¿Por qué crees que un arte tan antiguo como el teatro sigue existiendo? ¿Cuál es su valor frente a otros modos de expresión? ¿Alguien como tú, que en los últimos años ha ido escribiendo más y que sobre todo cuenta con una larga trayectoria como dibujante y artista plástico, qué encuentra en el teatro de diferente?
Intuyo que el teatro existe, quizá no lo tengo claro y quizá no me lo planteo mucho. El escribir es incompleto para mí, no me considero escritor de raíz, escribo por la necesidad que me ha pedido el teatro de escribir. Ha habido momentos en mi trabajo que he necesitado la palabra y las palabras que encontraba escritas no me eran suficiente para continuar. La pintura o el dibujo cubren un aspecto de mi forma de trabajar. Creo profundamente que el hecho de sentarte en una butaca y que te cuenten cosas y que veas cosas, ver lo que sucede en escena, la palpitación del propio hecho de lo efímero, le da un valor extraordinario. En estos momentos en que el arte es perfectamente consumible, en que puedes tener libros para decorar un salón, el teatro es un hecho político en sí mismo, político en un sentido arcaico de la palabra, político en el sentido de reunión, de comunión, de diálogo. La fuerza está en eso, en el acto irrepetible. Ese punto de vitalidad, de comunicación no verbal, no visual, del tú al tú, del actor al espectador, le da un tipo de valores, de reflexiones, que son específicos del teatro; y de hecho las artes plásticas, todo lo que es performance, es un acercamiento al teatro.
¿Cómo se explica que a pesar de todo eso el teatro, sobre todo ciertos tipos de teatro de creación, se haya decantado en el siglo XX como una experiencia minoritaria?
Es minoritario, pero debe ser minoritario. Lo confunde un poco el hecho de que haya cosas que funcionen tan grandilocuentemente, y parece que todos tendríamos que ser así, pero hay cosas que no tienen sentido de ese modo. Yo no me puedo imaginar 2004 con quinientos espectadores, porque si hay un particular desarrollo es que la gente tiene la sensación de una comunicación muy directa, y eso tiene que ser casi en un tú a tú. Y eso es así y es maravilloso que sea así.
Tus comienzos teatrales hay que buscarlos a finales de los años setenta, con La Tartana, el teatro de calle y los muñecos, un teatro de tono quizás más festivo…
Bueno, el teatro que hicimos en la calle nunca fue un teatro excesivamente festivo, era más poético, había cosas más alegres, pero siempre hubo cierta tristeza latente.
Se trata de un largo recorrido hasta hoy. ¿Qué elementos de entonces reconoces todavía en el trabajo de Lucas Cranach?
Siempre ha habido una necesidad de contar no solo a partir del personaje, sino a partir de la escena, de lo que estaba ocurriendo en la escena, había transformaciones que contaban tanto como los propios personajes. Siempre ha habido una intención política, aunque haya ido cambiando. La muerte siempre ha estado presente, aunque luego haya ido cogiendo más presencia. Hay un momento en que veo que la mario-neta ocupa un lugar secundario hasta llegar a desa-parecer, pero siempre ha habido un componente plástico, de transformación plástica, aunque no hubiera muñecos.
¿Y la palabra? Parece que a medida que se abandonan un poco los muñecos y aparece el actor hay una mayor necesidad de palabras, primero de otros autores y luego las tuyas propias.
En cuanto a la palabra, ha habido un momento en que necesitas aclarar, llegar adonde lo visual no llega. Esa necesidad surge en un momento dado y luego va cambiando. Hay un momento muy claro, con Lucas Cranach, en que se busca una claridad, relacionada con la experiencia personal. Darte cuenta de que hay textos que son herméticos, que son inaccesibles, y ahí hay una voluntad de ser muy claro, no sencillo o simplón; abordar cosas profundas, pero con mucha claridad. En este último período puede ser que esa búsqueda de profundidad lleve a terrenos oscuros, donde es difícil hacer claro lo oscuro; pero en todo caso hay una decisión de ser claro, de la búsqueda de la comu-nicación. Te vas dando cuenta que de repente hay bloqueos, cantidad de cosas que no se terminan de entender, que no llegan.
¿A qué es debido esa evolución en las formas de comunicación con el público?
Hay momentos en la vida artística en que necesitas estar muy cerca de la sociedad, acompañarla, y hay otros momentos que no, en los que estás peleado con la sociedad. En la Transición hay un momento de convi-vencia con la sociedad. Era un teatro muy abierto, muy limpio, brillante, y hay un momento donde la convivencia con la materia que expones no es tan grata. Ciudad irreal es una obra ya muy oscura, en la que le preguntas a la sociedad a dónde vamos, por qué nos estamos metiendo por aquí. Eso responde a un momento de confrontación. Pero son momentos que van pasando. En El rey se cuidaba mucho al público, se iba muy paralelo con el público; en 2004 ya no existe eso, hay una voluntad de ser claro, pero también de cuestionamiento fuerte de la sociedad, hay algo que confrontas y que puede producir rechazos, como la utilización de un tiempo largo, pero con el convencimiento de que hay cosas que solamente se pueden percibir, se pueden escuchar con esa calma. Hay una forma de desnudar el texto que choca. A lo largo de mi obra siempre ha habido este vaivén.
¿Por qué dejaste el teatro de calle?
La Transición es un momento de recuperación; trabajar en la calle era un acto social maravilloso, un acto social común importante, incluso el hecho en sí mismo era más importante que lo que estabas contando. Pero luego el teatro de calle se convierte en algo de animación, de fiestas en los ayuntamientos. Algo que nace de una necesidad se convierte en una utilización. Ahí se produce un rechazo muy claro de trabajar esa calle. Los últimos años de trabajar en la calle, en España casi ya no podíamos trabajar, por la imposición de unas condiciones como de verbena, pero sí mucho en el extranjero, donde no había tanto esa necesidad de utilizarlo. Y de ahí viene esa decisión de abandonar la calle. En aquellos años hubo un festival de teatro de calle que dirigía yo, y fue muy interesante la evolución. En los últimos años ya casi no había pasacalles, pero sí muchas acciones. La transformación de La Fura es muy interesante en este sentido: la primera vez que tuve noticias de ellos hacían pasacalles, pero con elementos más urbanos, y luego pasan a las obras de acción. En Tartana se mantuvieron siempre los dos trabajos, obras de sala y obras de calle, e incluso otras itinerantes. Siempre se mantuvieron esos tres tipos.
En algún momento de los años ochenta se prueba un tipo de teatro con mayor apoyo tecnológico, que no va a durar mucho. Otros grupos, sin embargo, han encontrado por ahí un camino creativo, en algunos casos con un amplio respaldo por parte del público.
Hay un momento en que hay un rechazo grande y la vuelta a un equipo donde únicamente se utilizan los elementos que se pueden manejar. Desaparece la amplificación, no se utiliza música pregrabada, el sonido debía estar producido desde la propia escena; algo que ver con los planteamientos de Lars von Trier: nos pusimos una serie de reglas, como que no saliesen o entrasen actores durante la obra, y que llevó a un proceso de trabajo muy exhaustivo con todos los materiales previos. De esa época salió Rey Lear, Medeamaterial y Otoño.
En la andadura de La Tartana fueron apareciendo personas importantes, con las que empiezas a trabajar estrechamente, como Antonio Fernández Lera o Elena Córdoba.
Después de Otoño hay un cambio, es cuando empiezo a trabajar con Antonio Fernández Lera. Hacemos dos obras, Los hombres de piedra y Paisajes y voz. Y luego ya viene El hundimiento del Titanic. Es un cambio radical porque empiezo a hablar con bailarines. Al empezar en Pradillo y entrar en contacto con un tipo de danza, me interesó esa nueva danza. Y empieza la colaboración con Elena Córdoba. En El hundimiento hay escenas que monta ella. Vuelve a haber música grabada. Había más dinero y más gente, con un equipo mayor y un planteamiento del espacio muy trabajado. A partir de ahí se inicia un trabajo que desemboca en mi apartamiento de Tartana.
Lucas Cranach parece marcar una nueva etapa. ¿Qué motiva tu separación de Tartana y del proyecto de la Pradillo?
Empieza a ser más clara para mí la necesidad de trabajar en un equipo mucho más sólido, que no sean equipos casados de por vida; que desaparezca el aparato de producción, hacer un tipo de trabajo menos industrial, menos empresarial y mucho más de creación. Tartana era un grupo estable, y a partir de Otoño decido que no quiero trabajar con equipos estables. Uno está obligado a trabajar con los mismos actores. Empieza a haber la necesidad de que no haya un aparato externo. Al final Tartana es una empresa teatral, y hay una decisión muy clara de que yo no quiero trabajar así, de que quiero trabajar con un equipo de gente, que puede ser diferente, que puede ser el mismo, que se puede repetir o cambiar, donde haya una gran libertad. Como si un pintor se mete en un estudio a pintar; hay esa idea de la sala de ensayo como un estudio donde se toman todas las decisiones de trabajo, no en una oficina al lado.
¿Cómo es tu forma de trabajo a la hora de montar una obra?
Yo trabajo mucho previamente a los ensayos, pero llego a los ensayos con muy pocas cosas delimitadas, e incluso parte del proceso es un cuestionamiento del texto, de la necesidad de cada parte del texto. El teatro se hace, no en una oficina y luego se lleva a la escena, sino que el teatro se crea en una sala, en ese espacio. El teatro se resuelve en el espacio, como un cuadro en el lienzo.
Los trabajos con Lucas Cranach parecen estar marcados por un tono de subjetividad ligado a tu propia biografía, a unas necesidades profundamente perso-nales de expresión. Es una postura que no abunda en el teatro, donde pareciera que uno debe renunciar a su yo más íntimo. Sería comparable a la postura de un poeta, pero un poeta de la escena.
Hay un momento en que sólo quiero trabajar sobre lo que realmente conozco, no sobre lo que me he informado. Es a partir de El rey, es mucho más autobiográfico. Luego está esa cosa de la que nos han acusado tantísimo, de mirarnos el ombligo, y sí, yo me miro el ombligo. Hay un texto de Lucrecia que hace alusión a eso. Yo creo que la única forma de contar algo interesante a la sociedad tiene que partir de ti mismo, y luego esa gran voluntad de hacerlo muy abierto, profundamente comunicable. Yo creo que de ahí viene todo este último período de trabajo. El final puede ser oscuro, porque hay cosas que no se pueden resolver. Ser claro en todo, pero no simplificar las respuestas a los problemas del hombre. Es la historia de la civilización y yo no voy a resolverlo en el teatro. Pero sí puedo intentar ser muy claro en la oscuridad
¿Cuál es la relación de los textos con la escena? ¿Crees que cualquier texto puede ser dicho en escena o deben tener unas características específicas? ¿En qué radica la teatralidad de un texto?
Pienso que todo texto se puede llevar a escena. Creo que es muy difícil que un texto no pueda ser dicho en escena. Recuerdo cuando hablé con Valente sobre un texto para Comedia en blanco y me dijo: «No sé cómo puedes llevar esto al teatro, pero qué mayor deseo el mío que hacer público un texto privado; adelante, todo lo que queráis». Claro que es una poesía la de Valente que a priori sería la menos teatral; pero el ambiente, toda la atmósfera que se crea, puede ser lo teatral. Quizá lo que construye el hecho dramático, el hecho escénico, es el conjunto, la instalación de una serie de elementos, la convivencia, lo que se dice y lo que está pasando y cómo se dice, cómo se escucha. Eso me ha preocupado siempre muchísimo, cómo un texto se puede escuchar, se debe escuchar, cómo me gustaría que lo recibiera el público, ahí hay un trabajo que puede hacer que el texto más antiteatral pueda llegar a ser teatro. Algo imprescindible para ello es la comprensión exhaustiva del texto por parte del actor. Me he dado cuenta que desde ese primer entendimiento del texto a un conocimiento del todo hay muchas cosas. En eso hay que trabajar mucho, en entender perfectamente el texto.
Leer un texto o escuchar un texto: ¡dos cosas tan distintas!
Completamente diferente. Escuchar un texto es un conjunto de cosas; para mí es muy difícil de disociar el texto de las demás cosas que están pasando.
¿Se podría hablar de la escena como un espacio que da cuerpo a la palabra?
Nunca pensaría que la base o el objetivo del teatro es que tuviera cuerpo la palabra. Yo creo que no, que a mí lo que más me interesa es la convivencia de la palabra con la imagen, con el movimiento, con el silencio. A mí me es muy difícil oír ese momento de El rey, la elegía de la muerte de una persona…, había ahí un momento muy bonito en escena, de una discreción y de una emotividad profunda.
La relación con la acción y las imágenes ha ido cambiando en tus últimas obras, parece que cada vez hay menos acción y más imágenes, sobre todo en 2004.
Igual que ha habido unos años de rechazo del movimiento, hasta el Titanic, que es cuando se produce una vuelta, igual ha habido un momento en el que confiaba más en la acción que en la imagen. Acciones que las puedes convertir en imágenes, pero no son en sí mismo imágenes, sino algo que tiene un desarrollo orgánico. Me chirriaban las imágenes, no me encontraba a gusto, no me servían. En esta última obra vuelven otra vez, se vuelven a construir imágenes, imágenes precisas. Hay muy poquita acción y mucha imagen. Yo creo que al no tener ninguna necesidad de meterle ritmo, al darle tiempo a la obra, me han surgido las imágenes. El hacer una sucesión de imágenes a un ritmo acelerado me parecía artificial. Un ritmo más sereno me permite construir imágenes, un ritmo donde las imágenes pueden tener un peso, una capacidad de comunicar más allá del primer contacto. Y creo que voy a seguir por ahí. Una imagen recreada desde la calma. Sin embargo, la acción siempre es más fácil de coger y darle ritmo. Y luego la acción tiene algo: cuando entras en una acción frenética el cuerpo cobra una realidad física tan libre, tan hermosa y bella. Hay una lectura bella de esos momentos de energía, tanto de los cuerpos como de la voz. A veces no aparecen pero a mí me interesan, siempre me han interesado.
¿Cómo resumirías tu evolución teatral en los últimos años?
Hay menos disimulo en el teatro, cada vez soy más yo.
Cambiando de tema, ¿cuál es el mapa de relaciones artísticas en el que va creciendo tu trabajo?
Para mí hay un principio en torno a 1975. Venimos del mundo de las marionetas, de Francisco Peralta, que fue profesor mío de modelado. Según terminé el bachillerato empecé a trabajar en su compañía y empecé a dar clases de modelado. Era un colegio con una impronta muy creativa. En ese sentido Paco Peralta es un maestro estético y ético en el arte. Sigue siendo un ejemplo para mí. Había grupos como Canon o Habana Verde o Rafel Ponce con un Teatro Sacado de La Manga, y también otros que venían de Argentina, con planteamientos no tan populares. Es un teatro con unas características muy claras, tiene un compromiso formal que no tenía el Teatro Independiente, y otra forma de entender el sentido político. Y luego hay otro punto de contacto muy importante que es el Odin Teatret, y aunque con Eugenio Barba no llegué a tener mucha sintonía, sí la teníamos con otra gente del Odin. Entonces es cuando a mí me hablan de Esteve [Graset] y surge una relación que comienza a entrar pronto en lo personal. Se crea una relación muy estrecha. Hay una sintonía artística. El trabajo de Esteve lo he admirado muchísimo. En Otoño es quizás donde hay más cosas en común. La utilización de la voz es muy diferente, para mí la voz siempre es muy normal, y en Esteve siempre hay una voz muy elaborada. En Lear tiene mucha importancia la voz, pero es una voz más melódica. Ese mundo sonoro se elimina con Lucas Cranach. El teatro de Esteve, al igual que el de Rodrigo [García], ha tenido mucha influencia en mi manera de trabajar. Esteve llevó a cabo una enorme reflexión sobre el montaje, y eso influyó muchísimo. Se da un período de muchísimas filtraciones entre la obra de Esteve, Rodrigo y mi trabajo.
¿Crees que hay algún tipo de influencia en un sentido concreto o se trata más bien de un proceso de evolución en paralelo?
Para mí tanto Esteve como Antonio me dieron valor para escribir y ver la importancia que puede adquirir un texto personal. Por lo demás, tanto Rodrigo como yo en ese momento tenemos una evolución paralela, y aunque el teatro de Rodrigo siempre ha tenido una base autobiográfica mucho más fuerte que el mío, hay un momento en el que el mío coge una línea muy directa, muy clara. Hay momentos en que coincidimos Esteve, Rodrigo, Antonio, Elena y yo, en los que hubo una sintonía muy fuerte; incluso empezamos a hacer un proyecto los cuatro juntos. Empieza a haber muchos proyectos en común. Son los años de la Pradillo y cuando desaparece Arena, antes hubo menos contacto, porque Esteve estaba viajando continuamente. Es partir del 1992 y hasta el 1996, en esos cuatro o cinco años hay mucha relación.
¿Cómo ves la evolución del teatro en España y tu lugar en ella?
Para mí es complicado, porque a veces tengo necesidades de situarme, no en la historia, pero sí en el panorama, y terminas pensando que no existes. A raíz del año 1992 empiezan las cosas a cambiar. Hasta ahí pareció que había una voluntad integradora. El Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas tiene la función de acoger las nuevas tendencias. A partir del 92 hubo un cambio grande en el Partido Socialista, empiezan a aparecer las cosas turbias. En cultura empieza a aparecer una serie de gente alejada de los valores más éticos de la cultura, y mucho más a la búsqueda de unos resultados. Siempre tengo la sensación de que a partir de ese momento empiezo a no poder hablar con nadie de la Administración. Antes había un diálogo, no tanto sobre las cuestiones económicas. A partir de ahí se inicia una concepción muy empresarial del teatro y un rechazo a un tipo de creadores que no queremos trabajar como empresas, que queremos trabajar como artistas, ahí se da un choque muy grande, y luego empieza a coger fuerza todo el sector de los nuevos dramaturgos. En la Escuela de Arte Dramático a ninguno de nosotros nos han llamado para dar clases nunca, ni para dar cursos monográficos. Se ha considerado que nuestro teatro era minoritario. Hay muchas veces que en algunas salas alternativas se repite eso. De antemano hay una definición de aquello que es más mayoritario y aquello que es más minoritario. Si se estrena un tipo de autor textual, tiene un presupuesto y a lo mejor un mes en cartel, y si es un autor no textual tiene otro presupuesto y unos días en un festival. Se considera minoritario, pero para mí es una aberración. Hay muchas obras que en principio son mucho más mayoritarias, que tienen un lenguaje más actual que llega a más gente, pero se las cataloga y se las trata como minoritarias. Se puede demostrar ampliamente que no es cierto, puede haber obras de estas últimas más herméticas, pero hay otras que no lo son.
¿Cuál ha sido el fallo? ¿Por qué después de veinte años haciendo un teatro de creación no se ha conseguido abrir un espacio más visible en el panorama social y cultural?
Se ha consolidado una sociedad teatral muy conservadora que siempre produce lo mismo. La sociedad teatral, el medio del aficionado entusiasta, el mundo profesional, como mi abuelo, que iba todos los domingos al teatro, el público teatral asiduo de toda la vida, la crítica especializada, la administración y la profesión, han marginado absolutamente a un sector teatral, o nos hemos marginado nosotros. Hay algo en estos momentos que es muy dramático, y es una cosa específica de Madrid, donde hay un divorcio absoluto. Hay gente que llevamos muchos años. Yo he pasado de ser joven director de escena, de la nueva generación, a cumplir cincuenta años. Eso significa que llevo desde los veintidós y aún antes, desde los dieciocho, haciendo teatro profesional. Ese divorcio, que ha producido un geto, es algo que…, por ejemplo, vas a Barcelona y no existe. Roger Bernat está trabajando con el Lliure, Marcel.lí con el Mercat, da clases en el Institut del Teatre. Hay una relación continua. Aquí ya no apareces en los periódicos; o que este año no me hayan dado ni subvención; es raro que a una persona que lleva tantos años haciendo teatro… es raro. Y no sé cómo se va a romper esa inercia, porque es una inercia que va en aumento. Del mismo Rodrigo García, sus obras no se estrenan en su ciudad. El rey es una obra que tuvo bastante éxito, con cantidad de público, pero pasas silenciado. Hay algo que es enfermizo, que no es bueno, incluso para el futuro, habría que romper eso, lo que yo llamo «sociedad teatral», los medios, las instituciones, la profesión. Hay algo con lo que no hay contacto para nada, y eso no es sano.