A medida transcurren los años noventa comienzan los recorridos en solitario, una especie de sálvese-quien-pueda escénico, los exilios hacia distintos puntos de Europa, de Óskar Gómez, La Ribot, Olga Mesa o Rodrigo García, o interiores, como Carlos Marquerie o Sara Molina. Si el teatro busca una identidad grupal en los sesenta y setenta, a cuyo imaginario aluden los nombres de formaciones de estos años, como Goliardos, Cátaros, Bululú, Ditirambo, Els Comediants o Els Joglars, ahora se dejan ver los creadores en primera persona, con nombres y apellidos; ya no es La Tartana, sino Carlos Marquerie, ni tampoco es Bocanada, sino Blanca Calvo, La Ribot u Olga Mesa. Incluso aquellos que nacieron en estos últimos años ochenta, a pesar de estar ligados a un núcleo de producción fijo, serán más conocidos por el nombre de su creador, como Rodrigo García, Angélica Liddell u Oskar Gómez, antes que por el de los respectivos grupos, La Carnicería Teatro, Atra Bilis o la Compañía de L’Alakrán. Las nuevas agrupaciones, como la formada por Marquerie en 1996 tras La Tartana, la compañía Lucas Cranach, van a funcionar siguiendo modos de organización característicos de esta modernidad líquida, estructuras flexibles, espacios de encuentro e intercambio, que se acomodan a las necesidades de cada proyecto; de ahí que, por ejemplo, en esta etapa los intérpretes con los que trabaja Marquerie varíen para cada obra, a diferencia de la homogeneidad que todavía caracterizaba el tipo de grupo de La Tartana. Sólo en los casos de los grandes elencos consolidados en los ochenta, transformados a menudo en centros de producción, se mantuvieron las identidades grupales, utilizadas en muchos casos como etiquetas de marca de cara a su proyección.

Una evolución paralela han seguido las nuevas compañías procedentes del ámbito teatral, que nacieron todavía con un modelo heredado de décadas anteriores, y se vieron en la necesidad, como resultado del propio crecimiento interno, de concebir de otro modo su trabajo. Resulta significativo en este sentido la trayectoria de La República (1992-2002). Su último trabajo, Homo politicus v. Madrid, marca un punto de llegada, un grado de madurez manifestado en la puesta en escena de una confrontación directa de los intérpretes con ellos mismos, lo que lleva al director a buscar un modo de trabajo que se ajuste de manera más flexible a las búsquedas creativas de cada momento. De esta manera, las dos versiones posteriores de Homo politicus, México y Río de Janeiro, comparten el planteamiento al que se había llegado con La República, pero trabajado en otros entornos culturales y con distintos intérpretes. Esto modificó los resultados finales sin renunciar al tono escénico que da unidad a la trilogía. El entorno grupal de La República, que había servido para llegar a ese estadio de desarrollo y confrontación personal, se disuelve; a partir de ahí los artistas con los que ha ido trabajando Renjifo, de ámbitos distintos, se han congregado expresamente para cada proyecto, de modo similar a lo que ocurre con Marquerie a partir de El rey de los animales es idiota (1996), que marca la andadura de Lucas Cranach.

En este lugar confluyen otros grupos que venían de los últimos años ochenta, como Matarile Teatro, que sin cambiar de nombre ni de estructura básica, se ha ido ajustando a esta dinámica de creación. Esto ha permitido la colaboración fluida con actores de distinta procedencia. Matarile Teatro, formado por Ana Vallés y Baltasar Patiño, llega desde un teatro plástico y de danza hasta una suerte de teatro de los actores, donde la figura de éstos, sus vidas y experiencias personales son la base de la creación, lo que de algún modo aconseja la movilidad de ese paisaje humano. El resultado responde a un proceso de convivencia y colaboración entre personalidades distintas. Esta nueva fase se anticipa con Teatro para camaleóns (1998), un pulso entre dos personalidades escénicas como Juan Loriente, actor habitual de Rodrigo García, y Carlos Sarrió, director de Cambaleo Teatro; aunque es en A brazo partido (2001) cuando esta nueva gramática empieza a desarrollarse sistemáticamente hasta alcanzar en Historia natural (elogio del entusiasmo) (2005) uno de sus exponentes más acabados.

En Truenos & misterios (2007) es la propia directora, Ana Vallés, la que se pone en escena a sí misma, junto a Juan Cejudo, actor gallego procedente de un teatro tradicional, Carlos Sarrió, Mauricio González, bailarín y creador ligado al performance, y Perico Bermúdez, profesor de ciencias metido a actor, sin olvidar a Baltasar Patiño, que desde un discreto segundo plano, sentado frente a un piano y una mesa de mezclas, pone música a todo esto. Lo que tienen en común todos ellos, como explica Vallés al inicio, es haber pasado desde hace tiempo la cuarentena. Se trata de una reflexión en primera persona sobre el paso del tiempo, la vida en un sentido físico, el cuerpo, la memoria y lo que uno era antes y es ahora; todo ello frente al público, desplegado en ese mismo instante de la actuación.

Llegado un momento en este proceso de evolución, es frecuente que sean los propios creadores, incluso cuando no son actores profesionales, los que terminan subiendo a escena para mostrar de una forma u otra su propio paisaje humano, como Roger Bernat en La, la, la, la (2004), donde un escenario, convertido en un espacio de intimidad, que se asemeja al dormitorio de una casa, se presenta como ocasión para el acercamiento físico y emocional entre él, Agnès Mateus y Juan Navarro, y por extensión con el público, al que termina invitando a jugar un partido de fútbol, mientras se proyectan a lo largo de la obra fragmentos de e-mails personales intercambiados entre el creador y su pareja; o Elisa Gálvez y Juan Úbeda en Trece años sin aceitunas (2007), construida sobre las experiencias personales de dos trayectorias vitales que confluyen en la penumbra de un espacio de representación, El Canto de la Cabra, habitado por el pasado, los recuerdos y voces de amigos grabadas en el contestador del teléfono de la sala.

El caso de la General Elèctrica, fundada por Roger Bernat y Tomás Aragay en 1997 como un Centro de Creación para las Artes Escénicas y Visuales, es un buen ejemplo del nuevo modelo de organización, que ha de moverse entre lo inestable de un colectivo de personalidades distintas que renuncian a una organización jerárquica clara, y el peligro de llegar a una fijación excesiva de su estructura. La General Elèctrica, por la que pasaron más de cincuenta creadores, termina dando lugar a una infraestructura cuyo mantenimiento obliga a trabajar para financiar el propio centro, lo que pone en peligro la vocación investigadora con la que nace. Su cierre en 2001 marca una nueva fase en las trayectorias de sus fundadores, que continúan trabajando a partir de colaboraciones, no ya sólo desde distintas disciplinas, como en el caso de la Societat Doctor Alonso, impulsada por Aragay y Sofia Asensio como núcleo abierto y cambiante de artistas, sino también con personas de fuera del mundo de la escena; algo que ya se había empezado a hacer en la General Elèctrica y que en trabajos posteriores Roger Bernat va a desarrollar de forma sistemática, así en Amnesia de fuga (2004), con inmigrantes indios y paquistaníes de Barcelona, Bona gent (2002-2003), a modo de encuentros puntuales con distintas personas, o Rimuski (2006-2007), un proyecto itinerante con colectivos de taxistas de diferentes ciudades del mundo.

Las formaciones de la segunda mitad de los años noventa describen trayectorias paralelas a éstas, aunque concretadas de distintas maneras. La disolución de las narrativas sociales hace difícil aglutinarse en torno a un relato colectivo que vaya más allá de las necesidades concretas de cada proyecto o el acuerdo sobre un modo específico de entender el trabajo escénico, a menudo de tipo colectivo. No se trata de proyectar una identidad de grupo en torno a un discurso estético o ideológico previamente consensuado, sino de una búsqueda o proceso de investigación, desde el que se genera un espacio de coexistencia de individualidades distintas, como las que pasaron por La Vuelta, dirigida por Marta Galán entre 1998 y 2002, por Amaranto, formado en 1998 por Lidia González, Àngels Ciscar y David Franch, o por Lengua Blanca, que se inicia en el 2000 con Juan José de la Jara y Ana María García; contextos de creación que se dejan ver como espacios de confluencia entre distintas disciplinas, de choque y tensión entre artistas que deciden recorrer juntos un camino sin que esto implique la disolución de la individualidad en el grupo o la integración en un orden jerárquico, sino más bien al contrario, una ocasión para potenciar las diferencias, lo que a su vez explica la fragilidad de estas estructuras. A este estadio se llega también desde la danza. Juan Domínguez se refiere en la conversación a esta falta de jerarquía en los nuevos grupos, y al hecho de que todos los intérpretes estén al mismo tiempo en escena, diferente de lo que ocurría en los colectivos de danza de los ochenta. El tipo de organización de estos núcleos, vistos de manera general y en su transcurso temporal, se termina asimilando a la idea de red, en la que cada nudo corresponde a un punto de encuentro entre creadores de distintos ámbitos que luego continuarán caminos propios. A esta dinámica de redes contribuyen espacios, festivales o colectivos, como Mugatxoan, coordinado por Blanca Calvo y Ion Munduate en el País Vasco, In-Presentable, coordinado por Juan Domínguez en Madrid, el espacio La Porta, en Barcelona, o el festival de Montemor-o-Velho, Citemor, en Portugal.

La identidad de grupo se construye mediante la confrontación con el otro, con lo distinto: el cuerpo frente a la imagen, el actor profesional frente al que no lo es, la interpretación frente a la realidad, la unidad frente a lo fragmentario. No se busca la idea de identificación, sino de diferencia. El punto de llegada es provocar el efecto de encuentro, que puede ser también de desencuentro, hecho visible sobre este espacio de aproximaciones; no mostrar un resultado, sino un proceso en el que tiene lugar un cuerpo a cuerpo que termina apuntando al espectador. Éste último, convertido en un personaje más, se integra en el espacio espectacular; sobre él se proyecta esta nueva otredad producida por la mirada del propio actor sobre el público, ese público al que Juan Domínguez pregunta con cierta desesperación «pero quiénes sois» o al que Carlos Marquerie se acerca para compartir pensamientos, dudas y miedos, o al que Angélica Liddell increpa con un profundo sentimiento de rabia. La figura del espectador es el punto de llegada de una estética, de un planteamiento social y un discurso ético que aparece con más fuerza a medida que avanzan los años noventa; lo que lleva a pensar nuevamente en otras épocas, como los sesenta y setenta, en las que la necesidad de llegar más directamente al espectador respondía también a una inquietud de orden social antes que estético.

Este nuevo imaginario de lo social se desarrolla, sin embargo, en unas condiciones históricas muy distintas de las que se dieron en los dos primeros tercios del siglo XX. En Goodbye Mr. Socialism, Toni Negri hace una revisión de las posturas de la izquierda clásica adaptándolas a las condiciones de producción y organización del trabajo desde los años setenta. La idea de lo colectivo, como la del obrero, la fábrica o la organización laboral, se transforman como resultado de unas leyes de producción que están en la base de un sistema mundial. Este sistema afecta de desigual manera a unas zonas y otras del mundo, así como a los distintos niveles socioculturales, sin embargo es el mismo para todos. La organización grupal del hecho escénico y sus estrategias de comunicación se transforman a lo largo de los noventa, como reflejo de estos cambios en la manera de percibir lo social, y frente a lo social al sujeto que trata de encontrar un nuevo espacio de actuación. De este modo, cuando Negri (2006: 72) se refiere a lo «colectivo» confiesa tener un cierto sentimiento de duda, cuando no de falsedad, porque «los objetivos se construyen mediante el diálogo, mediante la participación», y esto quiere decir que en la base de esta participación hay subjetividades que en un plano social más amplio devienen en multitudes, uno de los conceptos claves del pensamiento político del activista y pensador italiano. Al final llega a una conclusión que podemos trasladar a los nuevos modelos de organización del trabajo escénico en tanto que fenómeno social, que «el movimiento está compuesto por singularidades, que la subjetividad misma es un conjunto de singularidades y no una identidad, que ya no hay alma sino redes y relaciones» (Negri 2006: 72). La concepción de lo común y del espacio público deja de ser algo estático, un capital fijado en función de un discurso previo, para convertirse en un acontecimiento, un estallido de energía que surge a partir de una voluntad de encontrarse, de un acto siempre inestable: «Esto es lo fundamental en la concepción de lo común —continúa Negri—, que nunca es un depósito, sino precisamente una energía y una potencia, es capacidad de expresión».

La desintegración del tejido social termina sacando a la luz lo que había detrás, caras, rostros, individuos y subjetividades, que se alzan como una potencia de resistencia, es decir, de acción, frente al anquilosamiento del edificio social, y lo mismo se podría decir del tejido teatral. La presencia del yo, la construcción de la obra a partir de materiales autobiográficos expuestos de manera explícita, el tono confesional, testimonial o incluso exhibicionista son síntomas que la escena de finales del siglo XX y principios del XXI comparte con los escenarios mediáticos.

De este modo, el yo, no como sujeto abstracto, sino como voluntad de actuación, se redefine como respuesta a una necesidad de enfrentarse a una realidad donde las instancias sociales, comenzando por la escena artística, han perdido eficacia. Con un sentido de radicalidad y casi de urgencia aparece de una u otra manera la primera persona en la escena contemporánea, ya desde los mismos títulos de obras por otro lado tan distintas como Haberos quedado en casa, capullos (2000) o Creo que no me habéis entendido bien (2002), de Rodrigo García, EstO NO es Mi CuerpO (1996), de Olga Mesa, Estamos un poco perplejos (2002), de Marta Galán, Egomotion (2002), de Sònia Gómez, que incluía piezas como Yo estoy en este mundo porque tiene que haber de todo, o su trabajo posterior Mi mamá y yo (2004), o Me acordaré de todos vosotros (2007), de Ana Vallés. Quizá lo único que tengan en común estas obras sea la intención de hacer visible ya desde el título un yo que remite al propio creador, que se pone en escena, aún antes de la representación, para responsabilizarse en primera persona de esa actuación en la que se cruza el yo físico con un horizonte público.

La obra de Rodrigo García se ha desarrollado en torno a este lugar central del yo como espacio de creación y potencia crítica. En mitad de la atmósfera de caos de Protegedme de lo que deseo (1998), un actor enano toma un micrófono y se acerca al público para leerle una lista de reglas para «hacerse uno una vida» segura. Frente al horizonte social aceptado se levanta la radicalidad de un cuerpo que habla en primera persona. La afirmación de Rodrigo García ya en 1990 defendiendo el derecho a utilizar la escena para expresarse a sí mismo resulta sintomática del espacio por el que desde entonces iba a avanzar la escena:

Por obra de arte yo entiendo la capacidad de poner en movimiento ciertas vivencias atendiendo-me en mi totalidad. / Y sería risible intentarlo desde el espectáculo. / Porque no puedo hacer efectivo mi-adentro embalado en convenciones que existen sin mí. (García 1990: 7)

En paralelo a la dirección marcada por la cultura de los medios, la evolución de la escena ha ido adoptando de forma creciente un tono de privacidad, de registro en clave personal, describiendo un recorrido complejo que admite más de una lectura, así como finalidades diversas. La actuación en primera persona puede ser utilizada tanto para atraer la atención de los grandes públicos, crear morbo, subir las cuotas de audiencia de las pequeñas o grandes pantallas, dar un efecto de verdad que hace que un producto se venda más fácilmente, como para intensificar la fuerza crítica de un discurso o la coherencia ética de una búsqueda personal frente a una sensación de debacle de lo social. No se trata de un fenómeno que tenga una sola cara o pueda entenderse de manera maniquea.

Frente a otros espacios escénicos, es en el medio más cercano a lo teatral donde la irrupción de este yo llega a producir más extrañeza. La consideración del actor y el medio teatral como instrumento de re-presentación de una realidad distinta de lo que allí está pasando parecía cuestionar la posibilidad del actor de hablar en nombre propio; de ahí el choque entre el yo y las convenciones, es decir, entre el lado personal de lo que ocurre en escena y el medio social al que va unido esa idea de espectáculo a la que se refiere Rodrigo García. En el teatro, ligado no sólo al ámbito de la representación y la ficción, sino también a la dimensión colectiva de grupo, se manifiesta de forma especialmente clara la tensión provocada por este yo-actúo, en comparación con otros ámbitos como las artes de acción, el performance o la danza moderna, que nacieron con un sentido más contemporáneo de la subjetividad.

En una escena de Historia natural, de Matarile, que podría llevar por título «Un solo para ti» se pone de manifiesto este contraste. De uno en uno, cada intérprete se dirige al público para dedicar un solo a un espectador en particular que eligen en el momento. En unos casos se trata de un solo musical, de danza o incluso de acción, pero qué ocurre cuando el solo es de interpretación dramática. Cuando un actor dedica su interpretación de otro personaje subraya lo que de acto creativo, de expresión personal, hay en ello, como si se tratara de una suerte de subversión del actor frente a la instancia escénica, como si el lado físico y personal del actor —pre-teatral— se pusiera por delante de la máscara social o espectacular. La imagen del actor como un transmisor, un intérprete de otro, ya sea del autor, el director o el coreógrafo, se opone a la posibilidad de expresarse a sí mismo en un sentido radical, de buscar una verdad que no esté en función de la personalidad creativa de un director; o en otras palabras: ¿cuando un actor dice «yo», quién está diciendo «yo», el personaje, el director, el actor o la persona que hay detrás del actor? Sobre este lugar de tensiones, se construyen estrategias de comunicación que nos hablan de la posición del yo frente a lo social en el contexto mediático actual.

Desde un punto de vista historiográfico el efecto de ruptura de este yo es menor a medida que el público se habitúa a este discurso en primera persona, generalizado no sólo por el teatro de creación, sino sobre todo por otros medios como la televisión o Internet. Sin embargo, las resistencias de un medio tan sólidamente sostenido por las instituciones, son fuertes: Si todavía en el 2000 Carlos Marquerie se hacía eco en Lucrecia y el escarabajo disiente de la acusación que le hacía la crítica de mirarse el ombligo, siete años más tarde Angélica Liddell vuelve a poner en escena en Perro muerto en tintorería: los fuertes la voz de la crítica para admitir que efectivamente, a pesar de que eso parezca molestar a los dramaturgos, su teatro nace totalmente de su yo, porque no podía ser de otro modo.

La individualización, distinguiéndola, según Beck (1999: 14), del individualismo como efecto de la economía de consumo o de la individuación como proceso de formación de una identidad personal, adquiere una dimensión estructural al ser construida desde las propias instituciones, que apelan al individuo y no ya a los grupos como interlocutores para el desarrollo de estrategias sociales. Lejos de la dimensión de ruptura que este yo pudo tener en otro momento, se convierte hoy en un punto de partida inevitable para pensar lo social; no responde ya a un acto de negación de lo que históricamente venía por detrás, ni tampoco de ruptura, que es algo todavía patente a lo largo de los años noventa, cuando Rodrigo García afirma su derecho a expresarse en su totalidad, y especialmente en un medio teatral tan ligado al ámbito del grupo y las convenciones, sino en primer lugar como una necesidad de afirmación. A comienzos de los dos mil no tiene mucho sentido el seguir negando corrientes anteriores o posicionándose frente a una tradición cada vez más zombi; de lo que se trata es de afirmar algo desde el presente, que va a ser sobre todo un presente escénico, un presente inmediato y real, ocupado por un cuerpo que habla en primera persona frente a otro que escucha. Esto hace que varíe también el lugar desde el que situarse frente al pasado, frente a la historia, el sitio (escénico) desde el que se mira. La historia consensuada socialmente pierde pertinencia como interlocutor. El creador busca los puntos de referencia en su presente inmediato, hecho ahora más visible que nunca, en el espacio que está ocupando y las personas que tiene delante, en el aquí y ahora de un proceso vivo, aparentemente no predeterminado, de comunicación.

En la obra de Carlos Marquerie, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una naturaleza muerta), Montse Penela y Emilio Tomé le detallan al espectador los pormenores de la batalla de Brunete durante la Guerra Civil española con ayuda de proyecciones de mapas y fotografías, pero la escena no trata de representar ese escenario de horror; reflexiona sobre ese hecho desde una situación concreta de comunicación con el público, desde ese presente real compartido con éste. También en la primera edición de Homo politicus se suceden al comienzo los relatos autobiográficos de los actores, con datos acerca de sus abuelos y padres, pero lo significativo de esta mirada al pasado es el acto escénico desde el que se construye. Es en función de este acto de comunicación, personal y público al mismo tiempo, que el pasado se trae a escena; lo importante es ese presente, subrayado como punto de partida para volver a pensar el hecho escénico, que nos habla en primer lugar de un modo de comunicación, de una situación del yo frente al tú, es decir, de una actitud ética.

Todo esto hace que la imagen del creador cambie con respecto a la que se proyectó desde poéticas que se generaron en torno a los setenta. La figura de Tadeusz Kantor como personaje dentro de su propio teatro, o la de Richard Foreman, aunque menos visible físicamente, al frente de la mesa de operaciones, o más recientemente, aunque emparentada con estas posiciones estructuralistas, la de Sara Molina en Mónadas, es diferente de la actitud que muestran Carlos Marquerie en 2004 o Juan Domínguez en The Application. A pesar de tratarse de lenguajes distintos, en los primeros casos, Kantor, Foreman o Molina, en sus personajes de directores atrapados en esos mundos extraños, operan sobre sus variables, ritmos, gestualidad, movimientos o situaciones, como si de una especie de sinfonía escénica se tratara, siguiendo un modelo musical recurrente en este acercamiento estructuralista. Sobre esta partitura de variables se levanta una compleja maquinaria escénica, desplegada también en el mundo de Robert Wilson o Esteve Graset. Sin embargo, a lo largo de los noventa la figura del creador deja de tener un mundo ya construido delante suyo y se muestra en tono de duda; «incapaz, idiota, absurdo», como se dice al comienzo de El rey de los animales, el artista se muestra desde un presente de actuación inestable, ofreciéndose al público a modo de confesión, hecho visible en toda su fragilidad en el caso de Marquerie o Renjifo, o con la violencia, también emocional, de un acto de denuncia o cinismo en Rodrigo García o en Marta Galán, o desde la rabia que produce la impotencia en Angélica Liddell.

Escenario y patio de butacas no definen dos mundos distintos; la escena no reproduce un ámbito cerrado con unas reglas propias, y si lo hace, como ocurre en algunas creaciones coreográficas sobre la idea del juego, como el El gran game (1999), de La Ribot, el Project (Madrid), dirigido por Xavier Le Roy, Mårten Spångberg y Amaia Urra en In-Presentables 06, donde también muestra Fernando Quesada los resultados del taller Proyecto NSEW, las reglas se llevan a la práctica en el tiempo inmediato de la escena, desde un presente no sólo compartido con el espectador, sino de alguna manera abierto a éste, como en 40 espontáneos (2004), de La Ribot, o con un tono de cómica ironía sobre el mundo del performance en The Real Fiction (2006), de Cuqui Jérez. Incluso si el público no llega a comprender lo que está ocurriendo en escena, los jugadores no se presentan como entes abstractos, funciones escénicas o personajes recuperados por la memoria en un mundo surreal de ensueños, muertos o autómatas, sino actores de carne y hueso, o «performers», como puntualiza Amaia Urra antes de tener que abandonar el escenario de The Real Fiction por un accidente que amenaza con acabar con el juego de realidades y ficciones propuesto en la obra. Las reglas de esa partida escénica, que es también una partida de esa microsociedad formada por un grupo de actores, se presentan como la ocasión de hacer visible al intérprete en primera persona, mostrando el lado humano que esconde, sus debilidades y actitudes en su doble condición física y social.

Bibliografía

BECK, Ulrich (1999), La sociedad del riesgo global. Amok, violencia, guerra, Madrid, Siglo XXI, 2000.

GARCÍA, Rodrigo (1990), «Otro loro», Fases 0 (noviembre 1990), pp. 7-8.

NEGRI, Toni (2006), Goodbye Mr. Socialism. La crisis de la izquierda y los nuevos movimientos revolucionarios, Buenos Aires, Paidós, 2007.