las que aparecen los adolescentes. Los actores de las películas no son los mismos que los que están en escena, aunque esto puede pasar desapercibido para el público, porque el vestuario de los actores en escena y en la imagen es el mismo e incluso la fisionomía permite pensar que pudieran ser los mismos. Es decir, se parecen mucho, pero no son los mismos, son casi iguales. Este detalle puede parecer anecdótico o incluso pensarse como una limitación del equipo de producción, que no pudo contar con los mismos actores para una cosa y para la otra, sin embargo, es importante, casi lo más importante, porque ahí es donde radica el efecto de repetición. Parecer lo mismo y no ser lo mismo, ser casi igual sin llegar a serlo, parecer una cosa y ser otra, este es el centro del asunto, tanto de la temática como de la propuesta estética, porque este es el núcleo también de esa rara teatralidad que respira todo el trabajo, salvar la diferencia en lo que esta tiene de movimiento (escénico), no ya una diferencia referida a una representación, a un mismo concepto frente al cual se distancia, sino la diferencia sin concepto, es decir, la repetición, tal y como la propone Deleuze como puro movimiento de máscaras en escena: Cuando, al contrario, decimos que el movimiento es la repetición y que éste es nuestro verdadero teatro, no hablamos del esfuerzo del actor que “repite” en la medida en que la obra todavía no es sabida. Pensamos en el espacio escénico, en el vacío de este espacio, en la manera como es llenado, determinado, por signos y máscaras, a través de los cuales el actor desempeña un papel que a su vez desempeña otros papeles, y pensamos cómo la repetición se teje desde un punto relevante a otro, comprendiendo en sí las diferencias. (en Foucault y Deleuze, 1970: 69) En este sentido, pero sólo en este, Yo en el futuro sería comparable a otros trabajos de este director, obras que por otro lado parecieran no tener mucho que ver unas con otras.

El trabajo de Federico León gira de manera obsesiva en torno a esta rara teatralidad —¿hay alguna teatralidad que no sea rara?— descubierta detrás de lo que simula ser más natural, la teatralidad de una emoción como el llanto en Cachetazo de campo, la teatralidad de ese momento impreciso de la vida cuando se deja de ser niño pero no se es todavía joven en El adolescente, la teatralidad del puro teatro en Estrellas, una película sobre una escuela de actuación en una villa miseria de Buenos Aires. La teatralidad siempre detrás de las fracturas, de la anormalidad de lo aparentemente normal, de lo extraño oculto tras lo familiar en 1.500 metros por encima del nivel de Jack. La teatralidad de los ritos con los que se construye la propia naturaleza humana en ese constante parecer una cosa y ser otra, ser uno mismo y al mismo tiempo otro. Ese misterio, que tiene una dimensión escénica en un sentido ontológico, es el que se deja sentir en algunas de estas obras. Pero la pregunta sigue sin respuesta, ¿qué miran estos personajes? Las grabaciones, a pesar de su diversidad, tienen todas un aire como de algo cotidiano, momentos al margen, de transición, como la llegada de familiares a casa, los niños jugando en medio de una reunión de adultos después de una comida, los adolescentes charlando, tumbados sobre la cama, mientras fuman un cigarro, la familia reunida revisando grabaciones de hace tiempo. Curiosamente, la única situación singular, en cierto modo, es la de la grabación de una especie de pequeño performance infantil, lo cual no deja de ser anecdótico, pero en este caso el propio juego se convierte en obra teatral, y lo anecdótico pasa a ser singular. Un niño le muestra a sus compañeros, con una actitud de triunfo, cómo su abuelo se va a afeitar finalmente “la dichosa barba”. Después de haber hecho una comprobación pública de que la barba es verdadera, el nieto le pasa al abuelo los instrumentos para el afeitado. El abuelo, con esa normalidad que a veces tiene lo que ocurre en los sueños, se corta primero la barba con las tijeras y se echa luego la crema para pasarse la cuchillla. Acabado el ritual, el público, formado por niños, aplaude excitado en señal de victoria. Pero es hacia la segunda mitad de la obra cuando llegamos a lo que parece ser el punto central de la ceremonia, el momento de la transformación, u otro momento más de transformación, pero con una dimensión iniciática más profunda. Los niños, siguiendo el ejemplo de lo que están viendo en una de las proyecciones, y la demostración que ya en escena le van a hacer los personajes mayores, son conminados a darse un beso en los labios. El motivo del beso ya había aparecido en algunas de las filmaciones, como en la escena en que el niño y la niña se dan un beso jugando, cada uno a un lado de una puerta de cristal. Pero hay una proyección de un recibimiento familiar en una casa en la que la cámara parece tener una especial inquietud por mostrar cada uno de los besos de bienvenida que se dan en los labios todos los familiares, hombres y mujeres de forma indistinta. Una vez más, por debajo de la tranquila superficie de lo cotidiano apunta lo extraño; todo es lo que parece y al mismo tiempo es otra cosa. Todo se repite, pero es siempre distinto. A la altura de esta proyección, y tras una demostración más de los ancianos y jóvenes que están en escena, es cuando la anciana apremia a los niños para que se besen también en la boca. La niña parece no tener inconveniente y accede con rapidez, pero el niño adopta una postura de rebeldía ante los mayores y dice que no quiere. Entonces los adultos se retiran de la escena para dejarlos a solas. Ahí Óscar le vuelve a preguntar a la niña si no le importa que la bese y ella responde que no, pero él se sigue resistiendo. Entonces va al piano y comienza a cantar con voz grave y con enorme intensidad, mientras que no deja de tocar el piano con fuerza.

Después de eso, se acerca a la niña y le da el beso. Entonces vuelven a salir los adultos, que habían estado espiando toda la escena. Los niños cumplieron el ritual y la obra puede continuar. A partir de ahí se empieza a sincronizar la imagen con la escena, de modo que se ve y se oye lo mismo en ambos medios o —mejor dicho— casi lo mismo. Además del motivo del beso, también está la escena del afeitado, que luego Óscar, en otra grabación, va a simular, haciendo como si se afeitara (esta es la imagen que se utilizó para el afiche de la obra), y la escena del cigarrillo. En esta última aparece en la pantalla el adolescente fumando y al mismo tiempo, en escena, un adolescente parecido, fumando, alineado con la imagen proyectada. Luego fuma también el que suponemos que sería el abuelo, y finalmente Óscar también va a simular que está fumando. Son pequeños gestos escénicos, pequeñas repeticiones que vuelven una y otra vez a lo largo de la vida, como cuando el abuelo le da al nieto un chaleco igual al que él lleva, que es el mismo que llevaba el anciano que se quitó la barba. Estos gestos cobran un sentido de iniciación, escenas cotidianas que miradas bajo la lupa escénica adquieren otro sentido. Ese otro sentido, el que se oculta por detrás de lo que vemos, el sentido de lo teatral, se construye en función de la mirada para la que ha sido preparado todo el mecanismo escénico. La teatralidad no puede funcionar de otro modo que no sea a partir de la mirada a la que se le ofrece. ¿Y cuál es la mirada desde la que se construye esta obra? Fuera de la ficción, obviamente, es la mirada del público, pero dentro de la ficción, es la mirada del niño la que hace que la obra escénica tenga, como todo ritual, una función transformadora. Por eso la obra se titula Yo en el futuro, esa es la perspectiva que ilumina el acontecer escénico. Los adultos ya saben lo que va a pasar, se conocen el mecanismo, saben de memoria cada paso que hay que dar, cómo hay que situarse, para dónde hay que mirar. Son los niños, y especialmente Óscar, el que se está interrogando acerca de lo que está ahí pasando, el que no tiene certeza sobre cómo actuar, el que desconoce, como el propio público, las reglas del juego, el que todavía no sabe —o no sabía— que sus “gestos” son repeticiones de otras repeticiones. Es de este modo, colocando cara a cara al nieto frente al abuelo, que en realidad no son nieto ni abuelo, pero hacen como si, que el hecho de la repetición toma cuerpo en escena, que la abstracción se materializa, que el pensamiento se teatraliza como realización de un movimiento, de un sutil desplazamiento que nos deja ver la singularidad de lo mismo como acontecimiento escénico. En ese sentido se refiere Deleuze a la repetición como “un poder propio de lo existente, una testarudez de lo existente en la intuición, que se resiste a cualquier especificación por el concepto” (76). Es por esto que la obra no está contada por el niño, sino por los adultos, especialmente los mayores, que son los que hicieron esas primeras grabaciones y luego las otras, cuando fueron creciendo, y que ahora, ya viejos, se reúnen para iniciar a los niños en los secretos de la vida. Esta perspectiva sirve para ordenar el eje narrativo; se podría hacer una película o una novela a partir de ahí, se podría contar una historia, pero si no la cruzáramos con la perspectiva del acontecer escénico, del aquí y ahora del presente (escénico), daría una mala obra teatral. Sería una obra en la que se contara una historia, un relato, la historia de dos familias —se podría pensar, por la distinta fisionomía de unos y otros— que se reúnen para ver grabaciones que hicieron de niños.

Si lo dejáramos ahí, no habría ninguna teatralidad, sería sólo un relato, un pasado recuperado a través de palabras o de imágenes, una representación de algo que sucedió, y la obra se llamaría Yo en el pasado, o si le quisiéramos dar un tono más experimental Yo en el presente. La teatralidad, sin embargo, tiene que ver con el modo “material” de recuperar ese pasado, con el tipo de confrontación, de acontecimiento que se va a simular (en el plano de la ficción) en el momento de la recuperación, con el desencuentro entre ese pasado relatado y el presente, con la imposibilidad de acoplar lo que ha sido y lo que es como forma de salvar lo singular. Y esa fractura escénica se produce al cruzar el tiempo narrativo, que se proyecta desde un pasado, con una mirada que va, sin embargo, en dirección contraria, desde un futuro hacia el presente. El choque entre fenómenos que pertenecen a órdenes distintos de la realidad, la historia y el acontecimiento, ilumina un presente que sólo se deja ver como interrogación acerca del sentido de esa historia, el sentido de una representación, que en este caso es la historia —¿natural?— de la vida del hombre. Es por esto también que la historia referencial de la obra, construida por medio de filmaciones y la relación de estas con los personajes, no queda nunca demasiado clara, lo que hace más difícil tratar de reducir la obra a un relato lineal. Son fragmentos de tiempos distintos que coexisten en el presente de la escena, igual que conviven también personajes de generaciones distintas que no es posible ordenar en función de una unidad o una totalidad de sentido. Sobre esta unidad fragmentada se levanta esa mirada de extrañeza que produce el saberse uno y otro al mismo tiempo, diferencia y repetición, el mismo cuerpo y siempre distinto; la imposibilidad de una identidad que aúne en un solo relato pasado, presente y futuro. Aunque la obra construya este efecto de cajas chinas que atrapa al espectador dentro de la imagen que él mismo está viendo, al final no deja de haber un afuera, un afuera del juego escénico de las filmaciones, hecho visible en esas tomas últimas en el patio de la casa con las que termina la obra, y un afuera del escenario, en el que está el espectador. La intensidad teatral con la que se construye ese presente de la mirada de los personajes, y especialmente del niño, presenciándose en varios tiempos que se cruzan en un solo acontecimiento escénico, se vuelca hacia el espectador, que se ve también interrogado en el acto de mirar y mirarse en el espejo de un futuro hecho pasado, de un futuro que ya nació como repetición, que no tuvo una primera vez, representado por el abuelo frente al nieto, y en la imposible conjunción de todo ello y a pesar de eso en su inevitable unidad, el telos de un destino biológico ya escrito. De esa predeterminación no se escapa en forma de representación, sino de acontecimiento de esa representación, de repetición de lo mismo, o lo que Nietzsche llamaba el eterno retorno. Este pequeño ritual de iniciación a la vida como repetición concreta de algo, aquí y ahora, y no como abstracción, como misterio —amoroso— en el que constantemente se van superponiendo futuros que ya son pasados, es por eso también un pequeño ritual de iniciación al yo como puro teatro, es decir, puro movimiento, al hecho de mirar desde un presente un pasado, tu propio pasado, ya escrito en un futuro imposible, una iniciación a esa distancia constante y necesaria en la que vivimos con respecto a nosotros mismos y que permite el juego de la teatralidad, es decir, de la repetición, como una actitud de responsabilidad y libertad hacia uno mismo, es decir, hacia el otro; porque ese extraño lugar de la no coincidencia, de lo que está a punto de ser idéntico – identificado- pero nunca llega a serlo totalmente, “no es ni una falta ni una alienación –como dice Derrida (1997) tratando de salvarse, al igual que Deleuze, de la representación-, no le falta nada que la preceda o la siga y no aliena ninguna ipsidad, ninguna propiedad, nigún sí mismo […] ninguna otra cosa “está allí”, nunca, para velar su pasado o su futuro”, y añade: “Esta estructura de alienación sin alienación, esta alienación inalienable no es solamente el origen de nuestra responsabilidad sino que estructura lo propio y la propiedad de la lengua. Instituye el fenómeno del escucharse-hablar para querer-decir” (40), del verse mostrado para querer mostrar, diríamos nosotros volviendo al mundo escénico, no sólo de la lengua -en lo que está pensando Derrida-, sino de la escena física del yo mismo como otro, imagen y cuerpo a la vez, pantalla y escenario, fantasma y fenómeno, o el “fenómeno como fantasma”, siguiendo con el filósofo francés; o en palabras de Chantal Maillard  (2001: 39): “Tal vez sea por medio de la repetición que hallamos fuerzas para el cambio”. Yo soy yo, pero además soy su repetición, el otro, soy tú otra vez y él, soy casa, soy nosotros, soy árbol, soy pasado y soy futuro, soy escénico, que decía Artaud, o bueno… más o menos.

Bibliografía

Derrida, Jacques (1997), El monolingüismo del otro o la prótesis de origen, Buenos Aires, Manantial.

Foucault, Michel y Gilles Deleuze (1972), Theatrum philosophicum, seguido de Repetición y diferencia, Barcelona, Anagrama.

Maillard, Chatal (2001), Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998, Valencia, Pre-Textos.

Disponible en:

Territorio Teatral. Revista digital