Un medido encadenamiento de acciones, realizadas minuciosamente, cuyo objetivo último parece ser su grabación con el fin de mostrarlas después, es el punto de partida de esta obra; acciones como escribir números en las hojas de un cuaderno, inflar una bolsa de plástico con un ventilador, deslizar un avioncito de juguete por una cuerda, que no parecen tener otro sentido que el estar sujetas a unos tiempos muy precisos dentro de los cuales se tienen que realizar las grabaciones, pero carentes en sí mismas de algún sentido más allá de su inserción dentro de una determinada sintaxis escénica. El público sigue con atención la detallada sucesión de acciones, que en su vaciedad dejan ver más claramente su dimensión performativa, hasta que transcurrida una media hora, según informará después la directora (Cuqui Jérez), un fallo técnico interrumpe el proceso: la cámara digital no grabó correctamente y hay que empezar de nuevo. El público muestra su apoyo (y su paciencia) con un caluroso aplauso a las esforzadas «performance» (María Jerez y Amaia Urra), que nerviosas se ven en la obligación de repetirlo todo desde el principio. Pero el espectador va descubriendo pronto la verdad del asunto al comprobar que todo empieza a fallar cada vez más, hasta llegar al mismo momento de antes, cuando, previa reunión con el técnico (Gilles Gentner) y nueva petición de disculpas al público, tienen que empezar nuevamente toda la secuencia desde el inicio.
La obra debió comenzar a las 21:00, aunque tal como se dice parece que hubo un cierto retraso, y la interrupción se realiza siempre, según nueva información de la directora, sobre las 21:30 —es el momento fatídico donde se detiene el proceso—, como si el tiempo se detuviera en un punto para volver de nuevo al comienzo de este círculo vicioso. Aunque en la tercera ocasión se consigue sobrepasar este punto de la secuencia, todo empieza a degenerar cada vez más y es necesario volver a empezar por cuarta vez. La exacta sucesión de acciones termina adquiriendo un significado en sí misma: una serie de acciones gratuitas se convierte en una detallada trama que marca la evolución necesaria —y fatal— del espectáculo, más hilarante cuanto más carente de sentido. Las repeticiones se hacen insostenibles por los crecientes errores, pero se trata de llevarlo adelante a pesar de todo, hasta que la propia directora termina contando lo que falta, cuando abiertamente se ve que ya es imposible seguir adelante y todo el asunto parece venirse abajo, entre otras cosas por lo avanzado de la hora y el hecho de que un supuesto grupo de espectadores, que ya se había puesto en pie, debía acudir a otra obra del Festival en calidad de programadores. Hacia el final se multiplican las intervenciones de extras situados entre el público, que termina desorientado acerca de la verdadera identidad de estos, hasta el punto de pensar que excepto él y su acompañante, aquí todos deben ser extras!
Entre un clima de caos creciente, el espectador sabe en qué momento de la obra se encuentra porque ya ha memorizado, a base de verlo una y otra vez, el estricto orden de la serie, de la trama. El orden termina atribuyendo un significado a unos elementos que en sí mismo no lo tenían, como las palabras sin sentido utilizadas en el texto del programa: «Los intérpretes sericumean durante horas para que el culifi nunca se dicada, ya que si se dicadiera el espectador podría botinar desde el mundo del alobi al mundo de la bodenda». La recurrencia del mismo elemento en un determinado orden le termina dando un sentido, una función dentro de esa sintaxis escénica que articula la gramática propia del espectáculo.
El mismo proceso de montaje se hace visible a través de su teatralización, de su puesta en escena. Las acciones, teatralizadas por medio de este juego de combinatoria que las hace visibles, llevan al público a ser más consciente de la temporalidad interna de aquello que está viendo, una temporalidad generada por la sintaxis de unas unidades-acciones sobre las que se construye la gramática del espectáculo, su sentido escénico, es decir, temporal.
(Fragmento extraído de Óscar Cornago, «Escena Contemporánea 2006. El teatro de las acciones o las ficciones reales».)