Ni plaza ni casa
El festival YSDSA tuvo lugar en La Casa Encendida del 10 al 16 de junio en el año 2013. El espacio para disponer la totalidad de las actividades que lo conformaron fue el patio del edificio, empleado habitualmente para eventos musicales, escénicos e incluso expositivos. Una de las principales cuestiones que se debatieron en las reuniones previas, mantenidas por muchos de los participantes, fue la modalidad de disposición del espacio y su papel a nivel funcional y simbólico. No había pasado mucho tiempo desde los acontecimientos de la Puerta del Sol del 15 de mayo del 2011, y la concentración inicial dio paso a otros modos dispersos de acción en el espacio público y privado menos visibles pero más operativos para garantizar la continuidad. De la gran acción colectiva de ocupación de la plaza, con un carácter extremadamente simbólico, se pasó a la eclosión de modalidades organizativas de menor escala y de ínfima visibilidad en los barrios, de cara a mantener el impulso hacia la acción directa sin encerrarla en los muros de la representación y, lo que es más importante, de cara a garantizar un funcionamiento más eficaz. ¿Cómo abordar esta cuestión, el dilema entre representación simbólica y acción, en un entorno tan marcado como una institución cultural?
Los formatos de trabajo para esa semana eran muy variados y en ocasiones, incluso impredecibles. Más allá de presentaciones de piezas escénicas frontales o no frontales con un aforo pequeño, de charlas más o menos formales, de talleres o de encuentros de tamaño reducido o medio, se previeron formatos más masivos y lúdicos como la fiesta, el cine o la práctica coreográfica, que requieren más espacio, menos obstáculos, y cambios técnicos drásticos. Siguiendo con la figura de “obra en obras”, se decidió que los formatos no se agruparían por necesidades técnicas en franjas horarias -charlas y seminarios por las mañanas, presentaciones, piezas y conferencias por las tardes-, sino que serían los hilos temáticos los que debían establecer el orden en la secuencia de actividades, por considerar que el festival era una obra en sí, no un marco para encuadrar a la perfección obras que, inevitablemente, debían realizar concesiones a la totalidad. Así se propuso la segunda figura del “plano secuencia” como modelo espacial. En el plano secuencia, todo lo necesario está más o menos disponible en el espacio (la escenografía, las luces, el cableado, las máquinas, las sillas de descanso, etc), y adquiere visibilidad y protagonismo cuando es tocado por alguien cargado de intención, es decir, cuando la cámara, el operador, enfoca una zona determinada del espacio y este queda definitivamente encuadrado. Esto supone adquirir la agencia y responsabilidad individual de activar la estructura del dispositivo en una determinada dirección y para unos fines, y no para otros: un escenario perfecto para el conflicto más o menos permanente.
Para ello se trabajó sobre una serie de ideas básicas, de premisas que el espacio debía cumplir con claridad: flexibilidad, libre fluir y desjerarquización. Puntuación del espacio con objetos para facilitar formas de organización de los cuerpos variadas, múltiples y cambiantes, sin lugares completamente fijos pero permitiendo la generación de focos de interés puntual en tiempos acotados, facilitando el empleo de todo el espacio como gadget, como resorte que puede activarse en cualquier momento, pero a costa de cierto esfuerzo y capacidad de movilización, nunca fruto de la improvisación. Despliegue y repliegue de cuerpos y objetos, de todo lo necesario en definitiva, para poner en marcha mecanismos de presentación, de exhibición e incluso, en ocasiones, de producción en tiempo real.
El primer día del festival una camioneta, que había recorrido previamente los domicilios de algunos de los participantes, llegaba a LCE cargada de objetos personales útiles para lo que allí debía suceder: sillas, mesas, lámparas, cables especiales, equipos técnicos, herramientas… Ese evento fue convenientemente anunciado como inauguración, de modo que los que allí estaban en aquel momento podían, si lo deseaban, presenciar la descarga y disposición de objetos en el patio del edificio o participar más activamente ayudando en la tarea. Los objetos fueron dispuestos sin obedecer a un plan previo de disposición, por lo que la primera actividad consistió precisamente en configurar el espacio del festival como una estructura en la que las agencias individuales podrían desplegarse en los días siguientes.
Una imagen de cualquier momento del festival YSDSA puede dar lugar a un equívoco importante. El espacio en el que se desarrolló, el patio de LCE amueblado con objetos personales de los participantes, podría dar a entender que se trata de un espacio doméstico, cálido y protegido, apacible en una palabra. Nada más lejos de la realidad. El espacio conformado no fue, en absoluto, un espacio pacífico, de consenso, de relax o de comodidad. Aquel fue un espacio de alta experimentalidad que permitió dar visibilidad a una serie de conflictos y que estuvo motivado en todo momento por esa posibilidad, más que por una voluntad de dar respuesta al enunciado del que se partía en un principio. La propia estructura dispositiva privilegiaba el momento de transición sobre el clímax, el bajo continuo sobre el aria, porque la presencia física del propio dispositivo no permitía olvidarse de él en ningún momento: no había posibilidad de evasión de aquel espacio.
Tampoco era una casa porque, a pesar de su apariencia, una casa está constituida por objetos y por comportamientos que siguen roles predeterminados, y este no era el caso aquí excepto en aquellos momentos de presentación que dividían drásticamente el espacio en platea y escena, que rápidamente se disolvían, incluso durante la duración de las presentaciones. El espacio impedía que nadie desempeñara un rol determinado durante demasiado tiempo, porque el riesgo de sabotaje era permanente. Así pues, ¿cómo funcionaba el espacio? Como un sistema de objetos, una estructura dispuesta para el despliegue de agencias que activaban discursos, acciones o procesos en cualquier momento, pero nunca de modo permanente.
“Cuando utilizo el refrigerador con fines de refrigeración, realizo una mediación práctica y entonces no es un objeto, sino un refrigerador. En esta medida, no lo poseo. La posesión nunca es la posesión de un utensilio, pues éste nos remite al mundo, sino que es siempre la del objeto abstraído de su función y vuelto relativo al sujeto” (Baudrillard, [1968] 1969: 97). Así es como Jean Baudrillard distinguió una casa de un sistema de objetos. En la casa, el objeto (mueble) es el resorte de una función corporal, simbólica y de comportamiento; en el sistema de objetos es el resorte de una función seca, de modo que, al menos en teoría, el sistema admite cualquier símbolo y cualquier modalidad de rol o de comportamiento, no hay ergonomía simbólica, no hay relación estable o de pertenencia entre objeto y usuario.
Así fueron los objetos domésticos desposeídos de propiedad y puestos al servicio de un sistema a disposición de los participantes. Una casa no-casa, en el sentido de que no conforma un sistema de objetos simbólicos, sino un sistema de funciones a disposición. Los objetos funcionaban de modo opuesto al objeto encontrado, a la fuente-urinario en el museo: fueron desposeídos de sus capacidades simbólicas porque estas solo se mantienen activas para el propietario del objeto específico, que es solo uno entre sus muchos usuarios y que en absoluto es el usuario principal ni el ejemplo de cómo el objeto debe ser activado. Una casa sustraída de domesticidad, porque se desposee a los objetos de la posibilidad de identificación con ellos, al ser reducidos a meros resortes funcionales. Una anti-colección de fetiches y/o de recuerdos, un lugar sin memoria a pesar de estar poblado de objetos con vida propia, pero sin vida en común. Un espacio en el que los cuerpos se mueven como meros operadores de funciones prácticas de los objetos que lo conforman. Un dispositivo frío, eficaz y, algo que cuesta más admitir, sacrificatorio.
Tampoco era un espacio asimilable a la plaza, ni su funcionamiento resultaba adecuado para tal uso; no fue un espacio de excepción ni de autonomía, no podía ni debía serlo, pero lo parecía y muchos llegaron a creer que lo era. Ortega y Gasset dio una de las más certeras definiciones de la plaza: el lugar acotado del ayuntamiento civil para la discusión, claramente diferenciado del hogar donde cobijarse y reproducirse, es decir, un lugar limitado físicamente, autónomo espacialmente, que facilite la práctica discursiva entre personas como única función (Ortega, [1930] 1989: 182-187). En origen, la plaza se define en negativo, antecede a la ciudad y le sirve de base. En el esquema de Ortega la plaza es el no-campo y la no-casa. No-campo alude a la autonomía respecto a la producción: el campo es la fábrica originaria. No-casa alude a la autonomía respecto a la reproducción: la casa es la fábrica de nuevos seres humanos, arrojados a la fábrica del campo, lugar de producción de bienes y de riqueza. Sin plaza, el esquema campo-casa solo puede perpetuarse a sí mismo sin posibilidad de cambio o mutación alguna, puede perfeccionarse, pero no transformarse. De ahí la absoluta necesidad de ese lugar negativo de la plaza en medio de los océanos de la producción y la reproducción. ¿Dónde se producen las funciones de la plaza seminal actualmente? No parecen tener un lugar exclusivo ni claramente formalizado.
Ni plaza ni casa, exactamente como sucede en nuestros entornos urbanos actuales, este espacio hacía visible y practicaba la demoledora y dolorosa premonición de Hannah Arendt: que lo social ha usurpado a lo político al difuminar las fronteras claras entre el espacio público y el privado (Arendt, [1958] 2005). Y, llevando más allá este argumento en busca de posibilidades de actuación coherentes, que la posibilidad de subvertir esta situación en el ámbito artístico “solo” puede operarse como ensayo, experimento o simulación, en los ámbitos de la representación y de la teatralidad.
La ciudad es primero
Un intelectual poco sospechoso de alianzas con el neoliberalismo global, el geógrafo norteamericano Edward Soja, tituló el primer capítulo de uno de sus libros más importantes con el epígrafe “la ciudad es primero” (Soja, [2000] 2008). Con ello pretendía establecer un marco firme para un sistema teórico con el que abordar el fenómeno de las metrópolis contemporáneas, de su forma física y de su gobernanza. Para Soja, las primeras ciudades conocidas no fueron producto de la necesidad de gestionar marcos para la convivencia, ni tampoco meros subproductos de excedentes económicos, sino artefactos culturales de representación del sí colectivo. Acudiendo a evidencias arqueológicas contemporáneas al momento en que escribió sobre estos temas, Soja propone que las primeras agrupaciones humanas establemente configuradas en términos arquitectónicos, es decir las primeras ciudades, fueron producto de un impulso que llama “sinecismo” o la condición que emerge de vivir juntos en una casa, u oikos.
El lema “la ciudad es primero” puede contrastarse con el lema “la ciudadanía es primero”, de modo que la toma de partido por uno o por el otro nos situaría en dos lugares irreconciliables, enfrentados y en conflicto profundo entre sí. Apostar por el primer lema implica considerar que existe un imperativo espacial tangible, físico y material previo a la construcción social del concepto de ciudadanía, una estructura determinante. Apostar por el segundo supone privilegiar el acuerdo o el contrato social como imperativo inicial, una agencia determinante.
Soja ha planteado este irresoluble conflicto como sigue: “Estamos comenzando a tomar conciencia de nosotros mismos en tanto seres intrínsecamente espaciales, continuamente comprometidos en la actividad colectiva de producir espacios y lugares, territorios y regiones, ambientes y hábitats, quizás como nunca antes había sucedido. Dicho proceso de producción de espacialidad o de «creación de geografías» comienza con el cuerpo, con la construcción y performance del ser, del sujeto humano como una entidad particularmente espacial, implicada en una relación compleja con su entorno. Por un lado, nuestras acciones y pensamientos modelan los espacios que nos rodean, pero al mismo tiempo los espacios y lugares producidos colectiva o socialmente en los cuales vivimos, moldean nuestras acciones y pensamientos de un modo que sólo ahora estamos empezando a comprender. Si utilizamos términos familiares a la teoría social, podemos decir que la espacialidad humana es el producto del agenciamiento humano y de la estructuración ambiental o contextual.” (Soja, [2000] 2008: 33-34)
La predominancia de los procesos de participación, de la colectivización del conocimiento del espacio como recurso no especializado ni exclusivo de los expertos, y en general de los discursos a favor de la inclusividad total en los procesos de producción del espacio social, parecen dominar la agenda de la cultura más crítica de la actualidad. Los desbordamientos disciplinares son asumidos y celebrados, de modo que lo que inicialmente fue definido como el núcleo duro de la arquitectura y su coto privado, el espacio, ha pasado a ser colonizado por todas las disciplinas por igual, hasta el punto de que la propia planificación y diseño del espacio ha adquirido, en los discursos al menos, una autoría completamente compartida entre todos y cada uno de los agentes intervinientes en la construcción de la práctica social.
Según Henri Lefebvre, la escisión cartesiana entre la res extensa y la res cogito no ha hecho sino ampliarse y subespecializarse desde su aparición, de modo que el espacio habría experimentado un sinfín de fracturas y descomposiciones, haciendo imposible una aproximación global al mismo. Frente a una proliferación creciente de saberes y teorías sobre el espacio, provenientes de una enorme diversidad de disciplinas, Lefebvre propuso en 1974 la necesidad de una “teoría unitaria” que haga posible la reunificación de los tres campos espaciales que él considera principales y separados entre sí. Estos tres campos son el físico, el mental y el social, que denomina respectivamente espacio lógico-epistemológico ( o espacio concebido), espacio de los fenómenos sensibles (o espacio percibido) y espacio de práctica social (o espacio vivido) (Lefebvre, [1974] 1991: 11-12).
Soja ha insistido en que “la ciudad es primero”, es decir que existe un imperativo espacial tangible, físico y artificial previo a la constitución de lo que llamamos sociedad, y no a la inversa. Su insistencia paralela en lo que en su día llamó el “tercer espacio” (Soja, 1996), en alusión a lo que Lefebvre había definido como espacio vivido, viene a equilibrar ese imperativo, para que ni el espacio concebido –que estaría favorecido claramente por el imperativo- ni el percibido –que actuaría en el esquema dual como su contrapartida-, adquieran una preponderancia tal que impidan la emergencia de un espacio vivido genuino, o vivido con autonomía relativa incluso formando parte de un sistema trialéctico.
Los acelerados y sucesivos giros de las artes han disipado la frontera entre las disciplinas que se ocupan del espacio, pero como contrapartida ha aumentado la subordinación del espacio concebido y de sus políticas a los otros dos, al revertir el lema “la ciudad es primero” por el más políticamente correcto “la ciudadanía es primero”. El espacio concebido originario, la polis, fue una encarnación espacial de lo político, de la posibilidad de conflicto entre partes en desacuerdo profundo, que lo social ha colonizado al sustituir el conflicto por el consenso (Arendt, [1958] 2005: 61-88). El “edificio social” asume implícitamente que lo político está instituido en lo social, que lo político surge a nivel teórico de la inclusión del individuo en lo social (Swyngedouw, 2009: 603-604), y a nivel práctico de sus procesos vividos, cuya obsesiva atención por parte de científicos sociales y artistas interdisciplinares pone en riesgo de convertir en un objeto más de diseño: hoy se diseñan estilos de vida y modos de comportamiento, no hogares ni ciudades. En este escenario la ciudad no es primero, sino el mero objeto de políticas de reforma adaptadas a la inclusión total en un espacio vivido homogeneizador que, más que permitir la emergencia del desacuerdo en incómodos espacios vacíos sin dueño, tiende a coser las fisuras sociales características de la emergencia política para garantizar la permanencia de la ciudad concebida tal y como es.