También Ojos de ciervo rumanos gira en torno a un comienzo, un accidente, el instante de un alumbramiento, el nacimiento de Dacia o los inicios de la representación, es decir, del discurso, que tuvo lugar una noche de lluvia; dos elementos constantes, la noche y la lluvia, en una obra presidida por el signo de la tierra, la tierra en sentido material de los maceteros en los que se encuentra plantada Dacia, pero también la tierra que condujo al Padre hacia esa cantante rumana con la esperanza de que un país con buena tierra diera también buenos frutos. Ahora, sin embargo, la tierra está enferma, enferma de tristeza, afirma el Padre, y las plantas no crecen: “La tristeza arruinó todas las plantas. Se perdió el futuro. Otra vez”. A la tierra, como uno de los elementos básicos de la naturaleza, se le une la voz, el canto en una lengua incomprensible, una sonoridad surgida de un umbral de indefinición, de misterio, entre lo que tiene sentido y lo que no se puede entender porque está en una lengua extraña, participa de otra naturaleza. Curiosamente, también la palabra es identificada en la obra de Catani como algo de género femenino, como se dice en Patos hembras: “La palabra es hembra. Y así será”. La voz, como la tierra, aparecen como sustancias informes sobre las que se (des)dibuja la posibilidad de la historia, es decir, de la representación, y también sus orígenes.

La lengua trae la voz del espacio de lo informe, de la matriz y los orígenes. Queda enfrentada con un límite más allá del cual se convierte en una sonoridad ininteligible. La sonoridad del rumano, presente físicamente en la obra a través de los cantos intercalados, se convierte en una imagen sonora de ese mundo misterioso de los orígenes que los personajes tratan de reconstruir. Con su telúrica sonoridad esta lengua se sitúa al mismo nivel poético que la tierra, un ámbito insondable del que viene la vida, pero también la muerte. Cuando Benya le pregunta a Dacia si tiene algún “movimiento-pensamiento” preferido, ésta le responde que “el sonorismo realista rumano o sensitivo realista”, mientras le pide insistentemente que le chupe la teta. La sonoridad del lenguaje remite a algo cercano al cuerpo, a lo físico, algo que sale desde dentro y que esconde algún misterio, como la acción de chupar la teta, enlazada igualmente con algún nacimiento, con algún origen (desconocido).

[…]

La obsesión de Dacia es conocer su historia, el relato de sus orígenes, una historia que está en poder del Padre, pues es el único testigo, el único que la puede contar. El acto de relatar esta trama viene unido a una precisa escenificación que vehicula —pone en escena— este acto de revelación (de la historia); la historia queda ritualizada de un extraño modo, tan preciso en su concreción como críptico en su abstracción: el Padre ha de subirse a un árbol y Dacia, abajo, debe usar un pullover verde. Como corresponde a la construcción críptica de la alegoría, también aquí el acto de relatar está ligado a un paseo que no lleva a ningún sitio, un relato sin final, o peor aún, que ya ha acabado. El cajón-confesionario-invernadero, de donde sale y entra el Padre, maestro de ceremonias de estos ceremoniales, carga de connotaciones este ritual, que como todos los ritos tiene que ver con la actualización de un tiempo pasado, un misterio que sólo puede revelarse de modo confesional y a cambio de un sacrificio. Esta imagen recurrente, junto con la del Padre regando a la Hija con zumo de naranja, sintetizan el deseo de que ésta crezca, como la propia cosecha de naranjas, cuyos árboles plantados en macetas ocupan el fondo del escenario, una presencia de algo natural que termina adquiriendo, como corresponde a las alegorías, una proyección simbólica, pero sin agotarse en ésta, como lo real en Lacan. Este plano se cruza con la historia de los orígenes, el punto ciego sobre el que avanza la representación: la naturaleza enferma de la historia y la historia de esa naturaleza parecen superponerse.

De este modo, por ejemplo, Dacia le cuenta a Benya ya en su primer encuentro (aunque se trata de un encuentro más, de los muchos que han tenido y seguirán teniendo lugar, siempre uno más, como se dice en la acotación inicial) sus extrañas visiones, que se cruzan con los recuerdos que tiene éste de su nacimiento. Benya le pide insistentemente a Dacia que le cuente más, y ésta, como un oráculo, le va revelando pedazos de un escenario que ni ella misma consigue recomponer: “Un árbol, un tronco añoso y medio hueco, hay un ciervo muerto adentro, con media cabeza afuera… parece que está por nacer. Del árbol”; pero ante las explicaciones cientificistas de por qué Dacia puede llegar a tener visiones, ésta vuelve una y otra vez con un pedido cuya naturaleza física, real e inmediata contrasta radicalmente con lo borroso de estas imágenes: “Dale, chupame un poquito, frotate acá…”. Lo incomprensible de las visiones se complementa en otro nivel con lo irracional de las acciones físicas; éstas últimas consiguen ponerse a la altura de las primeras, de modo que la abstracción no ahogue la realidad —escénica— de la obra, su única verdad (natural). Por eso cuando Benya insiste en entender de manera lógica esta capacidad visionaria de Dacia, ésta contrapone al racionalismo científico el poder de la música, del jugo o del pullover, objetos en los que su presencia material está en relación inversa a su función lógica dentro de un posible discurso que llegara a revelar el sentido de la historia. Del mismo modo, las acciones físicas, como cuadros recurrentes de una alegoría suspendida en el tiempo, imponen su opacidad material, tan enigmática como aparentemente arbitraria, a la posibilidad de un sentido único, de una salida, de una totalidad.

Las imágenes funcionan como puntos de referencia, brújulas para guiarse en este laberinto oscuro de la historia personal y colectiva en la que se encuentran encerrados los personajes; de ahí que en un momento de desesperación exclame Dacia acerca de una Madre inexistente: “Su voz no me dice nada, papá, no me dice nada. Me siento como si flotara dolorosamente, sin existencia. Sin aproximación, sin recuerdo, sin imagen amorosa… qué desolación…”, y más adelante el Padre se hunda en la misma frustración al vincular el futuro, algo de naturaleza tan poco real, con un objeto tan concreto como las naranjas: “Las naranjas me anuncian, nos anuncian el futuro. Antes creía en eso. Podía confiar. ¿Pero ahora? ¿Cuál es el futuro ahora?… No hay más naranjas: ¿No hay más padre?”.

(Extraído de Beatriz Catani, Acercamientos a lo real. Textos y escenarios, edición y estudios de Óscar Cornago, Buenos Aires, Ediciones al Sur, 2007.)