Óscar Cornago.- En la entrevista de Primer Acto, “El largo viaje de Homo politicus”, te refieres a esta obra como «teatro». ¿Cuál crees que es actualmente la vigencia de este término, su singularidad frente a otros modos de comunicación… o, como propones en Homo politicus, no tiene ya sentido detenerse en estas etiquetas?
Fernando Renjifo.- Es verdad que hoy en día estas clasificaciones (teatro, danza, performance…) me parecen bastante discutibles, sobre todo cuando se usan de un modo restrictivo. Creo que empeñarse en ellas no refleja más que la inercia de la tradición. Cada una tiene algo de específico, pero lo cierto es que hay muchos trabajos muy difíciles de clasificar en esas categorías. Creo que gran parte de las veces la clasificación —o autoclasificación— responde más a la formación o a la trayectoria de los artistas que al tipo de trabajo en sí. Es decir, la gente que proviene de la danza adscribirá sus trabajos a la danza, aunque analizados objetivamente sean más teatrales que dancísticos; y la gente que proviene del teatro adscribirá sus trabajos al teatro, aunque pudieran ser perfectamente adscritos a la categoría de danza. Lo que se nombra muchas veces es el lenguaje desde donde se ha evolucionado, aunque la evolución haya llevado a terrenos muy fronterizos. Cuando yo defiendo que Homo politicus es teatro, lo que quiero hacer es subvertir de algún modo el concepto de teatro, ampliarlo, discutirlo, enriquecerlo, bombardearlo frente a la ortodoxia canónica que desde varios frentes no admite la evolución de los lenguajes. Desde Réquiem se me ha dicho muchas veces que lo que hago es muy poco teatral, o antiteatral. Parece que hay algo naturalmente reaccionario en la crítica, el público, las instituciones, que se manifiesta paradigmáticamente en esa frase tan recurrente, más de lo que parece, que es «esto no es teatro», o «esto no es danza», etc., como si ahí acabara todo y como si eso fuera lo importante, y como si esos conceptos fueran estancos y estables, y alguien tuviera la propiedad de ellos. Creo que lo que debemos hacer es ampliar los conceptos, o inventarnos nuevos, para dar cuenta de lo que ocurre, lo que en definitiva es su función, pero no usarlos de manera ortodoxamente restrictiva, porque eso lo que hace, finalmente, es dejar fuera de la realidad gran parte de lo que ocurre. Cuando hago algo la verdad es que no me detengo a pensar si es teatro, danza, performance o lo que sea. Intento buscar el lenguaje adecuado a lo que quiero comunicar. Y que ese lenguaje sea eficaz. Eso es lo que lleva muchas veces a traspasar las fronteras, la búsqueda, la libertad creativa, no el deseo de romper con nada. La clasificación de lo que hago no es algo que me importe. Pero como espectador sí puedo decir que a veces —muy pocas— cuando veo algo que comunica de una manera determinada y que sólo puede ocurrir en la escena, tengo la sensación de que lo que estoy viendo es teatro, y cuando eso ocurre esa palabra se vuelve a cargar de sentido. Hay un modo de comunicar exclusivo del acto escénico. Supongo que tiene que ver con la presencia humana en vivo dentro de la obra. Creo que lo específico de la obra escénica es que se sustente en presencias vivas. Esto genera muchas implicaciones estéticas, políticas y éticas. Como creador, no es la misma exposición a la que uno se somete o somete a otros cuando trabaja con su propia presencia o con la presencia viva de otros que cuando la obra no incluye la presencia, como en la literatura o en la pintura. Hay una diferencia cualitativa importante. Esto hace que el espectador tampoco se disponga igual ante un libro o ante un cuadro que ante un acto escénico, donde se va a encontrar a humanos vivos, aquí y ahora. Ese simple hecho contiene una determinada intensidad de por sí. Esa vida real que se expone a ser vista, esa realidad que se autocoloca en un espacio de ficción creo que es lo que constituye lo específico, la magia y la esencia del hecho teatral, que por esto participa íntimamente de las cualidades mismas de la vida, como su misterio, su fragilidad, su unicidad y su carácter efímero. Me parece culturalmente un grado muy sofisticado de representación. Hablar de lo vivo con lo vivo.
La preocupación por lo político está presente desde el mismo título de tu último proyecto. ¿Cómo llegas a esta necesidad de hacer explícita esta cuestión de manera tan directa? ¿En qué sentido te parece significativo, para ti personalmente, o en el momento actual, el hecho de que un proyecto sitúe la idea de lo político en el centro de su reflexión?
Siempre creemos o tendemos a pensar que nuestro tiempo tiene algo de particular. Y yo creo que no es tanto así. Por supuesto los tiempos cambian, pero la condición humana y la complejidad de las relaciones del hombre con el mundo creo que no cambian tanto. Y finalmente se trata de eso. Es decir: podríamos pensar que hoy es necesario hablar de política. Y claro que lo es. Pero ésa no creo que sea una característica ni una necesidad propia ni exclusiva de nuestro tiempo. El mundo es un lugar de dolor, de sufrimiento y de injusticia. Y el pensamiento y el arte se tendrán que rebelar siempre ante eso. Para mí hacer arte es una manera de estar vivo, y el estar vivo ocurre en un aquí y en un ahora. Ese aquí y ahora suele ser un lugar conflictivo, doloroso, con el que estamos disconformes. Creo que la preocupación política no es más que eso. Un modo de compromiso con la realidad, que puede hacerse más o menos consciente o explícito. En este sentido, no es una militancia ideológica ni ideologizada, sino un modo de estar, de ser-con-otros. No creo en un ‘teatro militante’ sino en un arte vivo, y por eso necesariamente político, aunque no lo sea explícitamente. Ahora mismo hay algo de la beligerancia política que me gustaría superar. Hay otros modos de militancia. La militancia poética, por ejemplo (que no deja de ser algo muy político). Hoy me gustaría tender más a lo poético. Que es otra manera de estar, sin que suponga un descompromiso con lo político. La idea de homo politicus —no el término— está tomada de Hannah Arendt. Puede parecer redundante, de hecho la definición clásica aristotélica del hombre incluye lo político —zoón politikón, animal político— pero lo que hace este término es subrayar, fijarse en esa dimensión o faceta humana, la social, la de su ser-conotros, entre-otros, como cuando Arendt habla de homo faber, para fijarse en la dimensión productiva del hombre. Creo que la decisión de hacer el Homo politicus en ese momento también respondía a una cuestión vital. Cuando empezamos con el proyecto rondábamos más o menos los treinta años, que es cuando uno está ya incorporado plenamente (casi inevitablemente) a la vita activa, al engranaje del sistema (productivo), o por lo menos eso es lo que se espera de uno, y se va siendo más consciente de ello. Entonces era un buen momento para plantearse ciertas cosas, como en qué medida uno participa de lo que ocurre, en qué medida el sistema nos aliena, y cómo encontrar un modo de estar y de actuar. Lo que ocurrió con el Homo politicus de Madrid es que en el momento en que se gestó vimos necesario y conveniente ser muy explícitos. Fue una manera de estar y de denunciar un momento concreto, que era muy degradante políticamente y en el que nos sentíamos inevitablemente muy implicados. Recordarán ustedes aquella época, con un gobierno mentiroso, insensato y con prácticas totalitarias en el poder, y en lo local, en la Comunidad de Madrid, habiendo sufrido un golpe de estado democrático, sin que nada pasara. Entonces la obra era un grano de arena en el desierto, pero era un modo de no quedarse callado desde el propio quehacer. En ese sentido esa obra fue muy militante y muy explícita. Las otras, la de México y la de Río, partieron sin embargo de la premisa de no hacer referencias explícitas a la actualidad política, buscando adentrarse en lo político de una manera más abstracta, aunque pudieran resultar también muy militantes de otra manera.
¿Cómo te planteas los procesos de trabajo? El actor ha sido tradicionalmente entendido como un transmisor de algo, alguien que presta su cuerpo a la palabra del otro; ahora el actor habla desde él mismo, lo que afecta directamente al concepto clásico de autoría, pero también de actuación. ¿Qué implicaciones éticas tiene esto? ¿Una moda o una necesidad?
Para mí cada obra pide un modo de trabajo y un modo de implicación de los actores, forma parte de sus premisas. Para Homo politicus pensé que el proceso debería ser particular, por el contenido y las intenciones de la obra. Aquí la concepción inicial, aunque las intenciones eran claras, era muy abierta y se fue materializando poco a poco en el proceso de creación, en diálogo con los actores, pensando con ellos, tomando en cuenta sus propios materiales, palabras, pensamientos. Hay muchos modos de pensar. Para determinadas cosas me interesa el pensamiento dialógico, el que se construye y avanza a través del diálogo. Este tipo de pensamiento se enriquece de la diferencia y de la aportación de los otros. Es otro modo de construir y de trabajar. Me pareció que era lo adecuado para lo que quería ser Homo politicus. Pero no siempre he trabajado así. A veces he partido de una concepción más clara y cerrada de lo que es la obra, digamos que de alguna manera ya estaba escrita, sea esto literal o no. Éste fue por ejemplo el caso de Réquiem. En cualquier caso, lo que intento siempre es generar procesos en los que las personas con quien trabajo intervengan como personas pensantes, y lograr un cierto grado de conciencia, de implicación y de identificación con lo que se está haciendo. Lo contrario no me interesa. Esto para mí es de las partes más importantes del trabajo como director. El hablar en primera persona que está presente en todo Homo politicus creo que suponía una forma concreta de exposición. Una manera de presentarse como individuos, como personas (sin el disfraz de un personaje), que se hacen cargo y responsables de lo que están haciendo y diciendo, lo que nos pareció necesario en aquel momento, y un modo muy político de hablar de política. Por eso se habla en primera persona, por eso se cuentan historias personales, por eso incluso yo, como autor-director, sentí la necesidad de aparecer en la obra de Madrid y hacerme responsable explícitamente de la obra. Y sí, es cierto que estos otros modos de trabajo comprometen el concepto clásico de autoría. Aquí la autoría hay que pensarla de otro modo. Se puede comenzar a trabajar una obra sin tener un texto acabado, o trabajar con los materiales que proponen los actores, o prescindir casi absolutamente del texto. Pero se trata de desarrollar una idea, guiar un proceso y responsabilizarse de un resultado. En este tipo de procesos hay que entender al autor como autor de la obra escénica (la que se ve, a la que se asiste), no sólo o no necesariamente de su texto. De algún modo la dirección se convierte en autoría. Los papeles de autor y director se confunden, para mí siempre han sido uno y lo mismo. Y los actores son en cierto modo también autores, de su propia interpretación, a veces de sus palabras… Creo que es verdad que puede haber una tendencia hacia un teatro (y danza) más testimonial, donde se da un abandono del ‘personaje’ y se prima a las ‘personas’, con su vida real. Esto me parece interesante en tanto en cuanto precisamente rompe con uno de los pilares del teatro, y cuestiona las categorías de ficción y realidad. (Ocurre, también, de otra manera, en el cine, por ejemplo, en lo que sería el documental de ficción o ficción-documental.) Imagino que responde a una necesidad de llamar la atención de una manera distinta, apelando a ‘lo real’, y por otro lado, a una mayor necesidad de implicación personal de cada uno en la propia obra, dentro de ella. Supone otro grado de exposición y de responsabilidad. Me parece un camino interesante, cuando responde a necesidades, y que veremos hacia dónde sigue evolucionando. Para mí es una cuestión de cómo se utilice, de al servicio de qué se ponga. Es algo que se puede convertir en mera forma, en recurso… Como todo, tiene sus límites y sus riesgos, y hay que tener cuidado de ello, no es algo interesante ni honesto per se. Formalmente emparentado, pero para mí en el polo opuesto estaría lo que en televisión es el reality show, tan de moda. Y en teatro, hay cierto tipo de creaciones que para mí se emparentan más con el reality show. Cierto tipo de exposición, si no responde a una necesidad y no va acompañado de un grado de conciencia, puede convertirse más bien en un modo de alienación (una vez más, la cuestión de los medios y los fines). Y entrando en el otro aspecto de la pregunta, yo soy partidario de la ‘democratización del arte’, en el sentido en que lo decía Beuys. En una sociedad utópica me gustaría que todo el mundo tuviera la ocasión y la posibilidad de crear, como parte constitutiva del desarrollo humano, y no que la creación fuera el privilegio de unos pocos. Que cualquier persona quiera, sienta la necesidad de crear algo me parece maravilloso. (Otra cosa es crear no por la necesidad de crear, sino de producir.)
Tu trabajo ha ido teniendo cada vez menos palabras y más cuerpos, al contrario de lo que ha ocurrido en algunos creadores procedentes de la danza. ¿Cómo has vivido este recorrido? ¿Resulta más eficaz el cuerpo como base de expresión? ¿Dónde queda la palabra?
En mi caso creo que se trata de un camino hacia y una fascinación por lo desconocido, por lo que menos conocía. Toda materia nueva resulta atractiva, y genera nuevas posibilidades. La intuición y el deseo de trabajar con bailarines en las últimas obras han hecho que ellos me descubrieran un mundo nuevo, un nuevo campo de investigación. En realidad, todo lo que he hecho para la escena, desde el principio, ha sido resultado de una investigación y se ha generado por esa fascinación por lo desconocido. Yo nunca he sido actor, ni he estudiado dirección. Incluso cuando empecé, en las primeras obras, que eran mucho más teatrales que las de ahora, partía de la investigación para cada trabajo, porque en realidad a mí nadie me había enseñado a hacer nada. Esto creo que es algo que define mucho mi trabajo, que siempre ha sido, incluso en esa época más teatral, raro. Esto es muy claro por ejemplo en el modo de interpretar de los actores, porque así mismo, generalmente no he trabajado con actores de formación, de escuela. Entonces los resultados han sido bastante extraños. El descubrimiento de las posibilidades del cuerpo me abrió nuevos horizontes. Y también es cierto que durante algún tiempo no he sentido muchas ganas de escribir para el teatro. Últimamente me viene más el impulso de la palabra poética, escrita para ser leída. Pero esto no significa que renuncie o reniegue de la palabra en escena. Ha sido una tendencia, una evolución, una exploración diferente. Pero seguramente un día, y tal vez no muy lejano, me reencuentre con la palabra y sienta la necesidad de escribir más para la escena o de utilizarla más en la escena. La palabra tiene un determinado peso específico, una cualidad irrenunciable para comunicar ciertas cosas. Por otro lado, creo también que la danza en general ha evolucionado más y mejor que el teatro, ha sido más libre, ha roto más consigo misma, ha buscado y sigue buscando más. La danza, de algún modo murió y volvió a nacer, se revolucionó por completo. El teatro nunca ha llegado a desapegarse del todo de sí mismo, ha sido mucho más reaccionario. Nunca se ha acabado de cuestionar. Creo que en general la danza está más viva y que le puede enseñar más al teatro. La danza se ha liberado más de sí misma. Y por esto puede ejercer un poder de atracción como lenguaje. Tal vez sería curioso analizar esto en términos socio-políticos. El teatro ha sido siempre más estructural. Desde siempre, o mejor dicho, desde la época moderna, se ha emparentado más con las instituciones, con la burguesía, y ha ocupado un lugar más definido en la sociedad. Yo creo que esto es lo que ha hecho que haya sido más resistente a su propia transformación. El concepto y la función de ese teatro se ha defendido y se defiende con uñas y dientes por parte del establishement. Ni la burguesía ni el Estado van a dejar morir su teatro. Así el teatro muerto nunca acabará de morir. Así se entiende por ejemplo lo que hoy en España es un Centro Dramático Nacional. Es sorprendente que hoy una institución así sólo maneje un determinado concepto de teatro, decimonónico como poco. Está hecho para defender ese teatro. El resto, queda fuera, no existe. (Curiosamente estos días se estrena en el CDN una obra de alguien a quien admiro, Angélica Liddell. Me parece un hito en la historia reciente del teatro español y del CDN. Queda por ver si se trata de un error, de un experimento tímido o del principio de una nueva visión.) En este sentido me atrae la posibilidad de subversión que supone el intentar que el teatro rompa con sus propias categorías. Y por eso tal vez también la atracción por la danza o por la performance. Y por eso tal vez cada vez más cuerpos y menos palabras. De todos modos, creo que como creador no soy muy estable ni lineal. Me gusta investigar y transitar caminos nuevos, no permanecer en los hallazgos, algo que me resultaría muy aburrido. Para muchos sería previsible, creo, que después de Homo politicus hiciera algo parecido, pero yo no creo que vaya a ser así. Esto sin duda es poco rentable, porque cuando el público aprecia algo y se identifica con algo, espera más de lo mismo (esto creo que es uno de los secretos del éxito). Pero a mí me gusta forzar ese diálogo con el público, obligarlo a que me acompañe, compartir la extrañeza que para mí mismo supone una nueva obra. Y como no insisto sobre lo mismo, no hago que la extrañeza se convierta en estilo. No sé si llegará a ser así o no, pero en este momento estoy pensando una obra en la que no se diría una sola palabra. Y me da la sensación de que esta obra no sería muy bien aceptada ni por la gente de teatro ni por la gente de danza.
El arte moderno evoluciona afirmándose al tiempo que niega algo, un determinado orden estético o social; pero después de tantas rupturas, esto no parece que siga funcionando, es como si esto mismo se hubiera convertido en una suerte de ceremonia cultural, ya reconocida por todos. ¿En tu caso a qué te refieres cuando hablas de «teatro afirmativo»?
Cuando hablo de un teatro afirmativo estoy pensando en un teatro que diga algo, que sea capaz de afirmar algo, de proponer algo, de comprometerse con algo. Estamos acostumbrados a movernos en un mundo donde la banalidad reina, y las afirmaciones resultan molestas. Muchas de las cosas que pasan por las más vanguardistas, modernas, radicales, etc., creo que en el fondo no proponen nada, no dicen nada, son pura forma. Entonces lo que hacen realmente es complacer y lavar la conciencia de las élites culturales, las que se creen más progresistas. Es un fenómeno muy francés, muy catalán… que se va extendiendo. La necesidad de construir éxitos, de generar enfants terribles… Mecanismos de redención de la sociedad. Creo que habría que replantearse de una manera más sana, más inteligente y más ética la función del teatro en la sociedad. ¿Por qué tenemos que construir éxitos? ¿Qué grado de visibilidad se le concede a cada cosa y por qué? Una buena proporción de oportunismo, banalidad, provocación, sensibilidad social o cinismo conforman un éxito seguro. Muchos festivales y espacios están hechos para y favorecen este tipo de trabajos, así como gran parte de la crítica y de los medios. Así lo único que se acaba afirmando es el sistema. Cuando lo que debemos hacer desde el arte es, creo, cuestionarlo. Si no, les estamos dejando el monopolio de la afirmación. Claro que es un problema difícil. Esto lo tuvimos muy en cuenta a lo largo de todo el proceso de Homo politicus, y la obra de Madrid hablaba en parte de ello. El tema y el contexto se prestaban al simple catastrofismo, a la provocación, a la rabieta. El público que va a ver algo generalmente ya sabe lo mal que está el mundo. Ahí no hay conflicto, estamos de acuerdo. El problema es qué se hace a partir de ahí. Por eso me parecía importante afirmar, que es un modo de, sí, afirmarse, exponerse. A mí me parece importante preguntarme cada vez si estoy siendo capaz de aportar algo, de proponer algo. No aspiro, claro está, a tener la solución de nada, pero sí a exigirme el esfuerzo de tener algo que ofrecer. Si no, no vale la pena que nadie gaste su tiempo y su dinero en ver una obra mía. El privilegio (y la condena) del artista consiste en tener tiempo para pensar y crear, para dedicarse a eso, que visto de cierto modo, es de las cosas más innecesarias y lujosas que existen en este mundo. Por eso para mí el hacer una creación supone en cierto modo una responsabilidad. Yo voy a ver algo para que me pongan en un lugar donde no he estado. Hay muchos modos de afirmar. Afirmar algo no es necesariamente emitir sentencias. Construir un universo poético o un espacio de reflexión puede ser un modo de afirmar.